Referiré alguna anécdota de mis tiempos de enseñante, creo que tienen su enjundia, y que pueden servir de punto de partida para mis reflexiones. Hubo una queja a la dirección por parte de dos o tres padres, representaría el 15% del alumnado, no más. Se me acusaba de impartir una visión de la "historia" torticera y malintencionada" (sic).
Mis palabras, más o menos, se habían referido a la afrenta que supuso para el pueblo navarro que España (Castilla), por orden de Cisneros, hubiera arrasado las torres y fortalezas -unas cien- de nuestro reino. Como el ejecutor, el Coronel Villalba, se regodeaba en el relato que hacía al maquiavélico Cardenal. En Navarra "no ay ombre que alçe la cabeza".
El resto de los padres, o pasaron del tema, o la queja no tenía importancia, o era una sandez, sin más. Evidentemente -buen momento para mojarse-, obviaron el contencioso.
En otro episodio, la movida, esta vez promovida por unas madres bastante soliviantadas y de apellidos bien navarros, se despachaba acusándome de "meter en mis programas el vasco".
La acusación a pesar de lo peregrina y estrambótica, armó, como vulgarmente se dice, un reverendo pifostio. Algo que haría sonrojar a cualquier sujeto con dos dedos de frente y de cultura.
Pues nada, que con motivo del tema sobre las viejas instituciones navarras, había visitado con los jovenzanos el monumento a los fueros, y algunos habían copiado la leyenda del "gu gaurko euskaldunok…" Y eso -o tempora, o mores!- era todo. Inspección y dirección me aconsejaron soslayar ciertos temas resbaladizos.
Sólo cinco siglos de avasallamiento y de minoración, pueden explicar la ignorancia e insensatez de tantos vascos.
Porque que España haya demolido o menospreciado o descuidado nuestro patrimonio es humillante. Aun es más preocupante que seamos los propios navarros los que unas veces por impotencia, otras por seguidismo, otras por ignorancia y dejadez e incluso por animadversión contra nuestra propia cultura, claudiquemos. Nunca sabremos exactamente las consecuencias de nuestra baja estima y nuestro autoodio.
El patrimonio cultural, paisajístico, arquitectónico, no solo referido a sus construcciones religiosas o civiles sino incluso a las industriales, de un pueblo, es un referente inevitable para describir su personalidad e identidad. Un pueblo sin este patrimonio, inevitablemente queda diluido en otro dominante. Pierde su univocidad.
Esto es algo absolutamente meridiano para los españoles. Ello les impulsará en sus inicuos siglos de conquista, a ignorar, negar, combatir y destruir nuestro patrimonio cultural. Es el abc del colonialismo que, a golpes de cruz y espada, acaudilló una España con una teocracia tan fanática.
Era su compulsiva metodología. Las piedras de Tenochtitlan o Cuzco todavía están gritando contra aquel expolio y devastación. Los españoles siempre lo tuvieron bien claro, tan importante como sacrificar a los patriotas de un pueblo era arrasar su patrimonio cultural, la sangre de ese pueblo, hasta humillarle y hacerle renegar de sus raíces.
Aniquilar todo vestigio de cultura autóctona para que olvidemos lo que fuimos y abandonemos, como decía el presi D. Miguel, "sueños románticos y aventuras soberanistas".
Un castillo, una pequeña fortaleza de cabo de armería, una casa palaciega, unas termas prerromanas, etc., son preguntas y respuestas permanentes para el ciudadano. Preguntas y respuestas siempre molestas para la estabilidad del advenedizo, que después de arrasar instituciones, patrimonio cultural y económico, usurpa el gobierno de un pueblo.
Un aspecto al que con frecuencia no se le da la importancia que merece es el patrimonio fabril. Es un capítulo de nuestra cultura que repetida y magistralmente ha destacado Iñaki Uriarte. No se entiende por qué rescatar una ermita o una casa torre, por ejemplo, ha de ser más importante que una fábrica o factoría emblemática.
Una pena lo del aserradero del Irati -es uno de tantos ejemplos-. Su chimenea sigue enhiesta en el paisaje agoizko, es lo único que emerge de aquella ruina y abandono. No es gratuita su altivez; es el vestigio de un complejo fabril modélico. Modélicos fueron el aprovechamiento, la explotación y la diversificación de los recursos. Modélica fue su incidencia económica en una zona con unos recursos agropecuarios limitados.
Muchas construcciones como este aserradero bien merecerían, por su poder referencial, el trato y la dignidad de un monumento. Pero, claro, están en juego la idea de patria y la calidad de los intereses de nuestros políticos, para quienes hoy por hoy la patria está donde canta la plata…
En resumidas cuentas, llevamos lustros asistiendo dolorosamente al desmoronamiento de la identidad de nuestro pueblo.
Por eso, cuando nos enteramos del intento de nuestros munícipes de solicitar la denominación de Iruña como ciudad de la cultura, muchos pensamos si tal decisión era fruto de la inconsciencia, pura osadía o ambas.
Es una ciudad que maltrata cuando no destruye su patrimonio -lo de la plaza del Castillo es un hito entre muchos-, sus entornos paisajísticos en manos del capricho de sus cementeras. Es una ciudad que humilla su lengua propia, que ignora sus avatares históricos, corta la iniciativa ciudadana y posee una oferta cultural tan escasa como monolítica. Hoy nos han convertido la vieja Iruña en una ciudad anodina.
¿Qué nos queda de propio y original? ¿Nuestro folklore? ¿Un barrio antiguo triste y desangelado? ¿Distinguidos entes culturales? No más, por poner un ejemplo, que en Soria o Badajoz.
Nos quedan los Sanfermines, la jota, los pintxos y… pues en ese momento no acierto a vislumbrar más "originalidades culturales". Es lo que hay.
Uno se imagina que la función de una "ciudad de la cultura" es propiciar el intercambio intercultural. Pues si así están nuestros presentes, vamos buenos.
Resumiendo. Por lo que entiendo llevamos décadas atravesando nuestro particular desierto cultural. Décadas, en que las reiterativas e inagotables familias de UPSN, bien enrocadas en la gobernanza, desde su feudo al parecer inexpugnable, se han marcado la tarea de desvirtuar cualquier raíz o vestigio relacionado con la personalidad de nuestro pueblo.
Pero si algo tienen claro, es que muchos navarros seguimos expectantes, con la esperanza de que algún día se les caiga el feudo. Tal vez, soplen nuevos vientos y el pueblo navarro se aperciba de que tal feudo no pasaba de ser un inmundo chiringuito. Uno se aferra a esa esperanza. La restauración de nuestra cultura y patrimonio, de nuestra auténtica personalidad, bien merecen unos años más de paciencia.
Josu Sorauren (Nabarralde)
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