Encarna Moreno, de Dicastillo ha muerto a los 101 años en la clínica San Juan de Dios. El apodo de Lechuguina
lo heredó de su padre, pastor e hijo de pastor, de Arellano, que le
enseñó el oficio desde los 7 años. Poco fue a la escuela. "Los pastores
se hacen esclavos para ser libres". Con sus cabras era la reina de
Montejurra. Encarna ha sido una mujer guapa de intensos ojos azules y
firmeza en la mirada.
La noche que cumplió los 100 años le hizo un quite al miedo y
rasgó la mordaza de silencio que marcó toda una vida nada fácil. Empezó a
contar, como si fueran fogonazos de memoria viva, el asesinato de su
marido, Fortunato Álvarez Macua en 1936. "Que se presente", dijeron los
fascistas. Ella fue a avisarle, estaba segando en el campo. "Me van a
matar", le dijo él a su padre. Los campos quedaron sin segar, las
espigas tumbadas y no había brazos, estaban en la cárcel. Los sacaron a
barrer las calles, a burlarse de ellos antes de matarlos. Después se los
llevaron en un coche y de noche, con las manos amarradas, un tiro de
gracia en el portillo de Enériz y abandonados en una fosa común. Encarna
no pudo empezar a respirar hasta que salió del pueblo, dejando allí a
su hija de un año al cuidado de su suegra. Sufrimiento hondo y pena
negra.
Navarra quedó sembrada de fosas comunes, no vale contar
números, porque no son números las más de 3.500 personas asesinadas con
nombre y apellidos, que dejaron viudas, viudos e hijos, madres y padres,
hermanos y hermanas. Casados o solteros (les arrebataron hasta la
posibilidad de formar su propia familia), de tal pueblo, fecha de
nacimiento, oficio, ideas republicanas, de izquierdas, nacionalistas,
que lucharon por recuperar el comunal, implantar la jornada de 8 horas,
el estatuto vasco... porque se cumpliera la legalidad republicana.
Reparar su memoria y la de sus familias y denunciar aquella
matanza es obligación de cualquiera que tenga responsabilidad de
gobierno municipal. Es mezquino seguir callando crímenes de lesa
humanidad porque las fuerzas políticas pactaran aquel consenso y la
consecuente imposibilidad de hacer justicia. El genocidio no prescribe.
Encarna Moreno dijo a su nieta hace poco tiempo: "Cuando me
muera decid que fui roja". Encarna fue roja y republicana y conservaba
la lucidez de aquella generación que no fue educada en el Franquismo, a
la que masacraron y represaliaron para que nos dejaran como herencia el
miedo y el silencio. Solo se permitió la memoria de los vencedores.
Pero esta mujer de 101 años, que sintió mucho no poder ir al
homenaje a las víctimas del Franquismo en Dicastillo, cuando recibió, ya
ingresada en la clínica, la bandera republicana, se echó a llorar y se
secó las lágrimas con ella, bandera que significó la libertad desde los
tiempos de Galán y García Hernández, libertad con mayúsculas, hecha con
los brazos que la mantenían, con la vida de todos aquellos jornaleros
mártires, navarros dignos, gentes de bien. Y Encarna levantó el puño
ante la bandera, como entonces.
Urales San Pedro, a quien le dejaron sin padre cuando no había
cumplido el año, me mandó este escrito en agradecimiento por el
homenaje: "Se les va a juntar a nuestros nietos la Memoria Histórica de
nuestros abuelos con nuestra propia Memoria Histórica. Nos están matando
sin mancharse las manos de sangre y nosotros nos estamos enterrando sin
cavar nuestras propias fosas comunes".
¡Qué solos se han sentido los familiares! Encarna se ha ido de
este mundo satisfecha porque ha denunciado ("el pueblo tiene que
hablar, no yo", me dijo), y porque se ha hecho algo de justicia: la
reparación pública tocaba hacerla al pueblo. Y la hemos hecho. Hasta
siempre Encarna, descansa en paz. Nos dejas una valiosa herencia.
(A la memoria de todas las viudas víctimas del genocidio franquista que comenzó en 1936).
MªJosé Sagasti, alcaldesa de Dicastillo
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