Dicen que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen y el pecador al lugar del pecado. Parece ser que a causa de los remordimientos, o quizás sólo por el morbo, nos resistimos a cerrar los cajones de la memoria y del inconsciente. Y una y otra vez, en sueños, o en reacciones incomprensibles, volvemos a remembrar lo que no debemos. Como cuando de críos removíamos la caca, pinchándola con un palo.
No entiendo qué infierno oculto, qué pesadillas amargas o qué placer onanista le pueden impulsar a Jaime Ignacio del Burgo a enviar a la prensa el artículo La Iglesia, de víctima a verdugo, y volver a sacar el tema de la represión en la Guerra Civil. Y no es porque no tenga derecho (incluso algún que otro argumento veraz), para discrepar con lo que decía Vicent Navarro sobre la memoria histórica. El problema es que, remedando a León Felipe, para desenterrar ese tema cualquiera puede, cualquiera, menos un Del Burgo sepulturero. Además, la defensa de la Iglesia tiene hoy día campos de batalla mucho menos resbaladizos para él: la enseñanza religiosa; la sangría de la financiación; la inmatriculación de bienes públicos; el aborto; la eutanasia; las relaciones sexuales… En cualquier tema de estos la prostituta de Babilonia tendría en Del Burgo un espléndido paladín.
Y sin embargo, Del Burgo, que tiene el culo de paja, vuelve una y otra vez a revolver con su palo pringado los rescoldos del 36. Vuelve al ataque con el mismo tufo negacionista y fascistón de siempre. Vuelve a negar que la Iglesia "formaba parte del grupo de privilegiados cuyos intereses se vieron afectados por las reformas sociales de la República". Vuelve a denominar al "alzamiento cívico militar como cruzada en defensa del cristianismo". Vuelve a negar la responsabilidad de la Iglesia en los fusilamientos de la retaguardia. Acusa de falsedades al profesor Navarro, "que de historia no demuestra tener grandes conocimientos", y nos recuerda el "martirio de cerca de diez mil sacerdotes, religiosos y religiosas fusilados por los rojos", lo que denomina "auténtico genocidio". Del Burgo hijo, otra vez, exagerando a su favor. Mientras, ahí están los datos de Del Burgo padre, según los cuales en Navarra hubo "232 ejecuciones judiciales y 446 las sumarias", esto es, cuatro veces menos de las cifras reales, publicadas hace ya 25 años en el libro Navarra 1936. De la esperanza al terror y que sólo él ha puesto en duda. Hace falta ser un Del Burgo para hacer desaparecer de la historia 2.500 fusilados navarros de un plumazo. Y eso sólo se comprende si se tiene en cuenta que un Del Burgo estaba entre los artífices de la gorilada que propició aquella carnicería.
¿Por qué entonces el hombre que más debería callar vuelve una y otra vez sobre el tema, tergiversando y ocultando lo que ocurrió en su propia tierra? Voy a aventurar una hipótesis: por provocar. Por ofender. Porque se sabe intocable. Por recordar a todas las víctimas del bando republicano que está orgulloso de la escabechina que hicieron y que volvería a hacerla si la ocasión se presentase.
Si le aplicaran la leyes sobre el negacionismo de los holocaustos, vigentes en algunos países, o la misma de Ley de Protección a las Víctimas del Terrorismo que él ha aprobado para otros, Del Burgo debería estar encarcelado. Pero sabe que se librará, como se libraron todos los verdugos del 36. Esto no es Alemania ni Argentina. La democracia española no da para más.
Lo dijo una vez, hace muchos años, el sociólogo Mario Gabiria: "Del Burgo es el hombre capaz de llevar de nuevo a Navarra, a la guerra civil". Y ahí sigue, con el palo, provocando, pringándolo todo, esperando su ocasión.
Jose Mari Esparza
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