Entre tantos conceptos desnaturalizados hasta la náusea al punto de que ya ni el diccionario es capaz de reconocerlos, hay dos que, curiosamente, han sobrevivido ilesos a los cambios y a los tiempos sin que nada altere su tradicional definición, tan antigua como el ser humano. Las cuevas en las que se refugiaban nuestros antepasados más remotos atestiguan en sus grabados la “caza” y la “pesca” como dos de sus actividades más imprescindibles para la vida.
Seres humanos que, piedra en mano o lanza en ristre, se lanzaban tras venados y otras “fieras salvajes” para matarlas y comérselas, para poder vivir; o que pescaban con sus propias manos o a golpe de cuchillo salmones y otras “bestias marinas” para matarlas y comérselas, para poder vivir.
Han pasado los siglos y, tan dados como somos a desvirtuar hasta desaparecerlos todos los conceptos que acompañan nuestras vidas, seguimos, sin embargo, llamando de la misma manera a dos actividades, la caza y la pesca, que ya nada tienen que ver ni con las circunstancias que las exigían ni con el modo en que se efectuaban.
Días atrás, los hijos del multimillonario estadounidense Donald Trump, hacían alarde de su último safari por Zimbabwe. Armados de precisos rifles con mira telescópica, y ataviados como si fueran Indiana Jones camino de la guerra, los dos inquietos jóvenes posaban rodeados de su bien pertrechado equipo de pistoleros, mostrando sus trofeos: un antílope muerto, un cocodrilo, un búfalo, un kudu…
Hasta una hora, confesaba uno de los hermanos, debieron esperar en su protegida atalaya que un venado se pusiera a tiro para, después de un trago que ajustara la mira, fusilarlo a cien metros de distancia. “No tengo vergüenza en admitirlo: soy un cazador, y además de que no eran animales en peligro de extinción han servido para alimentar a los habitantes locales” declaró orgulloso.
Dentro de un mes, cuando su millonaria existencia les aburra y vuelva a conmoverles la hambruna africana, fletarán un privado vuelo al corazón de alguna selva para reiterar su dadivoso safari. ¿Esa es la caza?
Y tampoco son los únicos “cazadores” ni es el hambre una exclusiva desgracia de Africa. Mucho más cerca, “cazadores” del Reino Unido, Francia, Italia, Estados Unidos y otros respetables países del mundo, aterrizan en el expedientado aeropuerto de Ciudad Real, para participar en hispanos safaris y, tal vez, alimentar a los habitantes locales. Desde el emir de Catar hasta los príncipes William y Harry del Reino Unido, cientos de ilustres cazadores suelen darse cita y caza en la finca del sexto duque de Westminster, y en otras fincas de Castilla-La Mancha.
Ignoro si con el mismo fin que los hermanos Trump pero, ministros de Justicia como Bermejo, jueces como Garzón o reyes como el Borbón, por citar algunos, gozan de merecida fama en eso que llaman cinegética o arte de la caza. Y, por cierto, nadie más experto y laureado que el monarca español y sus bélicas hazañas enfrentando osos en la inhóspita Rusia que, así hubieran sido drogados o trasladados de urgencia a una agreste montaña desde el centro turístico en el que trabajaban o, simplemente, se llamaran Mitrofán, seguían siendo osos. ¿Esa es la caza?
Y aún seguimos denominando “pesca” a las artes con que se esquilma el mar y que, además de las grandes multinacionales pesqueras, también cuenta entre sus más distinguidos intérpretes a ilustres representantes de la sociedad. Franco fue, sin duda, el más connotado de ellos aunque pocos subrayen en su biografía sus altas dotes como pescador. Ni los comunistas lo aborrecieron tanto como los salmones. Nos puso a comer a todos. A mí el salmón, de niño, me salía hasta por las orejas. ¿Esa es la pesca?
Ahora que ya los supermercados cazan y pescan por nosotros ¿qué necesidad tienen tantos empresarios, políticos y jueces, príncipes y monarcas, de seguir pegando tiros y clavando anzuelos en venados y salmones?
Sé que nuestras cabezas no son dignas de ser enmarcadas y colgadas en una pared, que no pueden competir en distinción y elegancia con las de un búfalo o un oso, pero entre tantos que, en sus manos, perdemos la cabeza ¿no habrá alguna que merezca el honor? Sé que nuestras pieles, aún limpias y curtidas, no pueden compararse a las de un leopardo o un cocodrilo; que nuestros colmillos no se pueden medir con los de un elefante y que nuestros cuernos, caso de que fueran, siempre serán más discretos que los de un venado, pero entre tantos que, en sus manos, nos dejamos la piel y los dientes y los cuernos ¿no podría hacerse una excepción?
¿Para qué seguir matando a otros animales? ¿Es que no les basta con nosotros?
Koldo Campos Sagaseta, en Insurgente
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