Las elecciones, esa fiesta grande –dicen- de la democracia, es otra buena ocasión para observar nuestra condición de pueblo subyugado. En otro tiempo, la “naturaleza navarra” equivalía a lo que hoy entendemos por nacionalidad. Sin tener naturaleza, no se podía acceder a los oficios, cargos, ni beneficios generales. Imposible que fuera regidor o alcalde un no navarro. Según el Fuero, natural de Navarra era “el que fuere procreado de padre, o madre natural, habitante en el dicho Reino de Navarra”. Ser meramente habitante o nacido en Navarra, de padres no navarros, no concedía naturaleza. Tras la conquista, comenzaron a ocupar cargos y oficios los no navarros, lo que fue motivo de arduas protestas de nuestras Cortes. Se creó entonces la figura de los “naturalizados” para intentar justificar dichas usurpaciones. Pero a pesar de la insistencia del Rey Católico, las Cortes navarras no consintieron dar la naturaleza al poderoso coronel Villalba. Los no naturales eran considerados “extranjeros”, fuesen franceses, castellanos o aragoneses. Y esta situación continuó hasta el siglo XIX. Todavía en 1817 las Cortes navarras negaban la naturaleza, por dos veces, al italiano Juan Campión, abuelo del gran Arturo, el que tanto lustre diera luego a la nacionalidad.
Con el declive foral, los “extranjeros” españoles fueron poco a poco adquiriendo derechos. Militares, funcionarios del Estado, maestros… Sin embargo, basta ver los apellidos de nuestros diputados, alcaldes y concejales, para darse cuenta que hasta ayer mismo Navarra, como las otras tres provincias vascas, siempre ha sido gobernada por gentes del País.
Primo de Rivera y luego Franco, fueron introduciendo la costumbre de nombrar alcaldes castellanos a dedo. Tal vez fue entonces cuando surgió en nuestros pueblos la copla: “Que vienen de fuera / que traen dos reales / y al año que viene / ya son concejales”. La clase política castellana tuvo cada vez menos problemas para encaramarse en las instituciones vascas y la llegada de la democracia, digámoslo así, levantó el resto de trabas. Sin embargo, en el país se siguió manteniendo la costumbre y la dignidad de que, para ser concejal de un pueblo, al menos había que vivir en él.
Con la excusa de la “extorsión terrorista”, se cambió la ley que lo impedía, y cualquier español pudo ya presentarse en cualquier pueblo vasco. Y debe decirse así puesto que, aunque también podría ser a la inversa, la ley se hizo para lo que se hizo y sólo se ha utilizado en una dirección: la del imperio hacia la colonia. De pronto surgieron políticos profesionales, sobre todo del PSOE, que comenzaron a presentarse allá donde una buena bolsa de emigrantes podría garantizar votos. Un Buen para la alcaldía de Irún; otro Buen para la de Orereta; un segundón de UGT alcalde de Berriozar después de intentarlo en Tudela... El antivasquismo era el gran estribo de los arribistas castellanos. Así se explica que el leonés Aladino Colín fuera el primer portavoz del Gobierno navarro que justificara porqué había que denegar en Pamplona una emisora en euskera, al tiempo que el gallego Mosquera defendiera que el euskera no era la lengua propia de Álava. La burgalesa Yolanda Barcina o el gallego Rodolfo Ares son dos ejemplos extremos de ese odio indisimulado a todo lo autóctono. Alguno me podrá decir con razón que no faltan quienes con ocho abolorios vascos harían el mismo papel inquisidor, pero eso sólo refuerza la idea de que, además de los Condes de Lerín, necesitan la adarga castellana.
Ahora no tienen la excusa de la violencia pero sigue la colonización: el PP se ha presentado en todos los pueblos de Gipuzkoa con 800 “paracaidistas” de fuera del territorio, y en Bizkaia con 730. De ahí saldrán alcaldes y concejales de pueblos que sólo conocen por el mapa. Una perversión de la democracia y una agresión a los pueblos, que tienen todo el derecho del mundo a echar a boinazos a esa banda de sinvergüenzas. ¿Se imagina alguien lo que diría la prensa madrileña si los vascos hicieran semejante desembarco en una provincia española?
Las listas electorales nos ofrecen también otras lecturas. Por ejemplo, los apellidos autóctonos de los candidatos. Ya sé que no es ciencia exacta y que hay Pérez euskaldunas de veinte generaciones, pero la mayor o menor cantidad de apellidos navarros nos ayuda a reconocer los colectivos representados. Y es curioso que los que más defienden el carácter vasco de Navarra, Nabai y Bildu, son con diferencia los colectivos más indígenas. Les siguen otros grupos con bastante sello autóctono (CDN, Partido Carlista, Izquierda-Ezkerra o Iniciativa) y va bajando considerablemente en UPN y PSN, y más en UPYD y DNYD. Es decir que los partidos que se dicen más defensores de la navarridad, de las esencias de Navarra, etc., son los que tienen más recién llegados y menos naturales. Y por supuesto, si se hiciera un examen de euskera a todos ellos, las diferencias serían abismales. Rizando el rizo, la defensa virulenta que hacen de la Ley de Partidos los partidos con más forasteros, exigiendo su aplicación precisamente contra el sector más autóctono de origen y lengua, ¿no es una forma más de castellanización, de genocidio cultural y político?
Concejal a concejal, cargo a cargo, los conquistadores nos siguen robando el país. Es así de simple. Hoy día, el coronel Villaba sería candidato al Gobierno de Navarra. ¡Qué digo! De hecho, lo es.
Jose Mari Esparza Zabalegi
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