Después de muchos años nos hemos vuelto a encontrar en un paso de peatones. Mientras esperábamos que el verde nos diera paso a los viandantes, nos hemos mirado, reconocido y, como siempre, no nos hemos saludado.
La primera vez que lo reconocí —posiblemente ya habría estado en otras anteriores actuaciones— fue en un recital mío en la calle Granada del barrio de Torrero. Su aspecto nada tenía que ver con el de un agente policial. Más bien parecía un «currela» del barrio y desde el primer momento en que lo vi sentado en una semipenumbra del local, en un lugar donde vigilaba sin ser vigilado, su atento gesto a las letras que llevaba en las manos, me emocionó. Pensé que mi máximo «fan» estaba allí siguiendo textos con un riguroso y exquisito regusto intelectual. A cada explicación mía sobre la nueva canción que iba a interpretar, él se desvivía buscándola entre el fajo de papeles que llevaba en sus manos. Y yo, respetuosamente, esperaba a que detuviese su búsqueda para empezar a cantar lo que había indicado.
Y así nos fuimos encontrando en San José, en las Fuentes, en las Delicias, en el Pignatelli y hasta en los bajos del Mercado cuando ya la dictadura, agrietada por la agonía de su Jefe, nos permitía cantar en homenaje al Chile destruido y en recuerdo de Salvador Allende.
Nuestra cotidianidad llegó hasta tal punto que al final de algunos conciertos salía corriendo para intentar saludarlo. Nunca lo conseguí.
Un día las cosas se revolvieron más de lo normal y ese día —¡oh, desilusión!— descubrí que no era mi «fan», sino el «ángel de la guardia» del poder establecido. Realmente me desfondé al pensar que mi único seguidor no era tal.
Esta mañana, cuando nos hemos vuelto a encontrar, he estado a punto de preguntarle si realmente se lo pasaba bien. Supongo que no; yo tampoco.
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