jueves, 14 de febrero de 2013

A PROPÓSITO DE LA RENUNCIA DEL PAPA


Nos alegra la dimisión del papa por varias razones.
Nos alegramos por él mismo. Porque una persona anciana y débil no tiene por qué seguir llevando sobre sus hombros la gestión de una institución con cerca de dos mil millones de fieles. Este gesto, extraordinario en la Iglesia católica,  resulta normal en cualquier otra agrupación humana. No obstante, es innegable que esta renuncia a la Silla de Pedro,  hecha libremente desde quien, como el pontífice de Roma,  detenta un poder absoluto en el mundo no puede carecer de significación y ejemplaridad. Ojalá tomaran nota otros mandatarios que, por edad, mala gestión  o corrupción,  se empeñan en seguir apegados a un poder que  la sociedad mayoritariamente les está cuestionando.
Pero nos alegra también esta decisión de Benedicto XVI porque  pensamos que es una buena noticia para la Iglesia misma y para el ancho mundo en  que vivimos. En la nueva era en la que estamos entrando, un gesto como este no debería resultar indiferente. Y debería ser aprovechado por la Iglesia como una ocasión propicia para mirar serenamente la trayectoria que ha venido siguiendo en los últimos años que, a diferencia de lo ocurrido en otras épocas, ha consistido en  caminar  en asuntos muy esenciales en dirección contraria al proceso humanizador de la historia y tener valor para rectificar.
Como animadores de la fe en nuestras comunidades, somos conscientes de que la institución eclesial está atravesando una enorme crisis de credibilidad. Crisis que está debilitando muy seriamente la misma plausibilidad de la fe cristiana. Esto nos lleva a pensar que necesitamos volver a las fuentes del Evangelio y a la buena tradición para recuperar aquella imagen de comunión en la diversidad que disfrutó durante el primer milenio y que se propuso recuperar el Vaticano II en la Lumen Gentium.  Creemos firmemente que ha llegado la hora de superar la equivocada “eclesiología de la desigualdad” establecida a partir de la Reforma Gregoriana y cuya sombra en cuestiones dogmáticas, éticas y organizativas se ha venido alargando hasta nuestros días. Apoyada en la Palabra y en el protagonismo del pueblo cristiano,  es urgente volver a la dimensión sinodal para hacer patentes la pluralidad de las iglesias  locales y la colegialidad de sus mismos representantes. Esto nos  pondría  en camino para descubrir e intentar dar respuesta a los muchos desafíos internos  que están desvirtuando el mensaje de Jesús en el interior de la misma Iglesia. Es posible y necesario volver a la “koinonía” o Iglesia de comunión en la diversidad. Y esta es una ocasión propicia si el nuevo papa renuncia, entre otras cosas,  a ser jefe de la Iglesia y del Estado y asume su verdadera función de  ser “siervo de los siervos de Dios” y “primum inter pares”,  entre los obispos.
Por otra parte, para ser fiel a su verdadera identidad y recuperar una presencia significativa  en el mundo de hoy, pensamos que la Iglesia necesita hacer algunos cambios  sustanciales. Señalamos solo dos ámbitos en los que estos  nos parecen más  urgentes y necesarios.
Sería deseable, en primer lugar, aprovechar esta ocasión para decidirse a liberar el discurso excesivamente repetitivo y esterilizante. El férreo control al que se le ha venido sometiendo en los últimos tiempos, en servicio de la verdad dogmática, ha ido apagando poco a poco la creatividad y la imaginación. La imposición, contra viento y marea,  del discurso único ha despreciado demasiado talento e impedido recibir en calidad de igualdad en la Iglesia a sectores determinantes en la sociedad civil como la mujer y los diferentes. Pocas instituciones disponen de una capacidad de discurso tan rico y pocas saben despreciarlo tanto como lo ha venido haciendo la Iglesia en los años del posconcilio.
Y,  en segundo lugar, la Iglesia debería recuperar el corazón. Ni los códigos de leyes, ni los mejores catecismos  tienen sentido si no se recupera el corazón. Y tenemos la impresión de que,  por el excesivo dirigismo y  afán de controlarlo todo, la Iglesia  ha perdido la ternura  y  la compasión, la frescura  y la cordialidad. Lo recordaba abiertamente el Concilio Vaticano II  –cuyo aniversario conmemoramos en estos días– cuando,  al inicio de la constitución Gaudium et Spes,  afirmaba: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS1). Este gesto del papa, del que nos felicitamos, debería ser aprovechado por la Iglesia  para hacerse más humana entre  las personas y más preocupada por la tierra que es  fuente de todas las vidas.   El servicio a este mundo,  torturado y convulso, siguiendo el ejemplo liberador de Jesús de Nazaret, debería  ser capaz de invitar honestamente a  recuperar la esperanza, a reducir las desigualdades, a vencer las  injusticias  y a encargarse de  las y los más necesitados. Porque, según el mismo Jesús, «el que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9.35).
Foro de Curas de Madrid

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