Año 1947. Aquel niño, Luis, de 11 años, que en la posguerra cantaba el Cara al sol brazo en alto en el patio de la
escuela rural y luego recitaba a coro la tabla de multiplicar, ignoraba que ese
maestro que ahora iba de acá para allá con el guardapolvo color mostaza
repartiendo coscorrones había sustituido a otro maestro, que fue fusilado. En
el pueblo su nombre aun se pronunciaba con miedo en voz baja.
Al finalizar la guerra civil los maestros de
escuela, los profesores de instituto y los catedráticos de universidad,
que impartieron de buen grado la enseñanza laica según el ideario de la
República, habían sufrido una represión inmisericorde. A unos los pasaron por
las armas, otros fueron aventados al exilio y el resto se quedó en la calle sin
oficio ni beneficio a merced de su hambre. Durante la República el Ministerio
de Instrucción Pública se había convertido en un campo de batalla entre el
derecho a una enseñanza libre, racional y gratuita y los privilegios en la
educación que la oligarquía compartía con la Iglesia Católica. El primer
decreto que emitió el gobierno de Azaña fue para subir el sueldo a maestros de
escuela y profesores de segunda enseñanza.
Aquel maestro republicano cuyo nombre se
pronunciaba en voz baja fue detenido al terminar la guerra y durante un tiempo
permaneció hacinado con otros presos en un almacén de frutas convertido en
cárcel. Una de sus hijas le llevaba ropa limpia y alimentos todos los días,
hasta que una mañana un guardia le dijo: “Ya no es necesario que vengas más”.
El maestro había sido fusilado en el barranco Carraixet, en medio de huerta,
esa madrugada.
Ahora en la escuela del
pueblo Luis era instruido en los valores patrióticos de los vencedores y su
cerebro se consideraba propiedad exclusiva de la Iglesia a la hora de
inocularle el dogma y la moral. Era hijo de una familia humilde de la huerta
valenciana y estaba destinado a ser un jornalero honrado. Pero tuvo mucha
suerte. Uno de aquellos profesores de universidad que había sido depurado se
cruzó por azar en su vida y al darse cuenta del talento del niño, convenció a
los padres de que su hijo tenía que estudiar y él mismo se ofreció a darle clase
de forma altruista para prepararle el examen de ingreso en el bachillerato.
“¿Por qué hace eso?”, le preguntaron los padres. “Porque hubo un maestro que
hizo lo mismo conmigo. Yo también era un niño pobre y la universidad estaba
reservada solo para los hijos de los ricos. Tal vez su hijo tendrá más suerte
que yo”, les contestó el profesor represaliado.
Durante años Luis fue en bicicleta sobre la
escarcha, bajo la lluvia y la ventisca o el sol tórrido, por los caminos de la
huerta hasta la casa de su profesor en Valencia, que malvivía dando clases
particulares. Los padres del niño le pagaban como podían. Cada semana le
mandaban una docena de huevos y algunas hortalizas, tomates, pimientos, judías,
berenjenas. Era cuanto tenían. En el trayecto el niño a veces detenía la
bicicleta ante la barrera de un paso a nivel y veía pasar el tren eléctrico,
que iba a la playa de la Malvarrosa. Era un sacrificio necesario, pero otros
niños superdotados no tuvieron esa oportunidad.
El profesor cada año lo acompañó al examen de final de curso en el instituto
Luis Vives hasta que aprobó con premio extraordinario el examen de estado.
El joven bachiller estudió ciencias y tuvo que
seguir sacando matrículas de honor en la universidad porque era la única forma
de matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven destinado a
ser jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en la lección magistral,
que dio en el aula magna, citó con honor el nombre de aquel profesor que
acababa de morir sin haber sido rehabilitado. También recordó a sus compañeros
de escuela, tan despiertos y ávidos de aprender, que ahora eran jornaleros.
Año 2013. En los años ochenta
del siglo pasado comenzaron a crearse institutos y universidades. En la huerta
que el niño atravesaba camino de Valencia para recibir la clase particular se
levantó la Politécnica, entre cultivos de hortalizas. En España se había establecido
un sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de taxistas, de
pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados, científicos, economistas,
informáticos. La premonición de aquel profesor depurado se había cumplido, pero
él ya no pudo verlo.
Ahora aquel niño es un catedrático jubilado que
contempla con espanto de qué forma inexorable vuelven los antiguos fantasmas.
Los privilegios en la enseñanza, la carrera de obstáculos insalvables para los
estudiantes sin recursos despiertan en él un desasosiego que le fuerza a
sumarse a la cólera de los jóvenes, a movilizarse detrás de las pancartas, a
unirse con otros profesores en la lucha por el derecho inalienable a estudiar
hasta donde llegue el talento y el esfuerzo frente a la vieja caspa elitista de
una derecha empeñada de arrojar cerebros a la basura, siempre que no sean de
los suyos.
Manuel Vicent, en El País
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