Del 68 salió el lema “prohibido prohibir”. En efecto. Una divisa que creyó haber descubierto las claves de la libertad moderna. Pero aquellas llamadas suyas estaban relacionadas con el consumo y con la libertad estrictamente individual. “Déjenme tranquilo si quiero quitarme la vida con heroína, con el alcohol o con el tabaco, si ese es mi deseo. No me persigan ni me agobien los poderes públicos”. Pero la divisa no fue, ni podía ir, más allá. Y no incluía el principio de que yo, fumador, tengo derecho a fumar y también el de contaminar a los demás con el humo de mi cigarro. Esa es la diferencia.
Y es que aquello fue una revolución inteligente aunque no llegase muy lejos. Basta con mirar a nuestro alrededor y contemplar el modelo de sociedad que nos rodea. Pero los conservadores aprovechan todo del cerdo de la libertad para ensanchar la suya y negársela a los demás.
Veamos. La prohibición y la tolerancia, convenientemente combinadas, son los dos pilares de la libertad individual y de la convivencia social. Ambas se complementan y cierran el círculo de la vida privada envuelta en la vida pública. Y no hablo, naturalmente, de las libertades públicas (derecho al voto, libertad de expresión, libertad de circulación, etc), sino de la libertad personal desenvolviéndose en el ágora, en el espacio público.
Si nuestra tranquilidad descansa sobre la tolerancia a lo que el otro haga con su cuerpo y frente a lo que el otro diga, las prohibiciones públicas garantizan la tolerancia. “Haz en silencio cuanto gustes en tu casa, pero hazte sentir lo menos posible en los lugares públicos. Expándete en privado pero comprímete en público”. Esta es la fórmula para vivir en paz, a solas y con los demás.
En el tolerar al máximo la privacidad y en prohibir al máximo los comportamientos públicos empieza el máximo de libertad de la sociedad contemporánea. Las aspiraciones colectivas (debido al gobierno de los más fuertes, los acomodados, los patricios) han renunciado al igualitarismo, pero al menos se contentan con el equilibrio anímico y psicológico entre la vida pública y la vida privada. Sobre ese equilibrio se levanta la felicidad posible en estos tiempos de superconsciencia.
En la sociedad libre la libertad y sus límites están modulados por la propia sociedad a través de los parlamentos y las demás instituciones. La sociedad, pero también el individuo, son más libres cuantas más limitaciones y prohibiciones se hagan ambos a sí mismos. El ideal de ciudadano es ser muy exigente consigo mismo en la medida que se es tolerante con los demás. Pero por si eso no es así (y sólo los es entre los individuos arcangélicos o “supereducados”), la democracia modelo todo lo regula y todo lo cumple. Uno de los países más avanzados de Europa, Holanda, es donde hay más restricciones a la libertad privada cuando ésta se enfronta con la libertad pública. Y eso lo ha asumido hace mucho tiempo esa sociedad. En España no.
Es más, prohibiendo empieza la civilización. Cuanta más democracia más libertad en privado y menos libertad en público. Cuanta más democracia más regulación y más prohibiciones en la calle.
¿Acaso el decálogo mosaico no es el punto de arranque de una civilización? ¿Acaso no terminó la esclavitud y el tráfico de esclavos, porque fueron legalmente prohibidos? La pederastia y la violación, el robo y la estafa… son conductas intolerables en las sociedades civilizadas por considerarse todas ellas aberrantes, y por eso fueron un día prohibidas y castigadas.
Precisamente la ley penal fue el primero paso que condujo a la civilización. Las sociedades primitivas no regulan o regulan poco. Y las aun más primitivas, si regulan, incumplen mucho. La barbaridad es consecuencia del dominio de la brutalidad, y la brutalidad y la barbaridad son hijas del consentimiento, no de la tolerancia. Pero es que mientras que en la tolerancia hay bondad, en el consentimiento hay arrogancia y malicia.
Civilización y cultura es prohibir… o prohibirse uno a sí mismo. En definitiva regular y regularse. El fascismo no admite réplica, ni “tolera” una inteligencia como no sea la del fascista superior. Los fascistas son lameculos de los de arriba y déspotas con los de abajo. Lo resumió aquel canalla llamado Millán Astray, que se explayó a gusto: "cuando oigo la palabra cultura, cojo mi pistola". Y como cultura es justo prohibirse, limitarse, regularse y controlarse, los herederos de aquel criminal por ahora no cogen sus pistolas, pero intentan enderezar las cosas a su gusto por la vía bastarda judicial de sus tribunales aliados.
Empieza a ser esto último la costumbre... La costumbre, o la tradición en el poco tiempo de democracia que lleva este país. Cuando Catalunya se impone por la fuerza de la razón, ellos contestan con la razón de la fuerza. No temen ni envidian a Canarias cuando en 1991 suprimieó los toros esa comunidad a iniciativa precisamente del PP. Canarias no subleva al PP, y por eso las asociaciaciones ligadas a esa facción no hacen llamamientos para dejar de comprar sus platános. Pero Catalunya es mucha Catalunya. A Catalunya la odian. Y la odian, porque la envidian. Y es la envidia la madre de todos los rencores y de todos los conflictos. En ello estamos…
Jaime Richart (Kaos en la Red)
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