ADIÓS A LA CAJA

Que la Caja de Ahorros de Navarra desaparece tal y como la hemos conocido en otros tiempos resulta evidente por más que algunos quieran convencernos de que no pasa nada y lo argumenten con la subsistencia de una marca comercial, unos órganos de gestión y una residual obra social. La extinción de las cajas como entidades financieras públicas de ámbito local, sin ánimo de lucro, dedicadas a los pequeños ahorradores y a la financiación de las familias y de las pequeñas y medianas empresas así como al desarrollo regional se inició hace años. Con su expansión fuera de sus ámbitos tradicionales de actuación, tanto territoriales como financieros, con su supuesta despolitización y profesionalización de la gestión que la aleja del control por los ciudadanos y la sitúa en la simple misión de hacer dinero a mayor gloria y ganancia de su cuenta de resultados y de los bonus de sus directivos, con la competencia pura y dura con los bancos privados para hacerse con el mismo mercado. La puntilla se está dando en estos momentos con la política de fusiones y la amenaza de privatización parcial o total. En particular, Caja Navarra ya ha cedido la gestión a Banca Cívica, una entidad financiera situada fuera de la Comunidad Foral, y espera incorporar pronto capital privado y salir a la Bolsa, con lo cual definitivamente ya solo responderá al voraz apetito de la especulación financiera y a la dictadura de los mercados. Distinguir los restos mortales de la Caja de cualquier otro banco resulta ya casi imposible; apelar a la subsistencia de la obra social es un argumento pobre, los bancos hace años que montaron también sus particulares obras sociales en forma de fundaciones y patrocinios varios que, a la postre, sirven a la misma finalidad práctica de autobombo, publicidad y relaciones públicas.

Pero con el adiós a la Caja del título no me limito a constatar su liquidación. He sido cliente de Caja Navarra de toda la vida, desde que tengo memoria, ni siquiera recuerdo a qué tierna edad mis padres me abrieron una libreta que he mantenido siempre hasta hoy y en la que he cobrado todas mis nóminas. Con la Caja tuve y saldé mi hipoteca en aquella época ya lejana en que una hipoteca no esclavizaba para toda la vida; con la Caja tuve mi primera tarjeta de crédito y utilicé mi primer cajero automático. En la Caja principalmente he tenido depositados los escasos ahorros fruto de mi trabajo incluso en esa época de desenfreno económico en que todo el mundo invertía en la Bolsa o en el ladrillo. Pero se acabó. Si se confirma la privatización parcial mediante salida a Bolsa de Banca Cívica me voy con mis pocos dineros a otra parte.

Hice lo propio hace años con Telefónica. Dejé de ser cliente irrevocablemente después de su privatización porque me sentí estafado como ciudadano al ver cómo se entregaba impunemente otra empresa pública, que era de todos, a unos amiguetes de los que mandaban. Sí, ya sé que las otras empresas de telefonía con las que me veo abocado a contratar ni son mejores ni actúan de manera muy distinta. Pero si me van a asaltar unos piratas prefiero que por lo menos lo hagan en su propio barco adquirido más o menos honestamente conforme a las leyes de la piratería (o sea, robándolo a otros), no que encima les tenga que aparejar y regalar yo previamente el buque.

No tengo más remedio, como ciudadano navarro, que ser víctima del expolio democráticamente aprobado que significa la práctica desaparición de la Caja. Pero no quiero hacerme cómplice manteniendo mi cuenta, mi nómina, mis recibos y mis ahorros en el tinglado que le sucede. En esta democracia degradada cada vez nos dejan actuar menos como ciudadanos con poder de decisión, y más como simples consumidores a los que engatusar. Pero incluso como consumidores tenemos algunas posibilidades de decidir y de actuar. Aunque no nos creamos ese cuento de la lechera de la infinita capacidad de elección del consumidor entre empresas que compiten por ofrecerle mejores producto y servicios a menores precios en un mercado libre de monopolios y oligopolios, sí que podemos a veces optar por no hacer negocio con determinadas empresas, no ser clientes de quienes nos desagraden por su política comercial, laboral, ambiental, no consumir productos social o ecológicamente dañinos, no gastar nuestro dinero de forma que perjudique a alguien o algo, no participar ni indirectamente en más burbujas financieras, castigar con el boicot a determinados empresarios especialmente sin escrúpulos. Este sistema económico incluso nos ha convertido a todos en capitalistas, las entidades financieras se disputan ferozmente nuestro capital aunque sea tan modesto como la domiciliación de una nómina, una vivienda con su hipoteca, un seguro, un plan de pensiones, unos pocos ahorros. Frente a la tentación de guardar el dinero bajo el colchón, resulta que no podemos prescindir de tener alguna cuenta bancaria por eso de cobrar la nómina, pagar los recibos y tener una tarjeta, pero mejor que vendernos por una mantelería, una batería de cocina, un iPad o una TAE un poco mayor, podemos decidir dónde hará menos daño nuestro dinero. En lugar de depositarlo acríticamente en la banca convencional (de la que ya forman parte la mayoría de las cajas) podemos tomar otros caminos. A falta de una banca pública, quedan algunas pocas cajas que a duras penas mantienen su carácter, las hay que son cooperativas de crédito, y últimamente surge con fuerza la banca ética, entidades financieras ligadas a los movimientos de economía alternativa que no pretenden conseguir rentabilidad a toda costa sino potenciar la economía real a través de actividades con un impacto social y ambientalmente positivo. Tenemos opciones. Si para cambiar las cosas como ciudadanos no nos resignamos a votar cada cuatro años, como consumidores también podemos decidir todos los días.

Miguel Izu, en su blog