Doce y pico del pasado día 6 de julio. Con un retraso de veinte minutos sobre el horario previsto, se abre al fin el balcón del Ayuntamiento de Pamplona. El concejal encargado de tirar el chupinazo, Eduardo Vall, se dispone a prender la mecha, visiblemente nervioso y contrariado por los sucesos acaecidos minutos antes, cuando unos enmascarados habían descolgado una gigantesca ikurriña ante la fachada del edificio consistorial. Está ciertamente nervioso y enfadado, pero guarda una carta en su manga. Tras corear varias veces y de forma balbuceante el nombre del santo, que como siempre ocurre en dicho momento aclamaba ya toda la plaza, suelta el consabido y esperadísimo "¡Viva San Fermín!", no sin antes colar, de forma subrepticia e intencionada, las palabras "ahora sí, desde el respeto institucional", sabedor de que lo siguiente que va a hacer la mocina de la plaza, la práctica totalidad de Pamplona y la mitad de la población mundial que sigue el acto por televisión, va a ser vitorear sus palabras. Política de medio pelo y demagogia chusca hasta en el momento más importante del calendario anual pamplonés.
Pasadas unas semanas desde que ocurrieran los sucesos relatados, tal vez sea un buen momento para analizar, no ya los hechos en sí, que han sido juzgados desde todos los puntos de vista, sino para valorar algunas de las reacciones que hemos podido oír y leer en prensa.
Muchas de las opiniones leídas y escuchadas han destacado como hecho esencial el que la ikurriña sea una bandera ajena a Navarra, propia exclusivamente de la Comunidad Autónoma Vasca (CAV). Y es ciertamente preocupante que, a estas alturas de la película, haya quien discuta el derecho de los navarros a sentir la ikurriña como bandera propia, alegando que es la bandera de otra autonomía. Como si dicha enseña no hubiera sido esgrimida aquí desde los tiempos del franquismo ¡e incluso antes! como símbolo de la sensibilidad nacionalista que un amplio sector de la población navarra tiene. La ikurriña es anterior al estado de las autonomías, y en consecuencia sobrepasa el marco autonómico por todos los lados. Por eso, porque no representa solo a la CAV, puede verse en docenas de ayuntamientos vascos situados en Iparralde, en el actual Estado francés, empezando por los consistorios de Baja Navarra, donde se exhibe sin problemas. Y por eso ondea también en las casas vascas (euskal etxeak) situadas, por ejemplo, en Estados Unidos, Uruguay, Chile, Argentina o Venezuela, que no tienen relación institucional con la CAV.
Sobre el tan llevado y traído origen peneuvista y aranista de dicha bandera poco creo que haya que añadir ya, más allá de subrayar el derecho que cualquier grupo humano tiene a adoptar como propia una bandera que, como esta, cumple a día de hoy con todos los requisitos legales. Y si no, empleando esa misma lógica, podríamos preguntarnos qué pinta en Pamplona la actual enseña española, que en origen no fue otra cosa que la bandera de la marina de guerra de la Corona de Aragón.
Tras aclarar por enésima vez esta cuestión, uno se pregunta cómo es posible que políticos como Sergio Sayas, portavoz de UPN, persistan tenazmente en esta y otras imposturas cuando se refieren a la ikurriña. Claro que, puestos a solucionar enigmas insondables, sería más interesante aún saber cómo es posible que personas de la altura intelectual de este señor hayan medrado de tal modo en un partido. Incluso si ese partido es UPN.
No han sido pocos quienes, desde posturas sin duda más abiertas y tolerantes que los arriba descritos, han interpretado el suceso de la ikurriña como un ejemplo de gratuita exacerbación identitaria, diciendo cosas tan loables como que las verdaderas banderas radican en el corazón. Y algunos han llegado a reclamar un sano y saludable mestizaje que arrincone este tipo de exaltaciones simbólicas. Todo muy políticamente correcto, muy bienquisto y deseable, desde luego.
Pero no estaría de más que esto se reivindicara siempre, no solo a partir del momento en el que vemos asomar la ikurriña tras un tejado. Porque hasta el preciso momento en que la bandera vasca se comenzó a descolgar encima de la plaza Consistorial, quienes gobiernan en las instituciones habían estado impidiendo, manu militari, que nadie la llevara en la plaza, ni siquiera a título personal. Exactamente igual a como se había venido haciendo todos los 6 de julio en años anteriores, a golpes de porra, sin que entonces se oyera reivindicar ese sano y deseable mestizaje.
¿Quién politiza de manera intencionada las fiestas, el que porta una ikurriña a título personal o quien se la arranca de las manos al que quiere llevarla, la prohíbe y la persigue con saña por todos los rincones?
Eduardo Vall reivindica el respeto institucional, y lo hace desde unas instituciones que no practican ese mismo respeto, en una Navarra donde la cultura vasca se ningunea, cuando no se persigue con saña. Por seguir con el tema de las banderas, contamos con una Ley de Símbolos diseñada expresamente para impedir que la ikurriña ondee de manera oficial en toda Navarra, ni siquiera en aquellos pueblos donde la mayoría de su población así lo desea. ¿Dónde está el respeto por aquellas instituciones? Vaya usted, señor Vall, a hablar de respeto institucional a Leitza, a Etxauri y a tantos otros lugares.
Atarrabia-Villava es, que yo sepa, el único lugar de Navarra donde la presencia de la ikurriña fue sometida a referéndum, en 1977, y el pueblo eligió que ondeara de manera oficial. Hoy tal acuerdo no puede cumplirse, merced a una Ley de Símbolos creada únicamente para limitar el derecho de las instituciones locales a elegir las banderas que les representen en sus balcones oficiales. La restricción, la coacción legal y la imposición nada tienen que ver con el respeto, señor Vall. La ikurriña fue legalizada en el año 1977, y en consecuencia debemos aceptar que es, al menos, tan legal como los balones de Nivea y Heineken que pueden verse todos los años en el chupinazo de Pamplona sin que nadie les ponga trabas. Y representa desde hace décadas a la sensibilidad política y cultural de una parte considerable de Pamplona y de Navarra a la que le gustaría poderla exhibir allá donde quieran y sin recibir porrazos por ello.
Pero, no nos engañemos, el tema de la ikurriña no es sino la punta más visible de un enorme iceberg de intolerancia. La persecución torticera hacia la cultura vasca va mucho más allá. Así, por ejemplo, contamos con una Ley del Vascuence acartonada y vieja, que no respeta la voluntad de la sociedad actual. De manera restrictiva y excluyente se impide que las familias de la mayor parte de Navarra puedan escolarizar a sus hijas e hijos en el modelo lingüístico que deseen. Que se lo pregunten a las docenas de familias navarras a las que se ha privado de ese derecho, durante décadas, desde Tudela hasta Lumbier, Sangüesa o Mañeru. En Navarra, además, no contamos con una sola emisora de radio legal que emita íntegramente en euskara, merced a los manejos legales del Gobierno de UPN, diseñados de forma intencionada para dejar a Euskal Herria Irratia en el limbo de los justos. El mismo Gobierno de UPN que, sostenido aún a día de hoy por el PSN del señor Vall, impide la captación legal de ETB con triquiñuelas, patrañas y excusas que insultarían a la inteligencia más obtusa. Mientras las cosas sigan así, nadie podrá escandalizarse por el hecho de que haya quien quiera hacer presentes sus banderas por otros medios, aunque ello suponga trepar a un balcón con cañas de pescar y un cable, y disfrazado con gafas y barbas de coña.
Ustedes no solo piden respeto, señor Vall, exigen también silencio absoluto y acatamiento sumiso de los dictados de una mayoría que aplasta sistemáticamente a las minorías. Piden que escondamos nuestras ikurriñas, como en los tiempos del franquismo, porque ofenden a su vista y a su visión reduccionista de la sociedad. Y exigen que se retiren incluso en las docenas de pueblos navarros donde es querida por la inmensa mayoría de la población. Ustedes piden, en definitiva, que respetemos su falta de respeto, y que seamos tolerantes con su intolerancia.
Joseba Asiron, en Diario de Noticias
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