miércoles, 15 de enero de 2014

EN LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS FALTA UNO

El derecho a morir con dignidad. Hay que incluirlo ya. El derecho de la persona a elegir el momento de su propia muerte. Probablemente, la decisión menos frívola que puede adoptar un ser humano. Me resultó admirable la forma de morir del atleta belga Emiel Pauwels, la semana pasada. Tenía 95 años. Levantó su copa y brindó con sus amigos. Luego extendió el brazo para que le pusieran la inyección. Sed felices como yo, dijo con una sonrisa.

Todo un modelo. Si puedo, lo imitaré cuando llegue mi hora, lo digo en serio. Confío en que nadie me arrebate entonces el derecho a poner punto final a mi vida. Y espero además (no sé si será mucho pedir), tener la misma cobertura que Pauwels y poder contar con la adecuada ayuda médica para hacerlo con la máxima discreción. Lo contrario a esto, por poner un ejemplo reciente, lo que nadie nunca querría para sí, son los ocho años en coma profundo, mantenido artificialmente con vida por medio de máquinas, de Ariel Sharon. O cualquier otra malvada forma de distanasia y encarnizamiento terapéutico inútil.

En la actualidad, la ayuda a morir es legal en Bélgica y en algunos otros países de la Unión Europea, pero solo Suiza acepta a extranjeros. Hay una organización llamada Dignitas que se dedica a prestar esa clase de asistencia. Hace tres años, el estadounidense Craig Ewert fue allí para que le ayudaran a morir. Permitió que le grabaran un vídeo. Se le ve hablar con serenidad y declarar que ha llegado a su límite soportable.

Finalmente, le acercan un vaso con un líquido y una pajita y le dicen: "Señor Ewert, si bebe esto morirá". Y él lo hace. El suicidio no siempre ha sido tabú. Eso es muy cristiano. En Roma, no hace tanto, había suicidios por y con honor. Hasta llegó a ser considerado como un arte. El escritor checo Bohumil Hrabal dijo en cierta ocasión: "Yo no veo el suicidio como una vergüenza, sino como un adorno de la persona". Algún tiempo después se tiro por la ventana de su habitación en el hospital. Tenía 83 años. Habría sido preferible que alguien le hubiera acercado una dosis de ese maravilloso supersedante. Pero no. Tuvo que hacerlo como pudo.

F.L.Chivite, en Diario de Noticias

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