martes, 5 de mayo de 2009

ANICETO GURREA: EL ZAPATERO QUE ENCONTRÓ EN LAS FLORES LA HORMA DE SU ZAPATO

Hace ya unos cuantos años que los oficios artesanales pasaron a las páginas de la historia y, aunque algunos se mantienen, en general, la mano de obra ha sido sustituída por la máquina. Nuestro vecino Aniceto Gurrea Nuin, zapatero de profesión, vio en poco tiempo cómo desaparecían hasta siete establecimientos dedicados al remiendo de zapatos, en una ciudad que conoció incluso once.

Nacido en Beire hace 76 años, a la edad de cinco vino a vivir a Tafalla obligado por las circunstancias dramáticas, trágicas, que vivió su familia. Tenía tres años cuando el 10 de agosto de 1936, en Caparroso, fusilaron a su padre Marino Gurrea Jusué. Era labrador y tenía 39 años. Con él, segaron la vida de su viuda Ciriaca que no pudo soportar la presión de tener que vivir en el mismo pueblo de donde se llevaron al marido sin explicaciones previas, y se vino a Tafalla, con sus dos hijos pequeños, en busca de trabajo y de un sosiego que sólo encontró cuando dejó el mundo de los vivos. Para sacarlos adelante se puso a servir, pero su salud, muy debilitada por el sufrimiento, se quebró definitivamente a los 53 años después de un proceso de bronquitis.

La familia se estableció en un primer momento en la calle San Francisco, en casa de Florencio Aldaz, justo encima del desaparecido Trujal “todavía recuerdo cómo temblaba la casa cuando molían las olivas”. De allí pasaron a la calle Mayor, más tarde a la Placeta de los Auroros y luego a San Juan.

Fue “a los Maestros” hasta los 10 años y por entonces comenzó a cojear, “creían que lo hacía adrede para no ir a la escuela”. El médico Indart lo envió rápidamente a Pamplona en donde le diagnosticaron debilidad en los huesos y “me escayolaron para evitar que se me secara la pierna”. Estuvo ingresado en el Hospital durante 13 meses y posteriormente en el Sanatorio de Biurrun-Campanas. Los cinco años que permaneció inmovilizado desde el tobillo hasta la boca del estómago le dejaron como secuela una severa cojera que, al tiempo, hubo de nivelar como pudo con la otra pierna ayudándose de un alza.

Para que la estancia fuera más agradable, el capellán les dejaba su transistor. Inocente él, se le ocurrió escribir a Carmen Polo de Franco para que donara a los enfermos un aparato de radio con dos altavoces, uno para la sala de las chicas y otro para la de los chicos. “Lo que recibimos fue una carta en la que manifestaba su imposibilidad de acceder a lo solicitado porque tenía muchos gastos”.

Volvió a Tafalla a los 16 años y a los 18 entró a trabajar en la cordelería de Galo López Cárcar “el Soguero”, en la carretera de Estella, donde estuvo hasta los 24 años, trabajando muchas horas, sin seguro, y en unas condiciones muy precarias. Aprendió el manejo del esparto para hacer vencejo, hacer cabezadas de Feria para los cabestros, torcía la soga, hacía ramales, pretaderas (para ceñir), macear….

Su situación familiar y particular (su madre ya había fallecido) hizo que el Secretariado de Caridad intercediera por él para solicitar una plaza en la Casa de Misericordia (MECA) de Pamplona donde pudiera aprender un oficio. La Administración corrió con los gastos y a los 25 años entró al internado. Pudo haber elegido cualquier otra profesión pero se decidió por la de zapatero. Vicente Aristu, conocido como el campeón de Navarra en reparaciones y cuyo padre había sido también zapatero, fue su maestro. Durante tres años recibió la educación rígida que imperaba en aquella época.

En la MECA eran alrededor de 300. Trabajaban en los cuatro laterales de las mesas y solamente podían hablar de asuntos relacionados con el oficio. Comían en silencio, siempre sentados en el mismo lugar bajo la vigilancia de un celador. Había que asistir a misa diariamente. Recuerda con cariño a Sor Ramira Gambarte, una monja de San Martín de Unx, que repartía el pan a la hora de la comida y siempre le daba la pieza mayor. Dormían en filas, en unas salas enormes. Había chicas, pero estaban aparte. Venía a Tafalla una vez al año, la primera quincena de agosto, y la víspera de fiestas tenía que regresar a Pamplona porque la Virgen de la Asunción era también la patrona de la MECA. Entre los muchos quehaceres que realizaban previos los sanfermines estaba la de poner banderolas para las mulillas, y realizar tareas de limpieza en la plaza de los ajos y en las zonas verdes que rodeaban la Plaza de Toros, propiedad de esa institución. El circo lo tenían en el mismo recinto de la Casa y les daban permiso para salir hasta las 9 de la noche. “Con sol y todo y teníamos que recogernos y rezar el rosario. Pamplona nos parecía muy seria, muy formal. No conocíamos a nadie. Ibamos al Erburu y siempre mirando al reloj para evitar que se nos pasara la hora”.

Ya en Tafalla, con su oficio bien aprendido, encontró una bajera en la calle La Higuera, muy cerca de donde luego tuvo el taller que mantuvo hasta su jubilación, donde estuvo 20 años. Su vecino Plácido Gambarte le colocó unas baldas donde apilar los zapatos. “Me costó mucho hacer una clientela porque en Tafalla había once zapateros. El material lo comprábamos a dos viajantes de Zaragoza y a Ayestarán, de Pamplona, que luego se hizo con las zapaterías que conocemos. Los encargos te los enviaban con el fardero. Me compré una moto para ir por los pueblos a recoger los zapatos. Iba los lunes y los entregaba los viernes. Recorría Tiebas, Unzué, Sansoain, Makirriain y Olleta en dos horas. Mientras tanto, se fueron retirando otros zapateros por jubilación o porque el negocio no daba para tantos y nos quedamos solamente Zoca y yo”. Hasta que llegaron las máquinas.

Los fines de semana salía con Sebastián Aguilar, Fernando Angulo, Mariano el montañés, Pascual Gil, Agustín Jiménez….y mataban el rato viendo las dos películas que echaban en el Casino y en el Teatro Gorriti. A veces incluso hasta la infantil de las tres y media. No eran muy juerguistas ni aficionados a la taberna. Aniceto subraya que era pésimo en el baile y en el canto pero sí muy aficionado a la música. Las mujeres pasaron por la vida como el humo “aunque nunca me han faltado posibilidades”.

Hombre autodidacta, recuerda con mucho orgullo el juego de cascabeles que realizó para los dantzaris en el año 70. Aficionado al bricolage, aprendió mucho de Luis De la Casa y es capaz de instalar y reparar cualquier avería eléctrica de su domicilio. Incluso se colocó la antena de televisión. Pero una de sus grandes aficiones son las flores. Podría decirse que con ellas ha encontrado la horma de su zapato. La fachada de su casa, pese a ser un lugar sombrío, luce siempre como un vergel que riega mediante un sistema, casero pero muy eficaz, de recogida de aguas. “Empecé en broma en la terraza. Llegué a tener hasta cien macetas en toda la casa. Primero puse hiedras, que dan menos trabajo, y después begoñas de invierno, que son muy fuertes, y geranios. Siempre he buscado la armonía”. Hace 13 años obtuvo el premio Regiador que otorga la Orden del Cuto Divino “por variación de flores, fachada y diversidad de plantas”.

Amén de la música y las flores, otra de sus grandes aficiones es el cine. “Jose Mari Barace me proporcionó un magnetofón de los de cinta con el que grababa de todo. Clientes y gente amiga me traían discos o cintas para reproducir y todo lo grababa a través del cable, sin micrófonos”. Ahora lo que graba son películas porque es un gran cinéfilo y, en concreto, las clásicas, del Oeste, policíacas…Se ha hecho una cinemateca que superas las trescientas y todavía recuerda las cuatro horas y media, con sus descansos correspondientes, que disfrutó en el Casino viendo “Lo que el viento se llevó”.

Desde su jubilación dedica la mayor parte de su tiempo a pasear, mimar las plantas y a cuidar de sí mismo y de su gato Teddy. Reconoce, sin embargo, que a veces la soledad le pesa mucho.
Mari Jose Ruiz (La Voz de la Merindad)

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