El
ponente comenzó su exposición hablando de las características de los
conceptos de historia, memoria y memoria histórica. Mientras las pretensiones
de objetividad de la historia como disciplina que interpreta el pasado se ven
dificultadas por la subjetividad imperante en la mayoría de los historiadores,
la memoria es siempre subjetiva, múltiple y diversa. Con todo, historia y
memoria pueden complementarse mutuamente. En lo que respecta al concepto de
memoria histórica, tiene que ver con las políticas de lectura del pasado en
relación con una multitud de aspectos posibles, dictadas por las instituciones
públicas o por los grupos sociales con influencia en una sociedad con
finalidades de legitimar, rehabilitar, reparar, honrar o condenar dotando a su
discurso de cargas emocionales e identitarias. La memoria histórica, a partir
de la confluencia de la historia y de la memoria, debe ser inclusiva, integral
y consensuada para ser válida, tratando de generar las políticas públicas de
memoria histórica lugares y relatos de memoria que puedan ser compartidos por
la mayor parte de la sociedad.
Las cuestiones del pasado a gestionar políticamente en el presente
a través de prismas de memoria histórica en los que confluyan historia y
memoria pueden todas aquéllas de las que se deriven consecuencias para el
presente, lo cual hace que dicha gestión política del pasado esté abierta a una
multiplicidad de asuntos. No obstante, habría que dar prioridad a las
cuestiones relacionadas con la gestión política de la memoria histórica de la
violencia política en el pasado a causa de su mayor trascendencia en lo que
tiene que ver con la convivencia en el presente.
Tras
ofrecerse una definición de violencia política (como el uso consciente, o la
amenaza del uso, de la fuerza física por parte de individuos, instituciones,
grupos o partidos que buscan el control de los espacios de poder político, la
manipulación de las decisiones en todas o parte de las instancias de gobierno,
y, en última instancia, la conquista, la conservación o la reforma del Estado)
y distinguirse entre violencia política explícita o no explícita en función de
la existencia de agresiones físicas, se diferencian tres variedades
fundamentales de violencia política explícita: la violencia de Estado; la
violencia ejercida por grupos organizados de ciudadanos mediante acciones
revolucionarias, de guerrilla o de lucha armada urbana; y las situaciones de
guerra civil por competir las fuerzas en pugna en cierto plano de igualdad. Es
importante subrayar que la violencia política precisa de la creación de una
ideología de legitimación y de la creación de organismos de instrumentalización
que la administren y la dirijan.
Seguidamente
se desglosan los diferentes ciclos de violencia política registrados en el país
vasconavaro en los dos últimos siglos: el de la Guerra de la Independencia; el
que comprende la guerra realista y las guerras carlistas en el siglo XIX; el de
la guerra civil y el franquismo; y y el del conflicto de baja intensidad vivido
entre 1975 y 2010.
Se
remarca que la violencia política explícita ha marcado enormemente a Euskal
Herria en dos sentidos: condicionando la evolución políticoideológica en
general del territorio y condicionando el posicionamiento de las personas ante
las alternativas en pugna. Se resalta que el uso de la violencia política ha
beneficiado a quienes salieron como vendedores de las contiendas, constituyendo
el mejor ejemplo los sublevados de 1936. No obstante, en nuestro suelo también
se comprueba que incluso los perdedoreshan obtenido réditos políticos de la
práctica de la violencia política: el carlismo tuvo la habilidad para erigirse
en un contrapoder popular y en la actualidad si a lo largo de la existencia de
ETA la Izquierda Abertzale ha tenido unas cotas de poder notables, la derrota
militar de ETA, finalmente concretada en 2010, ha posibilitado que,
gracias a políticas de coalición con otros partidos, la Izquierda Abertzale
haya aumentado su presencia en el entramado institucional. Esto último es
explicable porque mediante la interacción de elementos ideológicos y de otros
ligados con la polarización de las personas inherente a dicho conflicto se
pueden mantener apoyos sociales considerables.
Desde
un punto de vista científico, en relación con la extensión de la violencia en
el campo de la política y de las ideologías y en la conformación de cleavages o
líneas de fractura que segmentan políticamente la sociedad, proyectándose en el
tiempo, puede traerse a colación la teorización acuñada por Charles Tilly desde
la sociología histórica. Este autor planteó que las acciones colectivas
(consideradas en una amplia acepción) generaban identidad y repertorio a los
actores en determinados contextos de oportunidad. El concepto de repertorio se
refiere a un modelo de actuación colectiva validado por la experiencia
acumulada de los actores en cuanto a su practicidad y que se transmitiría en el
tiempo como experiencias vitales generacionales. Los repertorios más efectivos
serían aquéllos que hubieran conseguido movilizar un número significativo de
participantes con un alto grado de cohesión interna y convencimiento para comprometerles
en el logro de determinados objetivos bien definidos, consiguiendo además
respetabilidad y legitimidad social. A nuestro entender, si aplicamos todos los
conceptos anteriores a las guerras civiles abiertas registradas en nuestro
suelo, así como al conflicto de baja intensidad de las últimas décadas,
podremos comprender mejor la persistencia de la violencia política en nuestro
suelo. En todas esas dinámicas los alzados contra el poder establecido han
conseguido, en diferente medida según las épocas (pero en cualquier caso,
significativa para cada contexto), un número amplio de seguidores,
cohesionados, convencidos y comprometidos con el ejercicio de la violencia,
logrando además cierta respetabilidad y legitimidad social. En todos lo casos,
además, se ha partido de un convencimiento: el de las posibilidades de
conseguir fines políticos mediante el empleo de la violencia, fines que
resultarían imposibles de conseguir para esos movimientos mediante las vías
parlamentarias o civiles.
Considerando
los parámetros de la gestión de la memoria de la violencia política realizada
en Navarra (actitudes, objetos y etapas), el ponente critica el triple
reduccionismoque se suele hacer del tema.
En
primer lugar, el reduccionismo de quienes quieren circunscribir la cuestión de
la gestión de la memoria de la violencia política a determinados arcos
temporales, bien al de la guerra civil y el franquismo, bien al posterior a 1975. A juicio del ponente,
sin que se tenga que entender que una y otra violencia están relacionadas entre
sí y juzgando equivocado el tratar de confrontar la violencia de un periodo con
la del otro, se debe enfocar todo el periodo posterior a 1936 en cuanto que
constituye el marco vital y experiencial de cohortes generacionales todavía
vivas y en cuanto que el recuerdo/olvido de la violencia de la guerra civil y
la dictadura sigue siendo todavía una asignatura socialmente pendiente.
Asimismo, hay que evitar que los extremos, precisamente los más concernidas
desde el punto de vista ideológico con los protagonistas de la violencia
política en uno y otro periodo, se arroguen el derecho de defender con patente
de exclusividad a las víctimas de una y otra parte. Por lo tanto, hay que
hacerse eco de todas las víctimas y establecer una política de memoria
histórica en relación con todas ellas, por ellas pero también como mecanismo de
condena y de evidenciación de los males ocasionados por la violencia política.
En
segundo lugar, se critica el reduccionismo de quienes limitan la gestión de la
memoria de la violencia política a las víctimas directas. Aunque las víctimas
directas y sus familiares deben de constituir el núcleo central de atención en
las labores de reconocimiento y reparación de su sufrimiento en todos los
planos, desde el historiográfico y mediático hasta el moral y el político,
convendrá asimismo recordar a quienes, sin haber perdido la vida, tuvieron o
han tenido que actuar de un modo no voluntario a causa de las amenazas y de las
imposiciones y sufrieron o han sufrido ultrajes y perjuicios, así como
conculcaciones de sus derechos.
En
tercer lugar, se critica el reduccionismo de quienes olvidan en la gestión de
la memoria de la violencia política a los verdugos. Aunque existe un porcentaje
de asesinados en los que la responsabilidad no está aclarada y la acción
de la justicia ha sido muy indulgente con las conculcaciones de derechos
producidas por agentes del Estado o por mercenarios del mismo, la mayoría de
los asesinados por motivaciones políticas de las últimas décadas han sido objeto
de resarcimiento a través de procedimientos penales que han implicado castigos
a los culpables. De cualquier forma, constituiría una labor pendiente la
realización de una autocrítica por parte de los sostenedores y legitimadores de
la violencia política de las últimas décadas. Yo personalmente creo que no y
que sus sostenedores últimos deberían realizar una seria autcrítica acerca de
esa cuestión. En lo que respecta a los asesinos de la guerra civil y de la
Dictadura, su impunidad jurídica podría ser contrarrestada, si bien de forma
sólo indiciaria, por la investigación historiográfica.
Se
defiende, por tanto, una visión integral de la gestión de la memoria de la
violencia política del pasado en la que habría que tener en cuenta todo el arco
temporal desde 1936 hacia aquí, habría que hablar de todas las víctimas
directas e indirectas y habría que introducir la variable de los verdugos,
sobre todo en lo relativo a la guerra civil, la potsguerra y la Transición,
pero también en los responsables últimos de la violencia política de las
últimas décadas, más allá de los incriminados en la acción directa. Todo ello
serviría para la deslegitimación de cara al futuro del recurso a la violencia
política para la consecución de objetivos políticos. En esa visión integral
laten dos nociones fundamentales; el derecho a la memoria y el deber de
memoria. La gestión de la memoria de la violencia política entendida en sentido
omnímodo no puede ser sólo responsabilidad de las instituciones, sino que ha de
descender también al plano de la sociedad civil e incluso de las personas. La
sociedad en su conjunto ha de valorar la necesidad del ejercicio del derecho a
la memoria de aquella violencia. De la misma manera, todos debemos de compartir
la noción de deber de memoria, pese a quien pese y cueste lo que cueste. Sea
como sea, se constata que, a excepción de los extremos, los demás sectores del
escenario político navarro serían favorables a la gestión integral de la
memoria de la violencia política desde unos puntos de vista inclusivos, al
menos en relación con los arcos temporales a contemplar y en relación con las
víctimas y el ámbito de lo simbólico.
Por
último, en relación con la gestión institucional de la memoria relativa al 36 y
al franquismo se advierte una especie de vértigo tanto entre los historiadores
como en los políticos como en la sociedad en general a la hora de entrar en más
concreciones sobre el holocausto que supuso para la izquierda navarra el verano
y otoño de 1936. Todo ello condicionado por el olvido y la desmemoria a la que
se vieron forzadas las víctimas y sus familiares y por las actitudes favorables
a aquellas actitudes de las formaciones políticas y sindicales como el PSN y la
UGT, a las que pertenecían la mayor parte de los inmolados, y de las diferentes
formaciones de la derecha a la que este tema resulta sumamente incomodo. De
cualquier forma, otro elemento a tener en cuenta es el propio malestar de la
misma sociedad navarra a realizar un ejercicio de introspección acerca de las
causas y responsabilidades últimas por el silencio mantenido hacia sus hijos
por parte de los progenitores en relación con sus actuaciones en la guerra y
por el posible temor de éstos últimos a ver involucrados a familiares en
sucesos represivos poco edificantes, dado el dominio tan absolutamente
abrumador de la derecha, sector políticamente matriz de la represión, en
Navarra en la Segunda República.
Fernando Mikelarena, en Pamplona-Iruñea, el 15 de febrero de 2013.
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