viernes, 1 de abril de 2011

INDIGNADOS, PERO OPTIMISTAS

En pocos meses hemos pasado de la felicidad por decreto al desencanto por prescripción facultativa. Al parecer, el tiempo de la prosperidad despótica y del imperativo eufórico ha terminado. La utopía de la abundancia perpetua ha concluido. La crisis económica, esa que unos padecen más que otros, ha liquidado todos los niveles de confianza social y relacional, tanto la horizontal como la vertical. En este momento, muy poca gente, excepto los banqueros, los ricos y muy ricos, la alta clase política, el gran empresariado y los dirigentes de lobbys mediáticos, tiene esperanza en que las cosas cambien. Mucha gente, pese a ser optimista por naturaleza, pese a declararse medianamente feliz, pese a mantener un permanente exorcismo contra el desánimo y mantener muy altas las cotas de confianza en sí mismo, duda que el futuro le depare un mejor escenario. Que sus anhelos y expectativas de cambio se cumplan. En definitiva, que su vida no se vea comprometida a medio o largo plazo ¿Es esto cierto? ¿Es una exageración, un tópico, un recurso fácil de sociólogos aburridos? Quién sabe. Nada hoy puede afirmarse con rotundidad pero tampoco nada dejarse a la libre explicación del relativismo fascista. Lo cierto es que hoy han aumentado los hogares en los que se vive peor que hace unos años. Y no es menos cierto que el desaliento constante forma parte de la vida de millones de personas. Sin ir más lejos, mire usted a sus vecinos o acuérdese de algunos conocidos.

En medio de este lodazal, de esta vuelta atrás en materia de protección laboral y social, de derechos devastados, de degeneración política, de desasosiego, de absoluta indiferencia ante los diversos acontecimientos que están cambiando nuestra cotidianidad política y social, de control mediático, de depresiones serviles, de relativismo histérico, de nuevo fascismo cultural e ideológico, de amnesia generalizada y de competición de todos contra todos, ¿cabe algún tipo de esperanza? A servidor le cuesta ser optimista en esta tesitura, le puede la indignación, como a Stéphane Hessell, el autor de Indignaos, pero sabe que en realidad la mayoría de la gente nos movemos entre el optimismo razonablemente pesimista y la desconfianza moderadamente esperanzada. Que cada uno afronta la vida según le suene el bolsillo y la hoja de ruta que cada uno sea capaz de componer. Y ahí todos y cada uno aspiramos a lo mismo, a la oxigenación de un presente, a menudo sin respiro.

En estas circunstancias no seré yo quien anime al personal, ante tanta adversidad, a ensalzar los efectos placebo del pensamiento positivo. Ese que día a día, desde hace años, ha saturado el mercado del alma y su transformación, del equilibrio y la autoestima personal. Y es que parece ser que lo importante no es ya cambiar el mundo sino cambiarnos nosotros mismos, separarnos del mundo y sus conflictos para inventar un nuevo arte de sobrevivir conciliándonos única y exclusivamente con nuestra propia sombra y vanidad.

Y este pensamiento positivo, esa ansia de bienestar individualizado y personal, esa obsesión actual por la plenitud interior ajena a los circuitos contaminados del mundo real, también están teniendo influencia en la política, un territorio absolutamente desacreditado y sometido a la más absoluta depravación y corrupción sin límites. Porque pareciera que también en política nos hemos olvidado de los verdaderos problemas del mundo.

Centrándonos en Navarra, en esta tierra de perpetua felicidad, donde cualquier pifia adquiere dignidad y cualquier canallada carta de hidalguía, donde el discurso oficial dominante (de los medios, de los líderes politicos, de los consejeros, de los escribas forales y de los pesebristas de todo tipo y condición) es absolutamente empalagoso y saturado de ramplona mediocridad política, ¿cabe la posibilidad de ser optimistas? ¿Cabe esta posibilidad para aquella parte de la ciudadanía declaradamente de izquierdas, progresista, abertzale, socialista de vieja convicción, paleocomunistas de nuevo cuño o simplemente antisanzistas? Vaya por delante el respeto a quienes no están en esta lista. Supongo que ellos y ellas seguirán votando a la derecha navarra renovada o de vieja tradición y les supongo cumplidas sus expectativas y esperanzas de cambio constante que satisface plenamente sus vidas. Pero insisto. ¿Cabe ser políticamente optimistas más allá de los movimientos politicos que se sellen, pacten o se propongan antes o después de las elecciones? Creo sinceramente que sí.

Esta época de desatino político y económico, de desesperación y de crisis no se cerrará en balde. Hay razones más que sobradas para ser optimistas. No porque los profetas lo anuncien. Ni porque nos empeñemos por decreto. Ni porque políticamente sea incorrecto declararse pesimista o nihilista crónico. Sino porque el grado cero de esperanza es absolutamente inmovilizador y aniquilador. Porque ello significa la postración, la entrega y la anulación. Y porque la gente, como decía Nietzsche, necesita tener ilusión, necesita de la ficción, de los simulacros, de la esperanza para que la vida nos inspire confianza. Y esa izquierda navarra dispersa o impedida necesita optimismo. Y necesita transmitirlo. Pese a que la realidad constantemente contamine e infecte cada día sus proclamas.

Si me dicen que les diga qué elementos medibles, observables y empíricos hay presentes en la cotidianidad social, vecinal o ciudadana para determinar ser optimistas les diré que no lo sé. Eso es lo que tiene el discurso del poder y el nuevo fascismo del lenguaje y la comunicación. Que solo ilumina lo que se considera necesario para seguir modelando las voluntades subjetivas. Que solo contempla aquello que no altera el producto. Que solo acepta lo que no desestabiliza el orden establecido. No sé que elementos hay para ser optimistas. Pero sé los que hay para no declararse escéptico. Y para no mirar para otro lado.

Podría decir que el ciclo político de la derecha toca a su fin. Pero sería ir contra las encuestas apañadas e interesadas. Podría decir que la izquierda, pese a su dispersión, tendrá habilidad para coincidir en pactos postelectorales muy influyentes y compactos. Podría decir que la izquierda abertzale alteraría –y puede alterar- con su presencia la correlación de fuerzas dominantes de la derecha navarra. Podría confiar en la no manifestada indignación de la población –porque la indignación también se ha individualizado-, la cual acudirá de manera mayoritaria a las urnas y demostrará su absoluto enfado con esta manera de ser gobernada. Podría confiar en la voluntad de movilización y en la confianza horizontal, la de vecinos, asociaciones, grupos comunitarios, entidades sociales, grupos de movilización social y el voluntariado, los auténticos generadores de la Felicidad Nacional Bruta. Podría convenir en que hay elementos intangibles e insospechados que pueden asombrarnos en un momento en que la sorpresa no cotiza en bolsa. Podría pensar que por encima de la realidad política y de la coyuntura económica podremos sobrevivir al chantaje social y económico de los últimos años, ese que nos dice que ya no merece la pena esperar nada, porque no hay nada ni nadie a quien esperar. No es cierto, merece la pena ser optimistas porque el mundo no puede sostenerse solo mediante la gestión infinita de su propia derrota. Porque el pesimismo es la crueldad de los vencidos, Hay que ser optimistas porque lo peor no es lo que viene, sino lo que hay. Y porque dejar de esperar y movilizarse es volver a la insurrección. Y nada hay más necesario.

Paco Roda

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