Las elecciones catalanas van a modificar la realidad política española.
Supongamos, en primer lugar, que el próximo domingo la línea soberanista
fracasa porque ya ha agotado su capacidad de crecimiento electoral,
pese a la opinión imperante en los medios de comunicación. CiU retrocede
en vez de avanzar, se redistribuyen los votos y la suma de escaños
prorreferéndum resulta igual o inferior a la actual. Mucho ruido para
nada. Una legislatura endiablada por delante e indiscutible victoria del
sector español que desde hace tiempo considera que el catalanismo es un
tigre de papel, una superestructura muy activa, con una notable
hegemonia político-cultural, que puede ser derrotada con un trifásico:
amedrentamiento (para atemorizar a los moderados), escarnio (para
excitar, aún más, a los radicales) y alguna oferta de conciliación
(porque lo inteligente siempre es acabar dando una salida).
Las
encuestas y la atmósfera dominante apuntan a un crecimiento soberanista,
pero hay que esperar al 25 de noviembre. Estas no son unas elecciones
ordinarias. Si el fracaso se produjese, efectivamente algo importante
cambiaría en España: el hundimiento de la mitología catalanista
legitimaría plenamente los planes de recentralización y laminado. El
ridículo catalán ante Europa sería fenomenal. Derrota histórica. Puede
pasar.
Si el campo soberanista crece -con o sin mayoría absoluta
de CiU-, también habrá cambio de esquemas. Europa atenta y una incierta
fase de tensión y negociación. Trifásico de día y cenas pacificadoras
de noche. La mayoría absoluta sería una señal contundente ante la
opinión española. Daría tranquilidad a CiU, posiblemente reforzaría la
línea pactista y acentuaría la distancia con los sectores sociales
-amplios y activos- que no se sienten representados por Artur Mas.
Habría más sosiego y fuerza en el vértice, y más voltaje en la base, con
el grave trasfondo de la crisis.
Una victoria rotunda sin
mayoría absoluta (el escenario de la encuesta de hoy) invertiría los
términos: menos certidumbre en el vértice, menos fuerza negociadora
concentrada en un sólo estado mayor, y más diálogo de la fuerza ganadora
con los demás partidos (incluido el PP catalán) y con la sociedad. Un
mayor diálogo con la sociedad. Esa podría acabar siendo la principal
novedad de estos tres meses electrizantes. CiU, una fuerza
regimentalista de 1977, habría roto -parcialmente- los precintos del
régimen constitucional, para evitar la laminación de la autonomía y
recuperar capacidad de liderazgo en un gravísimo momento para la
Generalitat.
El retorno de Joseph Fouché -la fracción del aparato
del Estado que filtra "borradores" policiales con la intención de
trastocar el voto- tiene esta vez efectos inciertos. La gente de CiU se
siente indignada, pero ya no estamos en tiempos de Banca Catalana. La
descarnada irrupción del aparato estatal en la campaña puede acabar
reforzando a CiU, pero de otra manera. Hoy las adhesiones ya no son
inquebrantables. Las batallas de reputación se deciden en los detalles, y
en la irrupción de Fouché (fundador de la policía política en 1799)
esta vez hay una zafiedad excesiva. Un "borrador". Estilo ruso. En
España ya no hay campaña electoral sin algún tipo de intervención
política -oficial u oficiosa- de la policía (ya pasó en Galicia). Artur
Mas depende esta última semana de su estilo y de su capacidad de empatía
con los sectores más dinámicos de la sociedad.
Puesto que la
energía de los "borradores" policiales no si crea ni se destruye, si
Fouché acaba dando votos a CiU, el damnificado será el PSC. ¿Lo sabe
Carme Chacón? Probablemente, sí. Si el PSC se hunde, alguien intentará
que la derrota caiga sobre Alfredo Pérez Rubalcaba. Pero de eso ya
hablaremos dentro de una semana.
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