Desde que volví de Cuba, me gusta pensar que soy hija de Changó y de Ochún. Me gusta ver cómo mis amigos derraman sobre el suelo el primer trago de ron (hay que dar de beber a los santos), me gustan los vasos de agua que tienen en casa para honrar a sus muertos, y las pulseras y collares con los que se sienten protegidos. Y no es que la rumba y el ron me hayan nublado el sentido (que también). Es parte de la evolución que estoy teniendo respecto a la religión, la espiritualidad y el misticismo desde que de adolescente me declaraba cien por cien atea.
El año pasado disfruté de una estancia maravillosa en una casa de reposo en la que estaban impartiendo un taller de kundalini yoga (yo participé de forma muy satélite). Se trata de una disciplina de yoga que da más importancia a la parte espiritual y energética (sea lo que sea eso) que a hacer posturas imposibles. Por las noches cantábamos mantras: se supone que cada canción genera una vibración en nuestro cuerpo que propicia sentir una emoción positiva (puede ser paz, serenidad, alegría, etc.). Os podéis creer lo de la vibración (yo lo sentí así) o podéis pensar que simplemente cantar en grupo mola y sienta bien, tanto me da.
A lo que voy es que las diferentes religiones del mundo tienen muchas cosas en común: rituales para celebrar la vida y la muerte, rezos y cantos, los rosarios, la costumbre de dar gracias por los alimentos… Creo que las personas necesitamos tener ritos. Me parece un error prescindir de ellos. Las religiones han hecho mucho daño, han promovido una moral rancia y masoquista, han servido para defender los intereses de los poderosos y oprimir a los que pensaban diferente… Estar luchando contra la hegemonía de la iglesia católica me parece un logro importantísimo de las últimas décadas. Pero creo que hay que sustituir todos esos ritos que hemos mamado. Me parece un error que borremos todo lo que nos ha llegado a través de la religión sin crear nada nuevo, que dejemos de celebrar los nacimientos y el amor y de llorar en grupo la muerte, que dejemos de dar gracias por los alimentos, que dejemos de dedicar ratos a la oración y la meditación.
Existe una corriente de autodenominados escépticos que luchan contra la pseudociencia. Meten en ese saco de todo: la astrología, la homeopatía y otras terapias alternativas (flores de bach, reiki…), las personas que creen en los ovnis, las que se oponen a las vacunas, las que creen que las ondas electromagnéticas producen cáncer… Me parece muy bien que existan personas que hagan divulgación científica que sirva para que el resto podamos contar con más datos para creer o no en estas cosas. Me parece bien que alerten de que estas pseudociencias pueden resultar peligrosas y hacer que la gente invierta mucho dinero y esperanzas en ellas. Sin embargo, me molesta cierta actitud prepotente que percibo en algunos de estos escépticos. Me molesta por ejemplo que tachen la religión de ser un mero compendio de absurdas supersticiones. Como si la gente necesitase creer en patrañas para que su vida tenga sentido. Pues igual es así. ¿Y qué? Cada uno se agarra a lo que considera oportuno agarrarse. Otros se agarran al estrés laboral o al sexo compulsivo.
No comulgo con el escepticismo como actitud vital. Claro que estoy a favor de que la sociedad desarrolle capacidad crítica. Capacidad crítica para todo y para todos, también para poner en tela de juicio las investigaciones científicas de prestigiosas universidades que sirven para legitimar el sexismo y la homofobia. En todo caso, a mí me gusta creer. Sobre todo, creer en las personas. Cuando una persona inteligente y sensible en cuyo criterio me fío me habla de las bondades de las terapias bioenergéticas, tiendo a creerla. A ella le hace bien. Me da igual si existe una explicación científica para explicar su sensación de bienestar, o esa sensación es inducida por sugestión. El caso es que le hace bien y le apetece compartirlo conmigo.
Yo soy partidaria de la medicina alternativa para un montón de situaciones en las que veo prescindible tomar medicamentos, que serán muy efectivos pero también provocan efectos secundarios, círculos viciosos (la pastilla para el dolor de cabeza daña al estómago, y la que tomamos para el estómago nos da dolor de cabeza), dependencia… Creo que la medicina occidental no entiende el cuerpo como un todo. Siempre cuento la misma historia: cuando era adolescente, me dolía la espalda, la cadera y la rodilla. El traumatólogo me recetó antiinflamatorios para la cadera (tenía trocanteritis) que me sentaron fatal, me mandó unos ejercicios para la rodilla y me hizo radiografías para concluir que presentaba una leve escoliosis (desviación de la columna vertebral). El naturista me explicó que esas tres dolencias estaban relacionadas, que tenía que fortalecer las rodillas para enderezar la columna y que la cadera no se resintiera. Mediante una técnica de manipulación cuyo nombre no recuerdo, me solucionó la trocanteritis.
Mis padres se sumaron en su día con entusiasmo a la corriente new age, y con ellos aprendí a cuidar mi alimentación, a ser consciente de la respiración, a sustituir la saldeva por el poleo menta y la manta eléctrica, a combatir el insomnio con ejercicios de relajación, a utilizar la música para modificar mi estado de ánimo. Claro que me hablan de cosas en las que no creo, cuestiono la filosofía new age porque me parece individualista y elitista, me parece un peligro público que cualquiera con un par de talleres se ponga a impartir cursos de constelaciones familiares… Es eso lo que yo entiendo por capacidad crítica, y no meter todo lo que nos suena a hippie o todo lo que no entendemos en el mismo saco y ridiculizarlo.
Existen jerarquías eclesiásticas que hacen mucho daño, pero eso no puede llevar a despreciar a quienes creen en valores religiosos y los intentan aplicar en su día a día. Existen curanderos estafadores, pero eso no nos puede llevar a negar el poder curativo de las plantas e incluso de algunas personas. Existen profesores frikis o que no tienen ni puta idea de lo que están enseñando, pero eso no puede llevarnos a arremeter contra todos los cursos de crecimiento personal.
Y sobre todo creo que hay que respetar a las personas y no ser condescendiente con ellas. Una mayoría de personas sentimos la necesidad de creer en algo más que lo que podemos entender. Nos da paz pensar que cuando nos morimos pasa algo más que la descomposición de nuestro cuerpo. Nos gusta pensar que hay un montón de fenómenos que carecen de una explicación racional. Respeto que haya personas a las que les baste con las respuestas de la ciencia. Conozco a personas muy religiosas que creen que alguien ateo no puede estar en paz. No comparto ese punto de vista; me parece tan arrogante como el del ateo que piensa que la religión es opio para el pueblo y punto.
Yo por mi parte estoy en un punto en el que no necesito tantas respuestas. Soy más pragmática: si algo me gusta, me divierte o me hace bien, recurro a ello. En este momento de flipe cubano, las tradiciones yoruba me parecen interesantes, atractivas. Pues ya está. Me da igual si realmente nuestro destino está escrito y tenemos que llevar flores a una santa para que no se tuerza. Creo que lo mismo ocurre con quien considera beneficioso profesar el catolicismo, y le da igual si Jesús convirtió el agua en vino. Y, sobre todo, como decía, me siento muy esponja. Me apetece escuchar a las personas intentando desterrar los prejuicios, intentar entender sus creencias, a qué se deben y qué les reporta. Ya crean en Jesucristo, en Mahoma, en el ying y el yang, el Ser y el ego, en los orishas, o en el método empírico.
June Fernández, en Mari Kazetari
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