Nada descubro cuando afirmo que estamos delante de una genuina
estafa. En su versión más reciente, esa estafa se vincula estrechamente
con la palabra deuda. Aunque nuestros gobernantes parecen
empeñados en subrayar que arrastramos un grave problema de deuda
contraída por las diferentes administraciones públicas, la realidad es
muy diferente: hasta hace bien poco más de las cuatro quintas partes de
la deuda española correspondía a agentes privados, entre los cuales
despuntaban con claridad inmorales entidades financieras. Sólo una
pequeña fracción de la deuda privada había sido contraída, entre tanto,
por las unidades familiares.
En el meollo de la estafa mencionada despunta, claro, una
circunstancia más: asistimos a un inmoral proceso de estatalización de
la deuda privada que está en el origen de recortes y agresiones contra
derechos. En virtud de la decisión asumida por los dos grandes partidos
españoles, los desafueros cometidos por los responsables de bancos y
cajas de ahorro los tenemos que pagar todas. No está de más que, en este
terreno, recuerde lo que debiera ser evidente: mientras nuestros
gobernantes acuden presurosos a salvar la cara a las instituciones
financieras, no actúan de la misma manera con las familias. Ahí está,
para demostrarlo, ese dato espeluznante que nos habla de nada menos que
350.000 desahucios.
Conviene agregar, con todo, un par de observaciones más. Si la
primera subraya que nuestros gobernantes rechazan orgullosamente
cualquier fórmula que implique una auditoría seria de la deuda, la
segunda anota que en paralelo se niegan a aceptar lo que muchas
entendemos que es la clave de la cuestión: la inexorable necesidad de
distinguir entre deuda legítima --aquella que es razonable pagar-- y
deuda ilegítima --la que, al haber sido contraída en virtud de la
especulación y del negocio más rastrero, hay motivos poderosos para
rechazar--. Para cerrar el círculo, en fin, estamos obligados a
certificar un dato sangrante que ilustra de manera fehaciente la
condición de quienes nos gobiernan: no hay nadie en la cárcel, sea por
efecto de la desregulación general acometida en el último decenio --si
desaparecen las normas desaparecen también los delitos--, sea como
consecuencia de la nula independencia del poder judicial.
De todo lo anterior hay que extraer lo que a mi entender es una
conclusión obvia: sobran los motivos para rechazar el pago del grueso de
la deuda y para hacer otro tanto con las faraónicas ayudas que las
instancias que están en el origen de ésta --bancos y cajas de ahorro--
siguen recibiendo. Como sobran las razones para dar réplica rotunda a
las agresiones que el capital ha decidido sacar adelante al amparo de
una nueva ola de la lucha de clases que nos retrotrae a etapas que
muchos pensaban definitivamente arrinconadas por la historia.
Me importa subrayar, eso sí, y ahora cambio de tercio, que la
negativa a sacarle las castañas a bancos y cajas de ahorro debe
acompañarse de una actitud bien distinta en lo que respecta a otras
deudas que, olvidadas, éstas sí, conviene pagar. La primera de esas
deudas impagadas lo es con las mujeres. Víctimas de una atávica
marginación, tanto en el orden material como en el simbólico, padecen a
menudo una doble explotación: la que se verifica en el ámbito laboral
convencional y la que se hace valer en el hogar de la mano de una
economía de cuidados que recae de manera casi exclusiva sobre sus
hombros. Nunca está de más recordar que el 70% de los pobres y el 80% de
los analfabetos existentes en el planeta son mujeres.
La segunda de esas deudas que debemos asumir lo es con la mayoría de
los habitantes de los países del Sur. En este caso lo que se impone es
el recordatorio de las secuelas, dramáticas, de siglos de expolio de la
riqueza humana y material que atesoran esos países. No vaya a ser que en
el Norte opulento acabemos por reconstruir nuestros maravillosos
Estados del bienestar a costa de ratificar atávicas relaciones de
explotación y exclusión.
La tercera, y última, de las deudas que estamos obligados a
considerar es la que tenemos con los integrantes de las generaciones
venideras y, también, con las restantes especies que nos acompañan en el
planeta Tierra. A unos y otras llevamos camino de entregar un planeta
literalmente inhabitable, cautivados como estamos por los mitos del
crecimiento, el consumo, la productividad y la competitividad.
Mientras rechazamos la deuda que nuestros gobernantes nos han
endosado, hagamos por pagar estas tres onerosas deudas que cabo de
mencionar.
Carlos Taibo en Nuevo Desorden
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