En una de tantas escenas memorables de la película Casablanca, el prefecto francés Renault ordena el cierre del café de Rick, ante las presiones de los nazis. Cuando el personaje interpretado por Bogart le pregunta por el motivo, el policía le contesta: "Estoy sorprendido. Me he enterado de que en este tugurio se juega". En ese momento un empleado del local llega y le entrega al prefecto un fajo de billetes y le dice: "Sus ganancias, señor".
Los indicios por corrupción detectados en nuestro país por numerosos magistrados y por abundantes informaciones periodísticas nos pueden llevar a situaciones igualmente delirantes. Y quizás ya no nos extrañemos si, en mitad de una rueda de prensa, nos encontramos con algún cargo público lanzando diatribas contra la corrupción, mientras algún croupier pasa a toda velocidad y le entrega un sobre o una caja de puros de contenido inconfesable.
Hay demasiadas evidencias de que no tenemos el problema puntual de unas cuantas manzanas podridas. Lo que está podrido es el cesto. Eso no significa que todos nuestros políticos sean deshonestos. Sin duda, muchos de ellos son personas honradas. Pero la cantidad y calidad de datos que se van acumulando, con centenares de cargos públicos imputados, nos muestran la apariencia de unas estructuras de corrupción cancerígena que ha llegado a la metástasis. Y, si el vaso no está limpio, se enturbiará lo que en él derramemos. Tenemos causas judiciales que afectan a instituciones municipales, a instituciones autonómicas, a instituciones estatales. Y ahora las acusaciones salpican al propio presidente del Gobierno.
La indignación resulta comprensible. La corrupción representa la ruptura de las reglas del juego. Además, supone el descrédito de nuestras autoridades, que deben tener un comportamiento ejemplar a los ojos de la ciudadanía. Pero una corrupción sistémica no se improvisa, sino que es el resultado de una larga práctica reiterada en el tiempo. Se ha consolidado como consecuencia de determinados mecanismos de opacidad, de falta de democracia interna y de la gestión corporativa de la autobeneficencia en el ámbito político. Y se ha complementado a la perfección a través de la discrecionalidad con la que se ha permitido actuar las administraciones públicas en muchas de sus actuaciones, sin mecanismos de control. Podemos añadir la comprensible disposición de determinados agentes económicos a participar en el reparto de dividendos.
El contrapeso judicial ha sido y sigue siendo voluntarioso. A veces admirable. Nuestros jueces de instrucción son la esperanza de gran parte de la ciudadanía. Pero siguen limitados por la falta de medios para poder afrontar las investigaciones. Por otro lado, nuestro sistema penal ha sido capaz de castigar con prisión al inmigrante que coloca el top manta para poder sobrevivir, mientras que en algunos casos ha previsto simples multas para el político corrupto que perjudica a toda la sociedad.
Hacen falta muchas reformas. En el funcionamiento interno de los partidos. En la fiscalización de sus cuentas y en la de las contrataciones públicas. En la limitación de los donativos de las empresas a las fuerzas políticas, porque el que toma a dar se obliga. Pero a corto plazo lo más saludable sería la presentación de dimisiones. Como ocurre en cualquier país europeo cuando existen serias sospechas de irregularidades. Y, por favor, resulta necesario que nuestros cargos públicos no sigan nombrando a los tribunales en vano: las responsabilidades penales están en un plano distinto de las políticas. No resulta legítimo refugiarse bajo el escudo de procedimientos judiciales que todos sabemos que pueden durar lustros. Manuel Azaña escribió que la política debía ser el estadio más elevado de la cultura. Nos conviene que no siga degradándose más, porque nuestra democracia acabará perdiendo toda su credibilidad. Y, sin una auténtica democracia, la libertad será un espejismo.
Joaquim Bosch, portavoz de Jueces para la Democracia, en eldiario.es
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