jueves, 15 de agosto de 2013

UNA GUERRA CON OTRO NOMBRE

Cuando se trata de violencia fuera de control, América Central es la zona cero. Los países de El Salvador, Guatemala y Honduras -conocidos como el Triángulo Norte- cuentan con las tasas de muertes violentas más altas del mundo. Después de haber registrado 170 homicidios por cada 100.000 habitantes el año pasado, San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande de Honduras, es considerada la más peligrosa del planeta. Con algunas excepciones, las ciudades mexicanas, centroamericanas y sudamericanas están en el tope de los conteos de muertes violentas en el mundo. Estas ciudades están experimentando guerras en todo, a la excepción del nombre. Curiosamente, la comunidad internacional parece incapaz y poco dispuesta a prevenir el desastre en desarrollo.
Aunque la última guerra centroamericana terminó a mediados de la década de los noventa, el Triángulo Norte evidencia muchas de las características de la guerra, tal como establece el derecho internacional. Algunos contextos cumplen sin duda con el criterio de intensidad, medido por el número de víctimas, los tipos de armas utilizadas, y los niveles de destrucción. Estos contextos también se ven afectados por grupos armados altamente organizados que controlan personas y territorio, llevan a cabo con precisión operaciones de tipo militar, y negocian acuerdos de paz y altos el fuego. En el siglo XXI, las pandillas han reemplazado a las guerrillas, dominando de forma despiadada y arbitraria.
En algunos casos, estos grupos armados han sustituido al Estado como el único árbitro de desavenencias entre vecinos. También se han erigido como una de las pocas defensas contra ataques de innumerables grupos criminales más pequeños, que afectan a poblaciones pobres con servicios insuficientes en los barrios de Centroamérica. En el camino, las bandas más grandes se han convertido en agentes del poder por derecho propio, organizando campañas políticas y consiguiendo votos en connivencia con los partidos políticos locales y nacionales. En casos extremos, estas bandas han establecido sus propios partidos políticos, logrando influir en las agendas nacionales e incluso internacionales.
En toda la región, estos grupos violentos trabajan en concierto con algunos de los banqueros más poderosos, abogados, políticos y hombres de negocios. Estos pueden proporcionar capital inicial, asegurar contratos, financiar campañas o mantener a raya investigadores molestos de cualquiera o todos sus socios. Es normalmente una relación simbiótica, que con complicidad llega a las más altas esferas del poder. Sin embargo, el nexo entre la delincuencia organizada y las élites es un tema poco abordado por la comunidad internacional. ¿No es extraño que los índices de impunidad de los homicidios en estas naciones se mantengan por encima del 95 por ciento?
Además de ser asesinados y extorsionados con temeridad, los centroamericanos también están siendo desplazados cada vez en mayor cantidad. Como un eco escalofriante de las guerras civiles de la región durante los años setenta, ochenta y noventa, cientos de miles de residentes han hecho sus maletas y cruzado una frontera. Una pequeña proporción de ellos -más de 25.000- han buscado asilo recientemente en países vecinos como refugiados. Sin embargo, la mayoría de los inmigrantes indocumentados prefieren mantener un perfil bajo por miedo a ser repatriados forzosamente. Y mientras que muchos de los desplazados se unen a la gran caravana de migrantes económicos en Estados Unidos, la gran mayoría de las víctimas sigue desplazándose internamente, buscando refugio en su propio país.
Hay inquietantes similitudes en las formas de violencia en toda la región. A pesar de una tregua entre pandillas recientemente negociada en 2012, los salvadoreños continúan huyendo debido a las amenazas hechas por matones como los MS-13 y Barrio 18, quienes son más de 8.000 en el último recuento. Mientras tanto, despiadadas bandas de narcotraficantes como los Zetas han contribuido al desplazamiento de más de 6.000 guatemaltecos. Se estima que 230.000 personas han huido de México o han sido desplazadas internamente en la última media década por temor a ser blanco de los cárteles de la droga, de las pandillas, de las milicias o de los soldados. Mientras tanto, Costa Rica acoge a más de 20.000 refugiados, mientras que Panamá apoya a 17.000 más. Barrios enteros se vacían y los campos están cada vez menos cultivados. Sin embargo, la magnitud del sufrimiento generado por el desplazamiento sigue ocultándose a la vista.
En casi todas las mediciones, una catástrofe humanitaria se está extendiendo a través de México y América Central. Como era de esperar, las consecuencias de esta epidemia de violencia rara vez se reconocen públicamente y son con mayor frecuencia ignorados por los gobiernos de toda la región. Las agencias de ayuda han sido lentas en responder, con sólo un puñado de grupos enviando señales de alarma como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), Médicos Sin Fronteras (MSF), el AltoComisionado de la ONU para los Refugiados, y la Unión Europea. Confrontadas con una alarmante débil base de pruebas de las dimensiones del problema, éstas y otras agencias de primera línea están trabajando en la oscuridad. A lo sumo, se aplican pequeños parches sobre las heridas abiertas.
Entonces, ¿qué explica la reticencia de la comunidad internacional para proteger a los civiles en lugares como América Central? Por un lado, los sectores humanitarios y de desarrollo están frecuentemente temerosos de remover las aguas. Después de todo, se les permite operar en Centroamérica, como otros lugares, a discreción del Gobierno anfitrión, los cuales prefieren que las instituciones de asistencia solamente se atengan a excavar pozos y realizar las iniciativas de vacunación. Y las autoridades públicas se apresuran a señalar que la violencia en sus países, aunque atroz, no es equivalente a la guerra. Incluso, elRelator Especial de las Naciones Unidas sobre las Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias ha hecho una sola visita a la región desde la década de los ochenta. Como resultado, los campos de la muerte en Centroamérica están fuera del radar del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Hay razones para creer que un futuro diferente es posible. Por un lado, países como Costa Rica, Nicaragua y Panamá, aunque muestran signos preocupantes en el incremento de las tasas de criminalidad, ha resistido a la epidemia de violencia que padece el vecindario. Estados Unidos, junto con algunos otros países de la región han comenzado a reconocer gradualmente que las iniciativas represivas para controlar las drogas están generando una escalada del crimen y la inseguridad. Una serie de valientes grupos comunitarios y organizaciones de base también están experimentando con enfoques innovadores para la prevención de la violencia, incluidos los programas para jóvenes y programas de empleo. Pero al menos que la protección de civiles sea elevada a la cima de la agenda en la región y fuera de ella, estos signos esperanzadores bien pueden ser desplazados por más terror.
En última instancia, en América Central la protección de civiles depende en atender retos estructurales, incluyendo reformas en los sectores de justicia y seguridad. Intervenciones anteriores han sido imprecisas y difusas, en algunos casos generando pesados requerimientos burocráticos y fomentando la corrupción. Los donantes también han tendido a mantenerse alejados de los temas más sensibles, que también son a menudo los que están en la raíz del problema. Temerosos de poder dañar las relaciones diplomáticas, a menudo fallan en presionar lo suficiente para requerir reformas en la banca, el sector judicial y las campañas políticas, lo que podría acabar del todo con las organizaciones criminales. Hasta que esto suceda, esos países seguirán sufriendo un destino peor que la guerra: ser olvidados por completo.
Robert Muggah, en This Blogger's Books

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