La publicación de los datos trimestrales de la Encuesta de Población Activa (EPA) suele generar reacciones encontradas e interpretaciones a menudo contrapuestas. Ello se explica en parte por el lógico interés político de llevar el agua al molino de cada quien. También puede deberse -hay indicios para pensarlo- a desconocimiento de lo que los datos encierran. Y, por supuesto, cabe una combinación de ambas causas, porque solo la conjunción de ignorancia y osadía política puede explicar algunos análisis.
Tomemos el caso de Navarra. Según la EPA, el segundo trimestre de este año el desempleo se ha reducido, respecto al primero, en 2.600 personas. También la tasa de paro ha bajado del 19,02% al 18,32%. ¿Significa eso que -como se ha dicho- 2.600 personas más han encontrado empleo? En absoluto. Más bien ha ocurrido lo contrario, se ha destruido empleo, puesto que la población ocupada es ligeramente menor, hay menos personas trabajando que en el trimestre anterior (desde 1996 la ocupación solo había caído en el segundo trimestre del año en 2009). ¿Cómo es posible, entonces, que se hayan reducido el número de desempleados y la tasa de paro?
La respuesta es simple. El desempleo es la diferencia entre la población activa y la población ocupada. Ambas pueden variar en diferentes cuantías y sentidos. Por ejemplo, si el número de activos disminuye y la ocupación aumenta, el desempleo se reduce. Si aumentan los activos y se reducen los ocupados, el paro crece. Si activos y ocupados evolucionan en el mismo sentido (positivo o negativo), el resultado final dependerá de las cuantías. En Navarra la población activa se ha reducido este trimestre en 2.700 personas, mientras la ocupada lo ha hecho en 100; como resultado, el paro baja en 2.600 personas, sin que haya lugar para una interpretación positiva del dato.
En cuanto a la tasa de paro, es un cociente entre el número de personas desempleadas y la población activa. Como, por lo ya expuesto, el numerador se reduce en mayor proporción que el denominador, la tasa cae. Pura mecánica, sin razones para el optimismo pero sí, en cambio, para la reflexión. El hecho cierto, y dramático, es que la ocupación en Navarra ha retrocedido diez años, a niveles del primer trimestre de 2003. Pero entonces la población activa era de 262.000 personas y hoy es de 302.000. Desde el comienzo de la crisis el número de personas ocupadas ha caído más de un 15%. Ante este panorama, las políticas aplicadas, lejos de compensar la tendencia, la han agudizado y el sector público se ha convertido en agente principal del deterioro económico y la destrucción de empleo, sin que la apelación a la Virgen del Rocío o a Santa María la Real se muestren muy efectivas.
La esperanza gubernamental parece estar puesta en que se haya tocado fondo y la cosa no vaya a peor. No hay elementos objetivos que la sustenten, pero lo cierto es que la economía no puede caer indefinidamente, en algún momento deja (dejará) de hacerlo. Otra cosa es lo que suceda después y con los mimbres actuales no es de esperar una recuperación inmediata, sino más bien un prolongado y agónico estancamiento. Al parecer, y visto el entusiasmo con el que anuncia que se ha tocado fondo, eso es a todo lo que aspiran nuestros gestores económicos.
Por supuesto, los gurús del pensamiento único no pierden ocasión para atribuir cualquier signo positivo (o menos negativo) en el mercado de trabajo a la reforma laboral, aunque ya se les haya quedado corta y reclamen cambios adicionales. Si bien siempre es complicado establecer relaciones entre causa y efecto, conviene detenerse en algunos aspectos que dicha reforma ha puesto sobre la mesa y que condicionarán la evolución futura.
En primer lugar, el único dato positivo que ofrece a día de hoy la economía española (de la navarra ni siquiera se puede decir eso) es el sector exterior, y concretamente la balanza comercial. La relación entre exportaciones e importaciones ha mejorado considerablemente, en parte debido a la tan buscada devaluación interna, conseguida fundamentalmente mediante la reducción de costes salariales. Se trata de ganancias de competitividad transitorias, precisamente por basarse exclusivamente en costes. Pero, además, la solución a los problemas económicos no puede proceder únicamente del comercio exterior. El consumo interno y, dentro de él, el procedente de las rentas salariales, es un componente esencial de la demanda agregada. Lo que nos lleva a una segunda consideración.
Es constatable la generalizada reducción salarial, con la consiguiente redistribución de rentas en favor de los beneficios empresariales. Incluso hay indicios de que puede estar produciéndose (la incógnita es a qué escala), no ya un ajuste de plantillas, sino un ajuste de salarios, por el expeditivo método de despedir y volver a contratar (sean o no las mismas personas). La aguda reducción de la calidad del empleo (los pocos empleos que se crean son temporales y se sigue destruyendo empleo indefinido) abunda en ello. A largo plazo las consecuencias de esta precarización y mercantilización extrema del trabajo serán nefastas, pero es cierto que a corto plazo puede permitir (al menos a efectos estadísticos) la creación de empleo con tasas de crecimiento del PIB relativamente reducidas. La contrapartida es que para sostener un nivel determinado de gasto agregado va a ser necesario crear más empleos, lo que puede compensar, quizá totalmente, el efecto anterior.
En tercer lugar, quizá como consecuencia del puritano escándalo de la canciller Merkel con las cifras de paro juvenil, desde hace un tiempo parece que el único problema del mercado de trabajo es ese. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente, el paro juvenil es un problema grave, tanto por su impacto presente como por el futuro, cualitativo y cuantitativo. Pero la realidad del desempleo es poliédrica y el de larga duración avanza desbocado, especialmente en personas mayores de 45 o 50 años, cuyas posibilidades laborales se restringen aceleradamente. Sin otra política laboral o mecanismos compensatorios, podemos estar en puertas de un grave problema social.
En suma, pocas novedades, poco margen para el optimismo y una nociva resignación en quienes, desde los poderes públicos, deben liderar la lucha contra el desempleo.
Juan Carlos Longás, parlamentario de Aralar-NaBai
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