miércoles, 4 de agosto de 2010

PROHIBICIÓN Y TOLERANCIA

Pues última­mente y al hilo de la prohibi­ción de los toros adoptada por el Govern de Catalunya, muchos del partido de los mafiosos y los opinantes mediáti­cos han desen­cadenado una necia campaña contra esta prohibición viendo en ella una respuesta antiespañola y han invo­cado el mayo del 68. Lo invocan para lo que le convienen. Como hacen siempre y en todo, estos superespañoles….

Del 68 salió el lema “prohi­bido prohibir”. En efecto. Una divisa que creyó haber descu­bierto las claves de la libertad moderna. Pero aquellas llamadas suyas estaban relacionadas con el consumo y con la li­bertad es­trictamente individual. “Déjenme tranquilo si quiero quitarme la vida con heroína, con el alcohol o con el ta­baco, si ese es mi deseo. No me persigan ni me agobien los pode­res públicos”. Pero la divisa no fue, ni podía ir, más allá. Y no incluía el principio de que yo, fuma­dor, tengo dere­cho a fumar y también el de conta­minar a los demás con el humo de mi ci­garro. Esa es la dife­rencia.

Y es que aquello fue una revolución inteligente aunque no lle­gase muy lejos. Basta con mirar a nues­tro alrededor y contemplar el mo­delo de sociedad que nos ro­dea. Pero los conservadores aprove­chan todo del cerdo de la libertad para ensanchar la suya y negár­sela a los demás.

Veamos. La prohibición y la tolerancia, convenientemente combina­das, son los dos pilares de la libertad individual y de la convivencia social. Am­bas se complementan y cie­rran el cír­culo de la vida privada envuelta en la vida pública. Y no hablo, natu­ralmente, de las liberta­des públicas (derecho al voto, libertad de ex­presión, libertad de circula­ción, etc), sino de la libertad personal desenvolviéndose en el ágora, en el espacio público.

Si nuestra tranquilidad descansa sobre la tolerancia a lo que el otro haga con su cuerpo y frente a lo que el otro diga, las prohibiciones públicas ga­rantizan la tolerancia. “Haz en silencio cuanto gustes en tu casa, pero hazte sentir lo menos posible en los lugares públi­cos. Expándete en pri­vado pero comprímete en pú­blico”. Esta es la fór­mula para vivir en paz, a solas y con los demás.

En el tolerar al máximo la privacidad y en prohibi­r al máximo los comportamientos públicos empieza el máximo de libertad de la so­ciedad contem­poránea. Las aspira­ciones colectivas (debido al go­bierno de los más fuertes, los acomoda­dos, los patricios) han renun­ciado al igualitarismo, pero al menos se contentan con el equili­brio anímico y psicológico entre la vida pública y la vida privada. Sobre ese equilibrio se levanta la felicidad posible en estos tiem­pos de su­perconsciencia.

En la sociedad libre la libertad y sus límites es­tán modulados por la propia sociedad a tra­vés de los parlamentos y las demás institucio­nes. La sociedad, pero también el individuo, son más libres cuantas más limita­ciones y prohibiciones se hagan ambos a sí mismos. El ideal de ciudadano es ser muy exigente consigo mismo en la medida que se es tole­rante con los demás. Pero por si eso no es así (y sólo los es entre los individuos arcangélicos o “supereducados”), la de­mocracia modelo todo lo regula y todo lo cumple. Uno de los paí­ses más avanzados de Europa, Holanda, es donde hay más restriccio­nes a la libertad privada cuando ésta se en­fronta con la libertad pú­blica. Y eso lo ha asumido hace mucho tiempo esa sociedad. En España no.

Es más, prohibiendo empieza la civilización. Cuanta más demo­cra­cia más libertad en privado y menos libertad en público. Cuanta más democracia más regulación y más prohibiciones en la calle.

¿Acaso el decálogo mosaico no es el punto de arranque de una civili­zación? ¿Acaso no terminó la esclavitud y el tráfico de esclavos, porque fueron legalmente prohibidos? La pederas­tia y la violación, el robo y la estafa… son conductas intolera­bles en las sociedades civiliza­das por conside­rarse todas ellas aberrantes, y por eso fueron un día prohi­bidas y castigadas.

Precisamente la ley penal fue el primero paso que condujo a la ci­vili­zación. Las sociedades pri­miti­vas no regulan o regulan poco. Y las aun más primitivas, si regula­n, incumplen mucho. La barbaridad es consecuencia del do­minio de la brutalidad, y la brutalidad y la barbari­dad son hijas del consentimiento, no de la tolerancia. Pero es que mientras que en la tolerancia hay bondad, en el con­sentimiento hay arrogancia y malicia.

Civilización y cultura es prohibir… o prohibirse uno a sí mismo. En defi­nitiva regular y regularse. El fascismo no admite réplica, ni “to­lera” una inteli­gencia como no sea la del fascista supe­rior. Los fas­cistas son lameculos de los de arriba y déspotas con los de abajo. Lo resumió aquel canalla llamado Mi­llán Astray, que se ex­playó a gusto: "cuando oigo la palabra cultura, cojo mi pistola". Y como cul­tura es justo prohibirse, limitarse, regu­larse y controlarse, los here­deros de aquel criminal por ahora no co­gen sus pistolas, pero in­tentan enderezar las cosas a su gusto por la vía bastarda ju­dicial de sus tribunales aliados.

Empieza a ser esto último la costumbre... La costumbre, o la tradi­ción en el poco tiempo de de­mocracia que lleva este país. Cuando Ca­talunya se impone por la fuerza de la razón, ellos con­testan con la razón de la fuerza. No temen ni envidian a Canarias cuando en 1991 supri­mieó los toros esa comunidad a iniciativa precisamente del PP. Cana­rias no subleva al PP, y por eso las asociaciacio­nes liga­das a esa fac­ción no hacen llamamientos para de­jar de comprar sus platános. Pero Catalunya es mucha Cata­lunya. A Catalunya la odian. Y la odian, porque la envidian. Y es la envi­dia la madre de to­dos los renco­res y de todos los conflictos. En ello estamos…

Jaime Richart (Kaos en la Red)

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