Creo que cualquier persona, con un mínimo de sensibilidad, siente verdadera vergüenza, pena, zozobra, angustia, perplejidad, preocupación, disgusto, dolor, impotencia y hasta vértigo por los hechos que se van sucediendo alrededor del problema de los desahucios de viviendas, que han pasado a ser la manifestación más visible y humillante de la llamada burbuja inmobiliaria.
Como ante otros muchos problemas, en este también hay que distinguir entre los que les afecta y los que no, pero esto no impide que todos lo veamos como un drama social de primera magnitud.
Para explicar por qué ha sucedido esto es necesario recordar que en ello hay que incluir a administraciones públicas, promotores y agentes inmobiliarios, empresas constructoras, urbanistas, entidades financieras y particulares, fundamentalmente.
Los pasados años de crecimiento económico tuvieron un componente muy importante en el sector de la construcción y, en particular, en la construcción de viviendas. Las necesidades de la población, la demanda procedente de extranjeros (normalmente jubilados que querían establecer su segunda residencia en España), los cambios en las costumbres sociales en relación con la emancipación de los jóvenes y las rupturas matrimoniales, unidas a la mayor disponibilidad de recursos y de nivel de vida, con grandes facilidades en la financiación, empujaban al sector con fuerza.
Pero, junto a estos factores de demanda de carácter normal, se fueron sumando otros que hicieron que se disparara la construcción de viviendas hasta límites inimaginables, llegando a construirse en España del orden de 1,5 millones de viviendas al año, tres o cuatro veces más que las que se construían en otros momentos anteriores. Eran cifras que superaban, por mucho, a las de países más poblados, como Alemania, Francia o el Reino Unido; incluso tantas como en todos ellos juntos.
¿Por qué se produjo este fenómeno?. En mi opinión, básicamente, porque se hizo de la necesidad negocio. Las administraciones públicas encontraron un maná que les empujaba a recalificar terrenos, autorizar urbanizaciones y propiciar planes de desarrollo urbano sin ningún tipo de criterio, excepto el de ingresar más y más, aprovechando, además, algunos cargos públicos desaprensivos, para hacer su agosto. Los encargados de la macroeconomía vieron que este modo de actuar facilitaba la obtención de buenos datos y propiciaba la carrera para alcanzar un lugar de privilegio; España llega a ser la octava potencia mundial, tenía a Francia y el Reino Unido a tiro de piedra, era el milagro económico español, un milagro casi comparable al que vivió Alemania tras la segunda guerra mundial o tras su reunificación.
El sector de la construcción, salvo raras y respetables excepciones, actuó con entusiasmo en este planteamiento desarrollista, colaborando, proponiendo, estimulando y empujando todo lo que podía en un afán desmedido de construir cada vez más y cada vez más caro. Y cada vez peor, de tal modo que la calidad de lo que se hacía quedaba, en muchas ocasiones, lejos de lo que debía de ser, y así se fueron levantando auténticos guetos, urbanizaciones y poblaciones enteras que distaban mucho de lo que pudiera entenderse como “lugares para la convivencia”. Dentro de esta amalgama de colaboradores de constructoras y promotoras nos encontramos con arquitectos, carpinteros, albañiles, electricistas, pintores y un sin fin de gremios que vivieron sus días de vino y rosas.
Había trabajo para dar y regalar, aunque esta expresión resulta hasta grotesca porque aquello era todo menos un regalo. Los terrenos para construir cada vez eran más caros, al igual que los materiales de construcción, los electrodomésticos, los muebles o las mudanzas. Salarios, minutas, impuestos, comisiones, todo se encarecía sin freno, ya fuera la factura en blanco o en negro, en A o en B. La escalada era tal que el camino estaba abonado para todo tipo de abusos, y la especulación tomó carta de naturaleza.
Los particulares, movidos por la necesidad, fueron entrando en un proceso que les llevaba a endeudarse hasta el cuello, aceptando –por desconocimiento, por confianza en las entidades financieras o porque no les quedaba más remedio – unas condiciones leoninas, soportadas legalmente en una disposición con más de cien años de vigencia. El mercado de alquiler, por su parte, seguía siendo complicado y poco atractivo, además de caro.
Pero también había entre los particulares quienes se vieron atraídos por el negocio y captaban una gran parte de la demanda con fines exclusivamente especulativos. Su única razón era la de hacer negocio con la compra y posterior venta de inmuebles o asegurar su patrimonio invirtiendo en “ladrillo”, al haber sido este un valor muy seguro con incrementos espectaculares en su evolución.
De este modo, a la necesidad de vivienda se le unió el negocio especulativo y el boom alcanzaba cotas jamás vistas. Se empezó a hablar de la burbuja inmobiliaria – antes incluso del comienzo de la crisis – porque aquello se había inflado de forma desmedida y su explosión podía resultar dramática.
Así, a esta arcadia feliz le empiezan a salir goteras (nunca mejor dicho dado que estamos hablando de viviendas). La crisis financiera abre una brecha en bancos y cajas a la que deben dar solución con provisiones y ampliaciones de capital, el incremento del paro impide pagar la hipoteca a los que se ven afectados y esto hace incrementar los fallidos en el sistema financiero, la propia carestía hace reducir la demanda y deja muchas promociones de viviendas a medias por falta de compradores. Todos –empresas y particulares- sienten que están metidos en una burbuja que ha crecido muy por encima de lo razonable, que está sobrevalorada y que su vuelta a lo razonable va a romper muchos balances, cuentas de resultados y economías familiares.
El ladrillo empieza a pesar. Son ladrillos de plomo. Su peso es tal que puede hundir toda la economía del país. Paradójicamente, aquello que se pensó que podría ser el motor del desarrollo se ha transformado en una burda representación de lo que puede suceder cuando se juega a especulación y negocio con algo que es una necesidad vital y, como tal, un derecho fundamental de la persona. En el fondo, nos ha hecho ver la enorme debilidad de nuestros valores y la primacía de las ambiciones desmedidas, que nadie con responsabilidades ha sido capaz de controlar y evitar.
Juan Luis Laskurain, en Ekoberri
No hay comentarios:
Publicar un comentario