miércoles, 3 de julio de 2013

BRETÓN

Sentimos una necesidad primaria de explicarnos la naturaleza del mal por medio de la locura. En una apasionada cena con psiquiatras asistentes a un congreso en Avilés pregunté a mis compañeros de mesa por Bretón, ese hombre de ojos alucinados del que hablan unos y otros testigos en las escenas del juicio en el que se le ha de sentenciar culpable o inocente de las muertes de sus hijos, Ruth y José. Confieso que esperaba que los especialistas, ricos en trato y experiencia con la enfermedad mental, relacionaran algún tipo de patología con el comportamiento de quien fríamente mata a sus hijos, que construye una endeble coartada con la que exculparse y que no se rinde jamás ante la evidencia, ni se desmorona ni parece sentir dolor ni remordimiento ni agobio ni ansiedad alguna. Cuentan los policías que le custodiaron en la búsqueda que en las horas siguientes ya andaba confiándoles episodios turbios con prostitutas.
Lo que desearíamos es que la sordidez de su comportamiento tuviera un nombre, que estuviera catalogada y que pudiéramos dar con ella en una enciclopedia médica. Pero no. Hay enfermedades mentales y hay maldad, maldad sin eximentes, maldad a lo bestia. Lo cual no significa que un individuo que tenga el cuajo de envenenar a sus hijos y quemarlos para borrar el rastro de su delito actúe de una manera normal, pero tampoco justifica el que se cargue sobre los hombros de quienes sufren una enfermedad el patrimonio de los sucesos sangrientos. Y eso es lo que se suele hacer frívolamente, por el simple hecho de mitigar la idea de que el mal puede ser ejercido por un tipo común, como nosotros mismos. Se suele especular incluso con el alto nivel de inteligencia de los criminales. La literatura ha contribuido a sofisticar la mente de los malvados. Pero la realidad muestra que lo sórdido y lo cutre conviven en perfecta armonía.
Elvira Lindo, en El País

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