Durante los últimos años, los altos ingresos fiscales de las grandes ciudades españolas, impulsados por el crecimiento sin precedentes de la actividad constructiva, han hecho que sus gobernantes se hayan lanzado a la rehabilitación y mejora de los centros históricos de los cascos urbanos.
Estos procesos de rehabilitación pretendían cubrir principalmente tres objetivos: la recuperación de espacios peatonales perdidos décadas atrás para fomentar la fluidez del tráfico rodado; la puesta en valor del patrimonio histórico de estas zonas para la potenciación del turismo urbano, una fuente de ingresos poco explotada hasta ahora; y el fomento del uso residencial de un entramado urbano dedicado a actividades comerciales desde años atrás.
A partir de mediados de los años 70 del pasado siglo y durante los siguientes años, con la generalización del vehículo privado y la mejora de las infraestructuras de acceso a las ciudades, que suponen una drástica reducción de los tiempos de desplazamiento, las clases acomodadas abandonaron los centros de las ciudades para instalarse en zonas residenciales, más alejadas de los centros de trabajo, pero que a cambio ofrecían más calidad de vida, amplias zonas verdes, incluso privadas, y mayor facilidad para preservar la intimidad y el anonimato. A la vez, este proceso obligaba a las ciudades a adaptarse a un intenso tráfico interno.
Ante este abandono, los grandes edificios históricos, con un importante valor añadido y altos costes de mantenimiento, fueron reconvertidos en oficinas o centros comerciales. De este modo los centros urbanos se convirtieron en zonas de paso, con escasa población estable y alta actividad comercial, no ligada a necesidades básicas inmediatas. Como consecuencia, se produjo un importante abandono del mantenimiento de los espacios comunes de recreo y convivencia vecinal. Además, y como efecto secundario, las zonas aledañas, dado el alto tránsito de personas, se transformaron en zonas ideales para el desarrollo de todo tipo de actividades “marginales” como la prostitución callejera, el ejercicio de la mendicidad o los pequeños hurtos sin violencia.
A partir de finales de los años 90 llega a España, proveniente de Centroeuropa, el fenómeno conocido como gentrificación, que supone el regreso de las clases medias, fundamentalmente miembros de profesiones liberales, a los centros urbanos. Para ello se ponen en marcha fuertes campañas a fin de reivindicar a las distintas Administraciones públicas la recuperación y mejora de esas zonas, convertidas de facto en barrios degradados y, paradójicamente, periféricos. Al mismo tiempo comienzan procesos especulativos organizados, cuyo principal objetivo es la subida artificial de los precios de la vivienda, de forma que ésta deje de ser asequible para las rentas más humildes y que provoque un efecto de expulsión de estos vecinos.
Una vez logrado este objetivo, el siguiente es la mejora estética del entorno urbano haciendo peatonales estas zonas. Con esta mejora de los espacios públicos de convivencia, mediante la reducción del tráfico, se consigue la extensión de las zonas disponibles. Con ello se persigue que éstas resulten más atrayentes no sólo para residentes, turistas y paseantes, sino también para aquellas personas que, por diversas circunstancias, se ven abocadas a situaciones que les llevan a vivir en la calle o a pasar en ella la mayor parte de su tiempo como medio de supervivencia.
La mayor seguridad –objetiva y subjetiva–, la presencia de turistas y vecinos con altos niveles adquisitivos y la posibilidad de disponer de lugares más amplios y menos ruidosos que les posibiliten mayor tranquilidad y visibilidad, a la vez que mayor anonimato, hacen que en estos distritos aumente exponencialmente el número de personas en situación de exclusión extrema.
La visibilidad de estas bolsas de marginalidad es, en ocasiones, radicalmente incompatible con la imagen de modernidad y “limpieza” que se pretende proyectar desde las corporaciones locales. Es, por tanto, fundamental evitar la presencia de estas personas en determinados lugares, si bien, y dado el carácter democrático y socialmente avanzado de nuestros sistemas políticos, no se pueden tomar medidas que violenten la voluntad de permanecer en estas áreas de las personas que viven en la calle.
Por ello, el camino escogido para dificultar el asentamiento permanente de ciudadanos “poco acordes” a la estética elegida debe ser más sutil y, por supuesto, menos escandaloso. Se trata de conseguir que las personas que hacen de la calle su hogar no se sientan cómodas en estos espacios, que les sean físicamente poco accesibles, difícilmente habitables.
En esta tarea desempeñan un papel fundamental tanto el trazo de los espacios reformados, como el diseño de los distintos componentes del mobiliario urbano con que se equipen o la ausencia de algunos elementos tradicionales.
Bajo la apariencia de una modernidad neutra, se esconden dibujos pensados para impedir que la gente que habita en la calle pueda ocupar los que han sido sus tradicionales lugares de descanso. Así, se imponen los asientos individuales que imitan sillas de jardín o bancos corridos con múltiples brazos a lo largo de toda su extensión; de tal forma que se hace imposible que una persona de mediana estatura pueda tumbarse o siquiera recostarse a reposar, incluso de noche, cuando los bancos no son usados por nadie. Eso en el mejor de los casos. En otros se prescinde de los bancos, en busca de espacios diáfanos, en los que la prioridad teórica es el paso franco y donde se acaban imponiendo las terrazas de los locales hosteleros, que se convierten pronto en las únicas protecciones frente a las inclemencias y origen de los escasos asientos posibles de las nuevas plazas.
Las marquesinas y paradas de transporte dejan de ser lugares donde guarecerse, sustituidas por leves distintivos, con estructuras tubulares como improbables butacas. Por último, los aseos y fuentes públicas donde obtener agua y alivio desaparecen del paisaje, junto a los ya inútiles pasos subterráneos.
Se construyen, de esta manera, nuevos modelos de ciudad, casi decorados, acogedores y atractivos para la mayoría. Pero excluyentes para aquellas personas cuyas necesidades básicas superan su poder adquisitivo, que se ven relegadas y alejadas de los lugares donde históricamente han residido y sobrevivido. Estas personas se ven obligadas a desplazarse a las periferias precarizadas, condenadas nuevamente a la invisibilidad y al abandono institucional.
Enrique Cuesta, en Página Abierta
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