lunes, 31 de agosto de 2015

LAS BANDAS PARAMILITARES Y EL PODER POLÍTICO Y ECONÓMICO EN COLOMBIA

En Sevilla, pueblo al norte del departamento del Valle del Cauca, Colombia, Artemo, joven comerciante de carnes, al comienzo de una noche cualquiera se despidió de su socio y de la última vecina de la cuadra que le acababa de comprar una libra de asadura, o cacheo, o desperdicios, la incierta combinación de vísceras de res, corazón, hígados, intestinos, etc., que se fríen en su propia grasa y es indicada para elevar los niveles de colesterol. La pobreza no permite ningún miramiento en dietas.

Artemo tenía una hija a la que amaba y una ex mujer a la que no odiaba demasiado. Más o menos tranquilo en cuanto a los afectos, por dentro lo carcomían las difíciles condiciones económicas. No debía una gran suma, pero la que tenía era suficiente para trasnocharlo. El monto adeudado no estaba lejos de sus alcances, pero las condiciones del préstamo sí bastaban para hacerle trizas la tranquilidad a cualquiera.

Al día siguiente, Artemo no abrió el negocio a las 6 de la mañana, como de costumbre. Tampoco lo hizo a las 8, o a las 9, o más tarde. Al mediodía, su socio, luego de llamarlo en vano varias veces al teléfono celular, fue hasta la casa, a unas cuadras. Un rato después de no conseguir ninguna respuesta a sus llamados, se tomó el atrevimiento de empujar la puerta con fuerza e ingresar. Halló a Artemo en el cuarto del fondo colgado de una viga del techo. Hacía varias horas que se había suicidado, según dictaminó el médico forense. No dejó mensajes o nota alguna.

Una semana antes, Artemo había recibido una amenaza seria. Se lo comentó al socio, en secreto. Si no pagaba la deuda junto a los copiosos intereses que se habían venido sumando con cada día de retraso, le matarían la hija, la ex mujer, y los padres, y luego él, en tal orden. Tanto Artemo, como el socio eran conscientes de que no se trataba de una broma o una exageración. Así, o casi así, habían hecho con Antonio, y con Marco, y con otros conocidos que de la noche a la mañana habían caído en la espiral sin fondo de los préstamos “gota a gota”, que controlan con mano de hierro las bandas paramilitares de la región.

A nuestro personaje le habían prestado 400 mil pesos, menos de 150 dólares, unos meses atrás, para salir de algún atolladero. Pagó día tras día los altísimos intereses del 10% diario durante un buen tiempo, pero las cosas se complicaron y empezó el retraso con las cuotas, intereses que fueron acrecentando la obligación inicial, hasta que la cifra se salió de los márgenes en pocas semanas.

En Colombia, la estructura paramilitar de otros tiempos ha evolucionado hacia formas más sofisticadas de penetración y control social: Las llamadas “Bandas criminales”, que no son otra cosa que entidades atomizadas, pero organizadas y coordinadas, de los paramilitares, dominan una extensa gama de los negocios y el comercio del país. En unos participan activamente, en algunos más son una especie de armazón parasitario, mas insoslayable.

Es un andamiaje de bandidos que ya no opera sólo desde arriba, apropiándose de los recursos de la salud, la educación o de la riqueza de los megaproyectos económicos, como hace años, sino que empieza carcomiendo la bases más elementales de la sociedad. Afecta desde la esquina, la cuadra más pobre, el negocio informal, el establecimiento medio surtido, asciende por la buseta del barrio, el mini mercado, la peluquería de medio pelo, hasta llegar a las estructuras del contrabando organizado, como algunos comercios de los San Andresito, cuyos comerciantes protestan en masa y a pedrada limpia ante la sola amenaza del gobierno de legalizarlos, la distribución de partes de automotor, alimentos, electrodomésticos, los almacenes de cadena, aquello que mueve dinero en el país. Es decir, todo.

Lo cierto es que son pocas las actividades económicas, transacciones, flujos de dinero, cultivos, establecimientos, legales e ilegales, que hoy en día pueden permanecer al margen de la acción criminal organizada del cruce entre paramilitarismo y narcotráfico. Operan en los pequeños pueblos de la Costa Atlántica y en las ciudades intermedias del interior, en los pueblos polvorientos de los Llanos Orientales y en la propia capital de la república, en las aldeas insondables del Chocó y en las dos o tres esquinas para mostrar de Medellín. Por supuesto, tienen tomadas las fronteras, y, de manera particular, los extensos límites con Venezuela, históricos, activos, fulgurantes, indivisibles, que superan los 2.200 kilómetros.

Controlan la piratería, el contrabando de mercancías, gasolina y personas, el tráfico de drogas, la especulación monetaria, la compraventa de bolívares y pesos y la fachada de las casas de cambio, son prestamistas y usureros. El estado colombiano, en los tiempos de Álvaro Uribe, como es bien sabido, no sólo fue permisivo, sino que auspició y fortaleció el paramilitarismo. La justicia se acercó a los tentáculos políticos, pero dejó indemne la estructura económica, la misma que causa estragos al interior del país, y que afecta de modo sensible a Venezuela. Las ganancias son exorbitantes. Y donde las hay, los hay.

Las fronteras de Colombia han estado en situación de tensión desde los tiempos de la Independencia. Hemos perdido territorios por descuido, se han vuelto a correr los mojones en silencio, las hemos violado para asesinar guerrilleros “en caliente”, decimos hacerlas respetar para despertar falsos sentimientos de patria, como son todas las conmociones patrióticas del ex presidente mencionado. Los habitantes de esas distantes tierras son colombianos negados. Y son invasores los venezolanos o brasileños o ecuatorianos que cruzan de los puentes para acá. En Cúcuta, en Leticia, en Ipiales, la misma cosa.

La situación no ha cambiado. Los departamentos de frontera colombianos son pobres y abandonados. Los fronterizos paisanos sobreviven sin políticas de generación de empleo digno, sin acceso a la educación y con un sistema de salud aun peor que el del resto del país, lo cual es difícil de imaginar. No les llegan los planes de vivienda que apenas si asoman por Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla.

Ningún gobierno colombiano ha generado políticas sociales para los habitantes de las fronteras. De acuerdo con estudios del Departamento Nacional de Planeación y del PNUD, los 12 departamentos y 70 municipios fronterizos, que a lo largo de 6.301 kilómetros le dan casi la vuelta a Colombia, exhiben, con contadas excepciones, indicadores por debajo de la media nacional y muy lejos de los de la capital.

El cierre de la frontera decretado por el gobierno Venezolano es una medida que obliga a discutir la política social y económica del Estado colombiano en estas zonas. No es una crisis nueva ni única. Es un problema de hace muchos años, cuya solución siempre se ha esquivado. Según cifras oficiales, la actual campaña anti contrabando del gobierno venezolano, que lleva un año, ha dejado 1.185 detenidos, 176 trochas inhabilitadas y 19.000 toneladas de productos confiscadas. Las cifras se incrementaron en los días recientes. Pero es un problema profundo, entre dos pueblos hermanos, cuya atención debe ser integral, y asumida de manera responsable y mancomunada por ambos gobiernos. Lo que no se ha hecho.

La alianza entre paramilitarismo, narcotráfico y poder político es vieja en Norte de Santander, el departamento limítrofe con el eje de penetración regular más importante entre los dos países. Data, al menos, de 1999, cuando la Casa Castaño le encargó a Salvatore Mancuso el control del Bloque Catatumbo. El poderoso Clan Barriga (conformado por los hermanos Carlos Emiro, ex senador, Pedro Luis, multimillonario empresario de la construcción y de fábrica de asfalto, quien según la ONG Progresar era el jefe de finanzas del “Bloque Catatumbo”, y Rafael, alias “Toyota”, que amasó su gran fortuna como contrabandista prototipo de carros robados en Venezuela), tuvo vínculos estrechos con “El Iguano”, reconocido comandante paramilitar, y con el asesinado narcotraficante Luís Pérez Mogollón, alias “El Pulpo”. (1)

Si los tres mosqueteros eran cuatro, los tres apóstoles del Clan Barriga fueron cinco o más. También figuraba el extraditable Yensy Miranda Dávila, beneficiario del programa Agro Ingreso Seguro del gobierno del expresidente Álvaro Uribe, acusado por el juez Baltasar Garzón de efectuar envíos masivos de cocaína colombiana hacia Europa, a través de Venezuela, con escala en Guinea Bissau, en África. (2)

En la lista de beneficiarios directos, concurrentes, allegados y pupilos de estos vínculos perversos, existen dirigentes y líderes nacionales, regionales y locales, hubo y hay senadores y ex senadores, representantes y ex representantes, ex gobernadores y el actual gobernador, ex alcaldes, secretarios de gobierno y hacienda, secretarios de todas las carteras, funcionarios y funcionarias de todas las pelambres, contratistas, terratenientes de la palma aceitera, concesionarios de la explotación de yacimientos petrolíferos y de la veta de carbón ubicada entre Sardinata y La Gabarra, en fin.

Muchos de los nombres presuntos, condenados o vinculados a investigaciones figuran en investigaciones previas, denuncias y artículos, desde 2006. El régimen de terror llevado a cabo contra testigos e investigadores no ha permitido mayores avances (3). Pero hay verdades irrefutables: “La oleada paramilitar en El Catatumbo nortesantandereano dejó cerca de once mil campesinos (as) asesinados. Más de ciento treinta mil desplazados y pasan de ochocientos los desaparecidos registrados” (4).

Las bandas criminales del paramilitarismo y del narcotráfico vieron una oportunidad excelsa en la frontera con Venezuela. La han aprovechado de la manera excesiva y despiadada que saben hacerlo. Es un problema para Venezuela, cuyas pérdidas sólo en cuanto al contrabando de gasolina se estima que supera los 200 millones de dólares anuales. Una de las puntas del iceberg.

Pero, ante todo, es un problema para Colombia y de los colombianos, que también son víctimas del esquema implantado e implementado por el enlace entre los paramilitares, los narcotraficantes y la dirigencia política, que se desborda por las fronteras.

La ilegalidad es una moda repentina en este país, que de pronto pone a circular la alharaca mediática para incrementar audiencias, el golpe de pecho de algún funcionario despistado, un prelado de súbito moralista o un incómodo opositor de izquierda. Porque no solamente está inserta en un negocio específico o en la sustancia de uso ilícito, sino que, sobre todo, está enquistada en los endebles articulados de unas leyes hechas con el firme propósito de que no se cumplan, o se cumplan a medias, o se cumplan de acuerdo con la ocasión y el marrano.

Nunca se estableció con claridad si Artemo se suicidó o si lo suicidaron. Si lo hizo con mano propia o si fue con un poco de ayuda de sus amigos prestamistas. Tomó un dinero que la usura no le permitió cancelar, pero también pudo no ser así. De igual modo, habría llegado un buen vecino con el fin de garantizarle que su local no sería incendiado, o él asesinado a tiros una mañana, o la hija secuestrada al salir del colegio, a cambio de lo cual debería abonar a diario una suma ponderada de acuerdo con sus ingresos, o un tantico por encima. Trances delincuenciales como este no se daban antes en Venezuela. Ahora avanzan, como en una oleada, de occidente a oriente.

En todo caso, la justicia colombiana se da por bien servida con cualquier teoría más o menos creíble sobre la muerte de Artemo, con tal de evitarse embrollos, líos en los que el propio juez puede terminar optando entre suicidarse y quitarse la vida.

Juan Alberto Sánchez Marín, periodista y director de cine y televisión colombiano (para Rebelión)

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