No hay manera. Los obispos españoles se permiten enmendar la plana al
Tribunal Constitucional que ha respaldado la ley del matrimonio
homosexual. Por supuesto, solo se trata de “respetar al pie de la letra
la Constitución en su definición de matrimonio como la unión de un
hombre y una mujer” frente a la deriva demagógica de esta sociedad
moralmente desorientada; que en esto no hay homofobia ninguna ni ataques
a los derechos de las personas homosexuales, que bastante tienen las
pobrecitas.
¿De verdad? ¿No hay nada más detrás de
ese respeto escrupuloso por la filología? ¿Si lo llamarámos de otra
forma se quedarían satisfechos y darían su bendición a que las parejas
homosexuales puedan adoptar hijos? Ateniéndonos a lo que han hecho y
escrito en los últimos años, aquí y en otros países, cuesta bastante
creerlo. Hagamos un somero repaso.
En los años 90, nuestros queridos obispos españoles se opusieron a
que gays y lesbianas pudieran registrarse como parejas de hecho,
siguiendo una instrucción vaticana de 1992 que condenaba la
homosexualidad como “un comportamiento para el que nadie puede
reivindicar ningún derecho” y cualquier “legislación civil” tendente a
protegerla. Esta condena fue reiterada en 2003 por la Santa Sede.
La citada instrucción, que sigue en vigor, pretende prohibir a las
personas homosexuales trabajar como profesores, entrenadores deportivos o
militares. En Francia, donde los prelados católicos han irrumpido “a
gritos” en el debate sobre la legalización del matrimonio homosexual,
haciendo añicos su moderación tradicional (el cardenal de Lyon, monseñor
Barbarin, ha llegado a decir que la ley abrirá paso al incesto y al
bestialismo), el catecismo de los obispos de 1991 declaraba “enferma a
la sociedad que pretenda reconocer la homosexualidad como algo normal”.
En 2005, en total contradicción con el precepto pastoral que
distingue entre las personas y los actos, el Vaticano negó el acceso al
sacerdocio a los homosexuales, aunque fueran castos y vírgenes. Tres
años después, el mismo Vaticano fue el único estado occidental que no
firmó la declaración de la ONU reclamando “que los derechos humanos se
apliquen de la misma forma a todos los seres humanos, independientemente
de la orientación sexual o la identidad de género”.
En 2011, los obispos norteamericanos protestaron por la supresión de
la norma que obligaba a los militares a esconder su orientación
homosexual bajo pena de expulsión. En Camerún, donde la homosexualidad
se considera aún un delito y las personas homosexuales son perseguidas
con saña, los obispos continúan oponiéndose, con el tácito apoyo de la
Santa Sede, a su despenalización.
Podríamos continuar, pero está claro que no es necesario. A la vista
de lo anterior, ya podemos llegar a una conclusión: en el mundo ideal
con el que sueñan el papa, la curia y los obispos, las personas
homosexuales, abocadas a una abstinencia sexual total, no podrían
mostrarse públicamente nunca como tales y deberían vivir en una absoluta
soledad y la mentira más completa. Y, si se pasan un pelo, a la cárcel.
La mayoría de los católicos de a pie interpretamos el Evangelio de
otra manera. Pero eso a ellos les da igual. Ni siquiera todos sus fieles
les escuchan, pero seguirán intentando imponer su moral sexual a toda
la sociedad, por encima de leyes y derechos civiles. ¿Es ésta su forma
de neo-evangelizar? ¿Cuándo dejarán de avergonzarnos?
Alandar
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