La tortura lo subvierte todo: el orden moral y político; las instituciones jurídicas y los derechos humanos; la mente y el cuerpo; las relaciones interpersonales. Pone las cosas patas arriba. |
Hablemos de un joven bretón
al que llamaremos Jean Marie, un universitario al que se destina a Argelia como
paracaidista durante la guerra de aquel país por su independencia (1954-1962).
En Argelia, el ejercito francés se desempeñó como una policía represora de los
insurrectos, llamados fellahgas o bandidos. Jean Marie llega a ese
escenario como un convencido defensor de los derechos humanos de los detenidos.
Hasta que se confrontan el terror de los independentistas del Frente de
Liberación Nacional (FLN) con el horror de la tortura practicada por los
compañeros de armas de Jean Marie. Es el fin de la ley y el comienzo de la
subversión. Torturar le cambia a Jean Marie. Torturar le lleva a posiciones
políticas contrarias a las que mantenía. Pongámosle por fin apellido: se trata
de Le Pen. 3 años después (1980), Jean Marie Le Pen reconoce que torturó en
Argelia, que para él la tortura tuvo sentido pues gracias a la información
obtenida se ahorraron vidas humanas y que de igual modo tienen sentido sus
actuales políticas xenófobas, anti-obreras y anti-minorías nacionales como la de
su Bretaña natal.
Hablemos de otro que fue
joven, el sevillano Felipe González. Como presidente del Gobierno español,
ejerció un poder con mayoría absoluta y la lucha anti ETA como el principal
punto de su agenda política. Treinta años después (2010), reconoce que pudo
matar de un solo golpe a la cúpula de ETA, que le corroen sus dudas por no
haberlo ordenado, que se cuestiona si de haberlo hecho se hubiesen ahorrado
vidas humanas. Por cierto, ambos políticos -de signo ideológico tan opuesto-
confiesan... cuando están prescritas sus responsabilidades penales.
Me encuentro en el bar
Supremo frente al Tribunal Supremo, de ahí su nombre. Los calabozos del Tribunal
eran los calabozos de la entonces recién instituida Audiencia Nacional, sucesora
del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista. Por allí habían pasado
condenados luego ejecutados a garrote vil. Tomás, el veterano limpiabotas del
bar Supremo, me lo solía contar, al igual que sus pronósticos -casi siempre
acertaba- sobre las sentencias de los juicios que yo defendía. ¡Conocía tan bien
de qué pie cojeaba cada magistrado! Me informaba de cómo presentaban, curioso
término, a los detenidos ante el juez. ¿Razón de su conocimiento? Llevaba cafés
y churros gordos, que en Madrid llaman porras, a los guardias de los calabozos.
Así que porras a los de las porras. Tal día, 25 de marzo de 1982, Tomás me dice
que han presentado a unos con mala presencia. Finalmente, los presentados son
liberados por falta de cargos y pasan del solitario calabozo al atestado bar
Supremo. No tienen buen aspecto o presencia. Uno de ellos llama mi atención. No
por su suciedad y olor a detenido incomunicado de larga estancia, nueve días,
mezcla de efluvios corporales hechos uno con la ropa que los ha recogido, más
los agrios de la celda y kunda (furgón policial para traslado de
detenidos). Eso, después de tres años de ejercicio profesional ya no llama mi
atención. Lo que más me impresiona es su aspecto físico de abatimiento. Pero aún
más su expresión verbal. Comienza a hablar y no para, de manera inconexa. Que
dónde está. Que qué ha pasado. Que qué día es. Que quiénes sois... Su abogado,
Álvaro Reizabal, me dice que durante el interrogatorio ha dado muestras de gran
incoherencia. Los forenses llaman a eso confusión temporo-espacial. Esteban
Muruetagoiena, me dice Reizabal que se llama. Diez minutos es lo que estamos
juntos y ahí acaba nuestro contacto.
Vuelvo a Bilbao impactado por
la escena. No mucho más que en otros casos, pero sí un poco más. A ese poco de
más le llamo intuición. La intuición se convierte en certeza cuando unos días
después leo que Esteban Muruetagoiena, médico de Oiartzun, detenido e
incomunicado en aplicación de la Ley Antiterrorista, ha sido hallado muerto en
su domicilio después de haber sido liberado.
Me pongo en contacto con
organismos internacionales de Derechos Humanos para hacerles partícipes de la
noticia y solicitarles una investigación. David Braham, el investigador jefe
para Europa de Amnesty International, se hace cargo. Pasan solo unos días y ya
está sobre el terreno con un forense boliviano-austriaco, reputado médico del
Hospital General de Viena, de quien recuerdo solamente su nombre: Franklin. Se
entrevistan con el forense de Gernika, el Dr. Alfageme. Yo les acompaño.
Alfageme resulta ser un paniaguado. Un médico de cabecera que engordaba su
sueldo con un segundo empleo como forense. De medicina legal sabe un poco. Su
instrumental resulta del siglo XIX, al decir del forense visitante Franklin.
Echo una ojeada a sus herramientas, guardadas en una caja de aspecto siniestro.
Sierras, martillos y separadores metálicos es lo que veo. Los de Amnesty
preguntan: ¿Algún otro instrumento? ¿Medidores de enzimas…? Su respuesta es no.
La cosa pinta mal si de encontrar la verdad se trata. Se ha perdido la mejor
oportunidad: una autopsia hecha en buena y debida forma. Y se ha enterrado el
cadáver sin que haya podido dejar pistas sobre las causas y circunstancias de su
muerte. Sin que haya podido hablar como dicen en el argot de la medicina
legal.
Los de Amnesty prosiguen su
investigación. Ahora les conduzco hasta Ondarroa, donde nos recibe la señora
Scola, madre de Esteban Muruetagoiena. Nos encontramos frente a una mujer de
aspecto severo e impresionante. Una siciliana directamente salida de la novela
El gatopardo y perteneciente a una de aquellas tantas otras familias
instaladas en la costa cantábrica, dedicadas a la industria del salazón, los
Oliveri, Orlando, Lococo. Vestida de negro riguroso, espalda erecta, sentada en
la silla sin tocar el respaldo, nada palabrera, habla de las últimas horas de su
hijo, del estremecimiento que le supuso su encuentro con él, fuera de sí,
irreconocible. Que a su hijo le pasó algo, que le hicieron algo grave es lo que
repite. No hace juicios de valor y es un testigo fiable precisamente por eso.
Concluyo que se trata de una persona de orden nada suspicaz contra la policía
por principios.
Fue en Sicilia, precisamente,
donde se inventó un neologismo en la lucha contra la mafia. Los servidores del
Estado asesinados con la finalidad de arrugar al poder político, tales como los
jueces Falcone o Borsalino o el general De la Chiesa, fueron denominados
Cadaveri excellenti, cadáveres de excelencia. Los secuestrados con
igual fin o para poner dique a las confesiones de los arrepentidos eran llamados
arrestati excellenti o detenidos de excelencia. En el año 1982, fueron
43 los muertos a manos de ETA. Para el mes de julio ya habían sido detenidas 592
personas en aplicación de la Ley Antiterrorista. Esteban Muruetagoiena y Ana
Ereño entre ellos. En Sicilia, les llamarían dos detenidos excelentes. Ana Ereño
vive aún, aunque gravemente enferma. Era trabajadora de Egin, exmonja
de clausura y cuñada de Luis María Retolaza, consejero de Interior del Gobierno
vasco, casado con la hermana de Ana. Retolaza se interesó por la situación de su
cuñada dirigiéndose al ministro del Interior español, Juan José Rosón. Sin
ningún resultado. Ana permaneció incomunicada y fue torturada. El mismo ministro
Rosón recibió también otra petición, la de su otorrinolaringólogo personal, uno
de los más prestigiosos de España, el doctor Scola, tío del detenido Esteban
Muruetagoiena, también sin ningún resultado. ¿Era Rosón incapaz de atender las
solicitudes de favor para aquellos detenidos excelentes? Al fin y al cabo, se le
pedía solamente que se les levantara la incomunicación y condujese ante el juez
y, con voz menos audible, que la policía les diese un trato civilizado. No hubo
trato. Quiere decir que hubo mal trato.
Así pues, nos encontramos con
un ministro incapaz de refrenar a su propia policía y atender las solicitudes de
un consejero de Interior y de su médico personal. Insisto, la tortura lo pone
todo patas arriba, es subversiva y el poder político se acomoda al autónomo
policial, a la eficacia o a la venganza y se convierte en un mero acompañante,
encubridor o justificador de aquel.
Algo se consiguió, al cabo de
varios años. Los forenses de carrera solicitaron la exclusión de los intrusos
sin especialización. Se centralizaron en las capitales vascas los servicios de
medicina legal, Instituto Anatómico, Clínica Forense. Algunos casos de tortura
fueron diagnosticados. Como abogado acusador, representé a Xabier Onaindia y
Tomás Linaza en sus respectivas denuncias que acabaron con las primeras
sentencias condenatorias contra policías y guardias de la democracia española.
La respuesta del Estado fue conducir a los detenidos incomunicados de inmediato,
sin posibilidad de control local, a los calabozos en Madrid. Algo fue algo y
ahora es más: fosas comunes -memoria histórica-, bebés robados... habrían
encontrado mucho más difícil esclarecimiento sin los medios materiales y humanos
del sistema vasco de Medicina Legal. Y aquí mi reconocimiento. Pero el caso
Muruetagoiena acabó sin esclarecer, sin culpables y con un insuficiente reproche
de Amnesty: "La respuesta del ministro (Rosón) no alcanzó a aliviar los temores
de Amnesty International". Ni de nadie, añado por mi parte. Sobre todo de los
cientos de torturables que, aunque no lo supieran en aquel momento, ya estaban
en la cola.
Los tiempos son ¿otros? Si
hablamos de torturas a detenidos bajo la Ley Antiterrorista, naturalmente que
hablaremos de algo residual en la medida en que la propia ley deje de aplicarse,
pues se trata de una ley criminógena que posibilita y genera el delito de
torturas, habida cuenta de la falta de controles eficaces en su aplicación.
Euskadi puede, felizmente, dejar de ser un punto negro del maltrato a
incomunicados y pasar a serlo, infelizmente, en otro tipo de detenidos.
Seguiríamos las pautas de demasiadas policías europeas que cometen excesos con
inmigrantes, delincuentes organizados y radicalizados políticos. El pasado 25 de
marzo, ¡será casualidad!, fallecía el escritor italo-portugués Antonio Tabucchi.
Entre sus obras destaca Sostiene Pereira, interpretada en la pantalla
con grandeza por Marcello Mastroianni. Pero ahora llamo la atención sobre otra
historia novelada del mismo escritor, La cabeza perdida de Damasceno
Monteiro, que trata de la brutalidad policial seguida de decapitación -sí,
han leído bien- de un traficante minorista de droga por parte de la policía
portuguesa. De la investigación para Amnesty de este caso real se ocupó
precisamente el mencionado David Braham, quien resaltaba la paradoja de que en
Portugal, el primer país de Europa en abolir la pena de muerte, se aplicase
maltrato policial hasta la muerte. Definitivamente, la tortura es subversiva.
Txema Montero (Texto de la conferencia impartida en Oiartzun en el 30 aniversario de la muerte del médico Esteban Muruetagoiena)
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