La naturaleza de cualquier régimen al que apoyen los EE. UU. en el mundo árabe es secundaria en comparación con el control. Y a los súbditos se les ignora hasta que rompen sus cadenas.
“Arde el mundo árabe”, informaba Al Yasira la semana pasada, mientras por toda la región los aliados occidentales “pierden rápidamente influencia”.
La onda de choque la puso en movimiento el espectacular levantamiento de Túnez que expulsó a un dictador respaldado por Occidente, resonando especialmente en Egipto, donde los manifestantes arrollaron a la brutal policía de un dictador.
Los observadores lo han comparado al derrocamiento de los dominios rusos en 1989, pero existen importantes diferencias. Crucial es que no hay un Mijail Gorbachov entre las grandes potencias que apoyan a los dictadores árabes. Más bien, Washington y sus aliados se atienen al principio bien asentado de que la democracia resulta aceptable sólo en la medida en que se ajuste a los objetivos estratégicos y económicos: está bien para territorio enemigo (hasta cierto punto), pero no, por favor, en nuestro patio, a menos que quede adecuadamente domesticada.
Hay una comparación de 1989 que posee cierta validez: la de Rumanía, en donde Washington mantuvo su apoyo a Nicolae Ceausescu, el más feroz de los dictadores de Europa Oriental, hasta que la lealtad se volvió insostenible. En ese momento, Washington saludó su caída mientras se procedía a borrar el pasado. Es el patrón convencional: Ferdinand Marcos, Jean-Claude Duvalier, Chun Doo-hwan, Suharto y muchos otros rufianes útiles. Puede que vaya siendo el caso de Hosni Mubarak, acompañado de los habituales esfuerzos por tratar de asegurarse un régimen que le suceda sin desviarse de la senda aprobada. Las esperanzas de hoy parecen depositarse en el general Omar Suleiman, un leal a Mubarak, que acaba de ser nombrado vicepresidente de Egipto. Suleiman, jefe durante largo tiempo de los servicios de inteligencia, cuenta con un desprecio semejante al que quienes se han rebelado reservan para el dictador mismo.
Un estribillo común entre los expertos es que el temor al Islam radical exige una oposición (renuente) a la democracia sobre la base del pragmatismo. Aunque no carece de mérito, la formulación es engañosa. La amenaza general ha consistido siempre en la independencia. Los EE. UU. y sus aliados han apoyado de forma regular a los islamistas radicales, a veces para impedir la amenaza del nacionalismo laico.
Un ejemplo familiar lo constituye Arabia Saudí, centro ideológico del Islam radical (y del terror islámico). Otro, en una larga lista, es el de Zia ul-Haq, el más brutal de los dictadores de Pakistán, favorito del presidente Reagan, y que puso en práctica un programa de islamización radical (con financiación saudí).
“El argumento tradicional que aparece dentro y fuera del mundo árabe es que no hay nada que vaya mal, todo está bajo control”, afirma Marwan Muasher, ex-funcionario jordano y director de investigación en Oriente Medio para el Fondo Carnegie [para la Paz Internacional]. “Siguiendo esta línea de pensamiento, las fuerzas más afianzadas sostienen que los opositores y excluidos que piden reformas exageran las condiciones sobre el terreno”.
Así pues, se puede dejar de lado a la población. La doctrina se remonta a mucho tiempo atrás y se generaliza en todo el mundo, también al propio territorio norteamericano. En caso de disturbios, pueden hacerse necesarios cambios tácticos, pero siempre con vistas a reafirmar el control.
El vehemente movimiento por la democracia de Túnez arremetió contra “un Estado policial con escasa libertad de expresión o asociación y graves problemas de derechos humanos”, gobernado por un dictador cuya familia era odiada por su venalidad. Eso afirmaba el embajador norteamericano en un cable diplomático de julio de 2009 filtrado por WikiLeaks.
Por lo tanto, para algunos observadores “los documentos [de WikiLeaks] deberían proporcionar una sensación de seguridad al público norteamericano de que los funcionarios no se han quedado dormidos a los mandos”, de que los cables, desde luego, apoyan tanto las medidas políticas norteamericanas como si los hubiera filtrado Obama mismo (o eso escribe Jacob Heilbrunn en The National Interest).
“Norteamérica debería condecorar a Assange”, afirmaba un titular del Financial Times, en el que escribe Gideon Rachman: “La política exterior norteamericana da la impresión de tener principios, de ser inteligente y pragmática (…) la postura pública sobre cualquier asunto adoptada por los EE. UU. suele asimismo coincidir con la postura expresada en privado”.
De acuerdo con esta opinión, WikiLeaks socava a los “teóricos de la conspiración”, que cuestionan los nobles motivos que proclama Washington.
El cable de Godec presta apoyo a estos juicios, al menos si no miramos más allá. Porque si lo hacemos, tal como informa Stephen Zunes, analista de política exterior, en Foreign Policy in Focus, nos encontramos con que, con la información de Godec en la mano, Washington suministró 12 millones de dólares en ayuda militar a Túnez. Da la casualidad de que Túnez era uno de los cinco únicos beneficiarios extranjeros: Israel (como de costumbre); las dos dictaduras de Oriente Medio, Egipto y Jordania; y Colombia, que durante mucho tiempo ha ostentado el peor historial de derechos humanos y recibido la mayor cantidad de ayuda militar norteamericana en el hemisferio.
La evidencia número uno de Heilbrunn es el apoyo árabe a las medidas políticas norteamericanas que tienen como objetivo Irán, según revelan los cables filtrados. También Rachman se ciñe a este ejemplo, como fue el caso en general de los medios, saludando tan alentadoras revelaciones. Las reacciones ilustran la hondura del desprecio por la democracia en la cultura de elevada formación.
Lo que no se menciona es lo que piensa la población, lo cual resulta fácil de describir de acuerdo con las encuestas de opinión difundidas en agosto pasado por la Brookings Institution: algunos árabes están de acuerdo con Washington y los comentaristas occidentales en que Irán representa una amenaza, el 10%. Por contraposición, consideran a los EE. UU. e Israel como amenazas principales (el 77% y el 88% respectivamente).
La opinión árabe se muestra tan hostil a las políticas de Washington que una mayoría (el 57%) cree que la seguridad regional se acrecentaría si Irán dispusiera de armas nucleares. Pese a todo, “no hay nada que vaya mal, todo está bajo control” (tal como describe Muasher la fantasía imperante). Los dictadores nos apoyan. Se puede ignorar a sus súbditos, salvo que rompan sus cadenas, en cuyo caso hay que llevar a cabo ajustes políticos.
Otras filtraciones parecen también prestar apoyo a los juicios entusiastas sobre la nobleza de Washington. En julio de 2009, Hugo Llorens, embajador norteamericano en Honduras, informó a Washington de una investigación de la embajada acerca de “cuestiones legales y constitucionales en torno a la destitución forzada del presidente Manuel, ‘Mel’, Zelaya.”
La embajada concluía que “no hay duda de que los militares, el tribunal supremo y el congreso nacional conspiraron el 28 de junio en lo que supuso un golpe ilegal e inconstitucional contra el ejecutivo”. Muy admirable, salvo que el presidente Obama procedió a romper con casi toda América Latina y Europa al apoyar el régimen del golpe y desestimar las atrocidades posteriores.
Quizás las revelaciones más notables de WikiLeaks sean las referentes a Pakistan, examinadas por Fred Branfman, analista de política exterior, en Truthdig.
Los cables revelan que la embajada norteamericana es bien consciente de que la guerra de Washington en Afganistán y Pakistán no sólo intensifica el rampante antiamericanismo sino que también “corre el riesgo de desestabilizar el estado paquistaní” y suscita incluso la amenaza de la pesadilla última: que las armas nucleares pudieran caer en manos de terroristas islámicos.
De nuevo, las revelaciones “deberían proporcionar una sensación de seguridad (…) de que los funcionarios no se han quedado dormidos a los mandos ” (en palabras de Heilbrunn), mientras Washington marcha resueltamente al desastre.
Noam Chomsky (Sin Permiso)
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