Bajaba yo por los jardines cuando tres mozalbetes
me alcanzaron corriendo. ¡Venga, cierzo Solobera!, les oí gritar al tiempo que
alguien contestó –venga, m….puñetera! El heladero tafallés salió visiblemente
alterado de su establecimiento sin pensar que luego instalarían en su local una
farmacia y luego una caja de ahorros y luego una tienda de ropa. Seguí por los
porches y me detuve a mirar el escaparate del Mirandés. ¡Qué lujo de escaparate
cuando ponían los juguetes antes de Navidad! Los chavales salíamos a la carrera
de Escolapios y pegábamos nuestra nariz en el cristal viendo los balones de
reglamento, y los patinetes recién traídos. A mí me llamaba la atención de esa
tienda que se podía entrar por dos puertas. Ahora es una óptica muy elegante
que todavía sigue en manos de la familia.
Continúo por los porches recordando aquel coche de
pedales que nunca llegué a tener, porque para cuando Melchor se acordó de mí,
el coche ya se me había quedado pequeño. Giro la cabeza a la izquierda. Al
principio me había pasado inadvertida una tienda de chucherías que los chavales
bautizamos hasta que cerró como “la tiendica nueva”. Allí, en el hueco de un
portal una familia se estableció haciendo la competencia “a las mesicas” de las
que luego hablaré.
Continúo no sin antes echar un vistazo al Banco
Central al que antes debieron llamar Crédito Navarro y al que los chavales
llamábamos “Cerdito Navarro” cuya fachada sobria nunca hubiera imaginado que se
iba a convertir en una droguería alemana de nombre impronunciable. En la
esquina saludo a Carlos el Paje que casualmente entra en su bar. Antes se
llamaba el Rincón del Chato, apodo de
Ernesto Vélez, uno de los barman más elegantes que ha tenido Tafalla, quien lo
regentó después de haberse trasladado de un local que tenía en los bajos del
Ayuntamiento.
Tras pasar por la farmacia de Castiella en donde
don Juan José nos vendía las pastillas juanolas me fijo en el escaparate de Los
Zamoranos en el que Esteban y sus hermanas nos surtían de pantalones de fiestas
cada 12 de agosto y su madre nos cobraba detrás de un minúsculo mostrador. A
esta tienda también se entra por dos puertas y creo que antiguamente era
regentada por un miembro de la familia Albéniz, impresores de pro. El olor a
los bollos de leche me hace entrar en la lechería de los Ruiz en donde vendían
la leche Copeleche y los yogures Kaiku. Hoy la Rosita vende puntualmente
periódicos y revistas. Un poco más adelante entro en el bar Zapata, local en
donde aprendí a jugar a las máquinas con el flipper. Después pusieron un futbolín
y unas mesas de mármol antiguas que para sí las quisieran ahora los bares de
postín. Allí olía a porro e intelectualidad, a anarquía y bocata de salchichas.
Más adelante me fijé en el escaparate de Casals donde Julio, año tras año ha
transmitido su buen hacer coleccionista y amante de las cosas de nuestra
ciudad. Este día lo había dedicado al cine antiguo, su gran pasión. Antes fue
sastrería y también la tienda de Macho.
Una vez pasado el Ayuntamiento me detuve en el
escaparate de Aspilche. Bueno, de Aspilche, no, que hace un montón de años que
es la Mercería Goñi. Recuerdo cómo mi madre, como yo era muy recadista, me
mandaba a Aspilche a por botones de camisas y la Rosarito me sacaba aquellas
cajas color crema con un botón de muestra en el exterior. También recuerdo a su
padre regando las macetas que adornaban los porches. Con pesar y emoción el
último día del mes de junio la tienda echó definitivamente la persiana.
Continúo en la Leonor donde la bisutería fina hacía sombra al imponente
escaparate de mármol negro de la Joyería Alforja con esos collares de perlas,
los anillos y relojes, los barómetros y las gafas daban consistencia y empaque
a nuestra plaza centenaria. Sigo por la perfumería Sánchez que se unía por una
puerta a la farmacia del mismo nombre en donde doña Ricarda era quien te
atendía con esmero. Doña Ricarda fue profesora de Ciencias Naturales en
Escolapios. Quizás hoy no hubiera entendido lo que se habla entre las paredes
del establecimiento (permanencia, megapíxeles, portabilidad, smarphone….).
Enfrente la Caty, la Julia, Paco y la Antonia, las mesicas en donde las
pasticas de coco, las pipas Facundo y las cebollicas en vinagre hacían las
delicias de la chavalería. Recuerdo a la Caty bajando con su carro por la
cuesta del Colaino. Luego se modernizaron poniendo fijos los actuales carricos.
Mis últimos noventa grados de plaza los doy
mirando al escaparate de La Gloria. Recuerdo la primitiva pastelería, mucho más
pequeña y los helados de limón y mantecado, los cortes de nata y los polos de
limón, naranja y leche. Y las pastas, y los pasteles rusos, los relámpagos…..en
fin, que del regusto estoy empezando a tener sed y me voy a tomar una caña en
el Bar Túbal, en donde Demetrio servía con elegancia y simpatía el Nik de limón
al que a veces me invitaba mi padre antes de comer los domingos. Antes era el
Bar Ozcáriz, pero yo no lo conocí. Al lado del bar se subía al restaurante en
donde la mayoría de los tafalleses desde hace 50 años han celebrado bodas y
comuniones y donde Achen y su familia han triunfado en el mundo de la
restauración. Llego al final de la plaza en donde el Bar Las Torres pone su
broche final. O quizás esté viendo el Bazar Aramayo, donde colgaban muñecas y
triciclos del techo y camiones de juguete adornaban el escaparate. Allí compraron
a mi hermano mayor un coche aarillo que yo no heredé por problemas de chapa y
pintura. A la Perfe le costó venderlo pero al final convenció a mi padre. En
fin, que ya he acabado la vuelta a la plaza. Otro día saldré de los porches y
contaré historias de la plaza propiamente dicha. Felices fiestas a todos y
todas.
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