Hoy hace 30 años, el 1 de septiembre de 1979, un disparo a quemarropa de un policía nacional acabó con la vida del joven antiguotarra de 18 años Iñaki Quijera Zelarain, en el transcurso de una manifestación por los presos y refugiados. Se llegó a conocer los apellidos del autor del disparo, Méndez Villatoro, pero, por supuesto, nunca pisó la cárcel. Ni nadie asumió ninguna responsabilidad política por aquel hecho. Hace cinco meses desapareció la placa que en su recuerdo se colocó en el lugar donde fue abatido, en la calle Igentea de Donostia.
Fue uno de tantos crímenes perpetrados durante el período de la transición política. No hay más que recordar que el comisario Conesa, célebre jefe de torturadores, era el policía mayor de Martín Villa para entender el poder de los automatismos franquistas en los aparatos del Estado de la época.
Fue uno de tantos crímenes perpetrados durante el período de la transición política. No hay más que recordar que el comisario Conesa, célebre jefe de torturadores, era el policía mayor de Martín Villa para entender el poder de los automatismos franquistas en los aparatos del Estado de la época.
El precio que los demócratas pagamos por aquel sinuoso proceso de apertura democrática no fue solamente soportar que ni uno sólo de los asesinos del franquismo tuviese que responder de sus actos. Más caro fue el precio del condicionamiento y la extorsión que ejercieron en el desarrollo de la transición y que todavía hoy seguimos pagando con el modelo de democracia autoritaria y tutelada que nos impusieron.
La ausencia de una ruptura democrática como la que tuvieron en Portugal tuvo consecuencias especialmente dramáticas en Euskal Herria. Produjo un déficit democrático estructural y una sensación colectiva de frustración, con un destacado efecto perverso: alimentar a ETA, proporcionándole una percepción de legitimidad ante amplios sectores de la juventud.
Iñaki Quijera, como los obreros de Vitoria y tantos otros no son reconocidos hoy como víctimas. No encontraremos el eco de los lamentos de sus familias en los medios depositarios de esta ética selectiva que les ha negado el derecho a la memoria colectiva . Para el Gobierno de Navarra no existen otras víctimas que las producidas por ETA. Cualquier asesinado por la banda tendrá su calle dedicada. De ninguna manera José Luis Cano, Germán Rodríguez, Mikel Zabalza o Ángel Berroeta, aunque ninguno de ellos portase jamás una pistola.
Lo cierto es que se hace difícil en esta época reclamar la necesidad de una mirada colectiva y multilateral sobre las víctimas. Tras los tiempos duros de Ermua fue posible construir a un nivel razonablemente compartido una cultura de reconciliación y comprensión global del sufrimiento. Hoy todo está bastante más difícil. Cada universo se ha vuelto más refractario en torno a sus víctimas de referencia. No se siente el dolor ajeno. Ha influído, sobre todo, cierto es, la sensación de ruina en progresión geométrica tras romper ETA sus dos treguas y continuar asesinando. Pero también la actitud del Estado. De la derecha se podía esperar. Desde Cánovas hasta nuestros días todas sus expresiones históricas siempre han recurrido a soluciones autoritarias y antidemocráticas al conflicto vasco. Pero en esa misma filosofía coincide básicamente el PSOE, tanto los que crearon el GAL como los que ahora para exhibir su autoridad procesan por enaltecimiento del terrorismo a familiares que acuden a recibir a ex-presos, y condenan a penas inconcebiblemente exageradas a vecinos exaltados por situaciones democráticamente anómalas como la de Lizartza. En definitiva es el recurso a la instrumentalización de la justicia, y al tópico de la validez de cualquier solución contra el terrorismo. Aunque muchas veces sean fuegos de artificio destinados a su explotación en los medios, como lo hace a diario el consejero de Interior Ares.
Por eso el concepto de paz se vende mal actualmente. Es una palabra demasiado usada y manipulada. Lo mismo que la reconciliación, entendida como algo muy distante del ajuste de cuentas, de la revancha política y de la humillación. No es casual ni anecdótico que asistamos últimamente a la ruptura de placas y al ultraje del recuerdo de los antifranquistas muertos. Los sucesores políticos de los vencedores están envalentonados, instalados en la épica de una nueva cruzada, cuyo objetivo es mucho más el botín político que la convivencia, y aspiran a arrasar con todo, a aprovechar el impulso antiabertzale para llevarse por delante todo las precarias conquistas de la memoria histórica y lo poco o mucho avanzado en estos años. Corren vientos de involución política.
Que nadie lo tome a broma. Ante esa ofensiva es más urgente si cabe un esfuerzo por rescatar la verdad de los hechos, antes de que se nos olvide incluso a los que lo vivimos, recolocar las placas derruidas, dar a conocer la memoria de las otras víctimas, rescatándolas del olvido y de la manipulación institucional, reivindicar la honra de todas las víctimas sin distinción, exigir el esclarecimiento de todos los crímenes, formando incluso comisiones de la verdad donde todavía sea factible. Y recordando a todos que en este país el sufrimiento de las últimas décadas es ideológicamente plural. Porque sin esa base será imposible construir una cultura de paz sólida y duradera.
La ausencia de una ruptura democrática como la que tuvieron en Portugal tuvo consecuencias especialmente dramáticas en Euskal Herria. Produjo un déficit democrático estructural y una sensación colectiva de frustración, con un destacado efecto perverso: alimentar a ETA, proporcionándole una percepción de legitimidad ante amplios sectores de la juventud.
Iñaki Quijera, como los obreros de Vitoria y tantos otros no son reconocidos hoy como víctimas. No encontraremos el eco de los lamentos de sus familias en los medios depositarios de esta ética selectiva que les ha negado el derecho a la memoria colectiva . Para el Gobierno de Navarra no existen otras víctimas que las producidas por ETA. Cualquier asesinado por la banda tendrá su calle dedicada. De ninguna manera José Luis Cano, Germán Rodríguez, Mikel Zabalza o Ángel Berroeta, aunque ninguno de ellos portase jamás una pistola.
Lo cierto es que se hace difícil en esta época reclamar la necesidad de una mirada colectiva y multilateral sobre las víctimas. Tras los tiempos duros de Ermua fue posible construir a un nivel razonablemente compartido una cultura de reconciliación y comprensión global del sufrimiento. Hoy todo está bastante más difícil. Cada universo se ha vuelto más refractario en torno a sus víctimas de referencia. No se siente el dolor ajeno. Ha influído, sobre todo, cierto es, la sensación de ruina en progresión geométrica tras romper ETA sus dos treguas y continuar asesinando. Pero también la actitud del Estado. De la derecha se podía esperar. Desde Cánovas hasta nuestros días todas sus expresiones históricas siempre han recurrido a soluciones autoritarias y antidemocráticas al conflicto vasco. Pero en esa misma filosofía coincide básicamente el PSOE, tanto los que crearon el GAL como los que ahora para exhibir su autoridad procesan por enaltecimiento del terrorismo a familiares que acuden a recibir a ex-presos, y condenan a penas inconcebiblemente exageradas a vecinos exaltados por situaciones democráticamente anómalas como la de Lizartza. En definitiva es el recurso a la instrumentalización de la justicia, y al tópico de la validez de cualquier solución contra el terrorismo. Aunque muchas veces sean fuegos de artificio destinados a su explotación en los medios, como lo hace a diario el consejero de Interior Ares.
Por eso el concepto de paz se vende mal actualmente. Es una palabra demasiado usada y manipulada. Lo mismo que la reconciliación, entendida como algo muy distante del ajuste de cuentas, de la revancha política y de la humillación. No es casual ni anecdótico que asistamos últimamente a la ruptura de placas y al ultraje del recuerdo de los antifranquistas muertos. Los sucesores políticos de los vencedores están envalentonados, instalados en la épica de una nueva cruzada, cuyo objetivo es mucho más el botín político que la convivencia, y aspiran a arrasar con todo, a aprovechar el impulso antiabertzale para llevarse por delante todo las precarias conquistas de la memoria histórica y lo poco o mucho avanzado en estos años. Corren vientos de involución política.
Que nadie lo tome a broma. Ante esa ofensiva es más urgente si cabe un esfuerzo por rescatar la verdad de los hechos, antes de que se nos olvide incluso a los que lo vivimos, recolocar las placas derruidas, dar a conocer la memoria de las otras víctimas, rescatándolas del olvido y de la manipulación institucional, reivindicar la honra de todas las víctimas sin distinción, exigir el esclarecimiento de todos los crímenes, formando incluso comisiones de la verdad donde todavía sea factible. Y recordando a todos que en este país el sufrimiento de las últimas décadas es ideológicamente plural. Porque sin esa base será imposible construir una cultura de paz sólida y duradera.
Praxku