Contener los salarios para ganar competitividad. Esta es la quintaesencia de la agenda económica europea, la hoja de ruta que siguen las economías periféricas y el santo y seña de la política aplicada por el gobierno de España.
A este reduccionismo, tan interesado como erróneo, ha quedado confinada la crisis del capitalismo, la de la Unión Europea. Una crisis provocada por el crecimiento desbordante del sector financiero, donde ha imperado la opacidad, la desregulación y los rendimientos extraordinarios; por el fracaso de la Unión Europea a la hora de promover la convergencia productiva y social; por una unión monetaria al servicio de las finanzas, que agravó las asimetrías Norte-Sur; por la oligopolización de los mercados, que pervirtió el “proyecto comunitario”, quedando atrapado en los intereses y las exigencias de las élites; y por la generalización de unos patrones de producción y consumo depredadores e insostenibles, sometidos también a la lógica de lo financiero.
Y también una crisis económica provocada por el estancamiento salarial y la desigualdad. El escaso o nulo avance de los salarios se compensó con el intenso crecimiento del crédito privado. Gran negocio para los banqueros, gran negocio para los promotores y constructores inmobiliarios; gran negocio para las empresas que vieron cómo se dinamizaban los mercados, al tiempo que mejoraban sus beneficios; gran negocio para las grandes fortunas, que encontraron un nicho donde obtener grandes ganancias.
Ni sombra de esta problemática en la política económica, ni en la del estado español ni en la de Bruselas. Ausencia que se explica porque enfrentar estos problemas exigiría cambios fundamentales en los modelos de crecimiento, en la configuración de las finanzas y en la distribución del ingreso y la riqueza; cambios, en suma, en las relaciones de poder, que las elites –que se enriquecieron con el boom de la deuda y con las burbujas, y que se están enriqueciendo con la crisis- no estaban y no están dispuestas a aceptar.
Por todo ello, suena a tramposa y resulta obscena la insistencia en una política económica centrada en bajar los salarios para incrementar la competitividad. Más todavía, cuando los bajos salarios en Europa y, especialmente, en Alemania -sí, ese país del Norte donde un buen número de trabajadores viven y trabajan en situación de precariedad, cerca del umbral de la pobreza, fruto de una política de represión salarial promovida por un gobierno socialista y continuada por otro conservador- están en el origen de la crisis; cuando los salarios de los directivos y los ejecutivos de las grandes corporaciones continúan en niveles astronómicos; cuando los salarios deberían aumentar, en lugar de retroceder, para dinamizar la demanda.
Ni “devaluar” los salarios (los beneficios no se han devaluado, todo lo contrario), ni vertebrar la política económica en torno al objetivo de la competitividad externa; no sólo porque los desafíos competitivos de la economía española no se dirimen en el terreno de los costes laborales, sino porque la mejora de la calidad de los bienes y servicios ofertados, la sostenibilidad de los procesos productivos, la equidad social y la mejora de las condiciones de vida de la población no pueden abordarse en clave de competitividad internacional. Aumentar los salarios de los trabajadores y generar empleo decente (también de esta manera crecen los salarios) es una de las piedras de toque de otra economía, otra política económica, otra Europa.
Fernando Luengo, en su blog
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