Ante el tribunal federal, Ignacio Sarabia pide a la juez de primera instancia, Jacqueline Rateau, que le permita explicar por qué cruzó sin autorización la frontera internacional entre los dos países. Ya se ha declarado culpable del delito federal conocido comúnmente como “entrada ilegal” y está a punto de recibir sentencia de prisión. A su lado hay ocho hombres en la misma situación, todos de rostro bronceado, todos con la misma ropa desgarrada y sucia que llevaban cuando los agentes de la Patrulla de Fronteras de EEUU les arrestaron en el desierto de Arizona.
Una vez más, el programa de tolerancia cero del programa de refuerzo de fronteras conocido como Operación Streamline se ha desarrollado como siempre aquí en Tucson, Arizona. Cerca de 60 personas se han acercado ya a la juez en grupos de siete u ocho, con las cabezas sumisamente inclinadas, con los cuerpos abrumados por los grilletes y cadenas alrededor de muñecas, cintura y tobillos. La juez ha dictado las pertinentes sentencias de prisión sucesiva y rápidamente: 180 días, 60 días, 90 días, 30 días…
Una y otra vez, día tras día. Como tantos menús servidos en restaurantes de comida rápida, se han dictado 750.000 sentencias de prisión de ese tipo desde que se lanzó la Operación Streamline en 2005. Este
procesamiento en masa de indocumentados que cruzan la frontera se ha convertido en la norma de tal manera que un
informe llegaba a la conclusión de que es ya “una fuerza impulsora de encarcelamiento masivo” en EEUU. Pero no es más que un único programa entre otros muchos supervisados por el régimen estadounidense de encarcelamiento masivo y refuerzo de fronteras que ha ido desarrollándose durante las dos últimas décadas, especialmente en la época posterior al 11-S.
Sarabia da un medio paso adelante. “Mi bebé tiene cuatro meses de edad”, le dice a la jueza en español. El bebé nació, le asegura, con una enfermedad en el corazón y es ciudadano estadounidense. No hay otra opción que operarle. Esta es la razón, dice, de “que yo esté delante de Vd.” Hace una pausa.
“Quiero estar junto a mi niño, que se encuentra en Estados Unidos.”
Está claro que a Sarabia le gustaría expresarse con determinación a medida que habla, pero resulta difícil a causa de los grilletes que le constriñen. Rateau rellena su taza de café mientras espera que le traduzcan esos comentarios al inglés.
Con anterioridad, en abril de 2016, el candidato presidencial republicano Donald Trump, aún en el calor de campaña de las primarias, afirmó una vez más que estaba dispuesto a levantar un
muro de hormigón de 9 metros de alto (o, dependiendo del lugar, de 16,7 metros) a lo largo de los 3.218 kilómetros de la frontera entre México y EEUU. Insistió en que
obligaría a México a pagar los 8.000-10.000 millones de dólares de tal barrera. Arrojando repetidamente esa carne roja en las fauces boquiabiertas del nativismo, ha anunciado también estos últimos meses que iba a crear una “
fuerza de deportación” notable, jurando repetidamente que iba a
prohibir que los musulmanes entraran en el país (una posición que revisa con regularidad) y, más recientemente, que iba a instituir un proceso de “
veto extremo” para los nacionales extranjeros que lleguen a EEUU.
En junio de 2015, mientras
subía por unas escaleras mecánicas de la Torre Trump durante la campaña presidencial, entre las promesas iniciales que hizo estaba la
construcción de un muro “grande” y “bello” en la frontera. (“Y nadie construye muros mejor que yo, créanme. Y los hago muy baratos. Porque haré que sea México quien pague el muro.”) Mientras se sacaba esa promesa del sombrero con un toque de mago, la historia real de la frontera desapareció. A partir de entonces, en las elecciones de 2016 sólo hubo un desierto vacío y Donald Trump.
Durante el último cuarto de siglo, ningún gobierno, de ninguno de los dos partidos, ha ahorrado esfuerzos a la hora de poner en marcha todo un conjunto sin precedentes de muros, sistemas de detección y guardias para esa frontera sureña. En esos años, el número de agentes de la Patrulla de Fronteras se ha
quintuplicado de 4.000 a más de 21.000, mientras Protección de Fronteras y Aduanas se convertía en la mayor agencia federal de aplicación de la ley en el país, con más de 60.000 agentes. El presupuesto anual para esos objetivos se incrementó de 1.500 millones de dólares a
19.500 millones, una subida de más de doce veces. En 2016, la financiación por el gobierno federal de las leyes de fronteras e inmigración añadió hasta 5.000 millones más que para el resto de agencias de aplicación de las leyes federales.
La Operación Streamline, un programa que es piedra angular del “
Consequence Delivery System”, que forma parte de una estrategia de disuasión más amplia que las patrullas fronterizas para acabar con la inmigración indocumentada, es sólo un aspecto de una inmensa maquinaria de vigilancia-encarcelación-deportación. El programa es tan eficaz como su nombre sugiere. No es “El Muro” pero incorpora la lógica del muro: o has cruzado de forma “ilegal” o no. No importa el por qué, o si perdiste tu empleo o si has tenido que saltarte comidas para poder alimentar a tus hijos. No importa que tu casa se haya inundado o que la sequía haya secado tus campos. No importa que estés huyendo para salvar tu vida de los matones del cartel de la droga o de las mismas fuerzas del ejército o de la policía que se supone tienen que protegerte.
A este sistema fue al que Ignacio Sarabia se enfrentó hace pocos meses en un tribunal de Tucson. Su tragedia es una más de las que se desarrollan muchas veces a diario a unas meras siete manzanas de donde vivo.
Antes de que les cuente cómo respondió la jueza a su petición, es importante comprender el viaje de Sarabia, y el de tantos miles que como él acaban ante este tribunal federal día tras día. Cuando pedía poder estar con su hijo recién nacido, su voz se quebraba de la emoción, con su historia atrapada en el estilo que ya es trumpiano de vigilancia de fronteras –tanto en el dolor y sufrimiento que ha causado como en la estrategia y acumulación masivas detrás de ella- de una manera que no reflejan la retórica de campaña de ambos partidos ni la información sobre la misma. Mientras los reporteros intentan encontrar una pista para explicar a la bestia de Trump y sus a menudo insostenibles afirmaciones y declaraciones, nadie recoge la realidad que se vive sobre el terreno en la frontera. En efecto, uno de los mayores “secretos” de la campaña electoral de 2016 (aunque debería ser de conocimiento general) es que el muro fronterizo existe ya. Que lleva años ahí y que las huellas que hay por todo él no son las de Donald Trump sino las de los Clinton, tanto de Bill como de Hillary.
El Muro que ya existe
Veintiún años antes de la promesa de Trump de construir un muro (y siete años antes de los ataques del 11-S), el cuerpo de ingenieros del ejército de EEUU empezó a reemplazar la valla de tela metálica que separaba Nogales, Sonora, en México, de Nogales, Arizona, en Estados Unidos, con un muro construido con colchonetas oxidadas de las guerras de Vietnam y el Golfo Pérsico. Aunque ha habido varios intentos poco entusiastas de construir muros fronterizos a lo largo del siglo XX, este fue el primer esfuerzo auténtico para levantar una barrera en lo que ahora podríamos definir como magnitud trumpiana.
Esa imponente muralla oxidada serpenteaba a través de las colinas y cañones del norte de Sonora y del sur de Arizona alienando para siempre un mundo que, dados los vínculos familiares y comunitarios transfronterizos, se consideraba entonces único. En aquel tiempo, ¿quién podía haber imaginado que la estrategia que aquel primer muro representaba iba a ser el modelo actual del sistema masivo de exclusión?
En 1994, la amenaza no era el “terrorismo”. En parte, el llamamiento a fronteras más militarizadas y reforzadas vino en respuesta, entre otras cosas, a la interminable guerra de la droga. También vino de las autoridades estadounidenses, que se anticiparon al desplazamiento de millones de mexicanos tras la implementación del nuevo Acuerdo de Libre Comercio para América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), acuerdo que, para colmo de ironías, perseguía la eliminación de barreras al comercio y a la inversión a través de América del Norte.
Y las expectativas de aquellas autoridades demostraron estar justificadas. Las
turbulencias posteriores en México, como me explicó el analista Marco Antonio Velázquez Navarrete, fueron como las secuelas de una guerra o un desastre natural. Los pequeños agricultores no podían competir con los muy subvencionados gigantes de la industria agropecuaria estadounidense, como Cargill y Archer Daniels Midland. Los propietarios mexicanos de pequeños negocios fueron a la bancarrota como consecuencia de las acciones de Walmart, Sam’s Club y otros poderes corporativos. La minería controlada por compañías extranjeras se extendió por franjas inmensas de México, causando conflictos territoriales y envenenando la tierra. La
emigración desesperada y sin precedentes que siguió se topó con lo que podría considerarse el otro lado de la doctrina Clinton de comercio abierto: muros, aumento de los agentes de frontera, aumento de las patrullas y nuevas tecnologías de vigilancia destinadas a acabar con los puntos de cruce tradicionales en zonas urbanas como El Paso, San Diego, Brownsville y Nogales.
“Esta administración ha hecho un gran esfuerzo para reforzar la protección de nuestras fronteras”,
dijo el presidente Bill Clinton en 1996. “Estamos aumentando los controles fronterizos en un cincuenta por cien”.
En los siguientes veinte años, ese aparato fronterizo se ampliaría exponencialmente en términos de personal, recursos y alcance geográfico, pero la estrategia central de la década de 1990 (
etiquetada “Prevención Mediante la Disuasión”) siguió siendo la misma. La cada vez mayor vigilancia fronteriza y militarización hicieron que los desesperados emigrantes se dirigieran hacia lugares remotos como el desierto de Arizona, donde las temperaturas pueden alcanzar los 50º en lo tórrido del verano.
El primer memorando de estrategia fronteriza de EEUU en 1994
predecía el trágico futuro que ahora tenemos. “Quienes entren de forma ilegal por un algún paraje remoto e inhabitado de tierra y mar a lo largo de la frontera puede encontrarse en peligro de muerte”, afirmaba.
Veinte años después, en las zonas fronterizas desérticas de EEUU se han encontrado más de
6.000 restos. Cientos de familias continúan buscando a sus seres queridos desaparecidos. El Centro Colibrí por los Derechos Humanos tiene
registros de más de 2.500 desaparecidos que fueron vistos por última vez cruzando la frontera entre EEUU y México. En otras palabras, que esa frontera se ha convertido en un cementerio de huesos y tristeza.
A pesar de toda la atención prestada al muro y a la frontera en esta época electoral, ni las campañas de Trump ni la de Clinton han mencionado “Prevención mediante la Disuasión” ni las posteriores muertes en la frontera. Ni una sola vez. Lo mismo pasa con los medios del
establishment que no paran de hablar del muro de Trump. Poca mención se ha hecho de lo que los grupos de frontera llevan tiempo llamando “
crisis humanitaria” de muertes que se han
quintuplicado a lo largo de la última década gracias, en parte, a un muro que ya existe. (Si las personas que mueren fueran canadienses o europeas, desde luego que se prestaría atención.)
Aunque la construcción del muro empezó en el curso de la administración de Bill Clinton, el Departamento de Seguridad Interior (DHS, por sus siglas en inglés) construyó la mayor parte de los aproximadamente 1.127 kilómetros de valla una vez aprobada la Secure Fence Act de 2006. En aquel tiempo, la senadora Hillary Clinton
votó a favor del proyecto de ley presentado por los republicanos, junto con otros 26 demócratas. “Cuando era senadora, voté en numerosas ocasiones a favor de gastar dinero en construir una barrera que intentara impedir que entraran los inmigrantes ilegales”,
comentó en un evento de la campaña de 2015, “porque creo que tienes que controlar tus fronteras”.
Se temía que el proyecto de 2006 de construcción de un muro fuera tan destructivo a nivel medioambiental que el jefe de la seguridad interior, Michael Chertoff,
no aplicó 37 leyes medioambientales y culturales en nombre de la seguridad interior. De esta forma, permitió que los buldóceres de la Patrulla de Fronteras violaran tierras salvajes y sagradas que estaban protegidas.
“Imaginen un buldócer aparcando en la tumba de tu familia, removiendo sus huesos”,
dijo en 2008 ante el Congreso el presidente Ned Norris, Jr, de la nación de los Tohono O’odham (una tribuna nativa americana cuya tierra original quedó cortada en la mitad por la frontera estadounidense). “Esa es nuestra realidad”.
Con un precio promedio de 4 millones de dólares
la milla, esos muros, barrera y vallas fronterizas han demostrado ser uno de los proyectos de infraestructura de fronteras más costosos emprendidos por EEUU. Por otra parte, para los contratistas privados de la frontera, es el regalo que no cesa. En 2011, por ejemplo, la DHS concedió a Kellogg, Brown and Root, una sucursal de Halliburton, una de nuestras “
corporaciones guerreras", un
contrato de mantenimiento por valor de 24.400 millones de dólares.
En Tucson, a primeros de agosto, el candidato republicano a la vicepresidencia, Mike Pence, miraba por en cima de un mar de gorras y camisetas rojas con la leyenda “ Make America Great Again” [Hagamos a EEUU grande de nuevo] y dijo: “Aseguraremos nuestra frontera. Donald Trump construirá ese muro”. Le respondieron con atronadores aplausos, aunque esta esta afirmación no tuviera sentido en absoluto.
Si Trump llegara realmente a ganar, ¿cómo podría construir algo que ya existe? De hecho, para todos los propósitos prácticos, el “Gran Muro” del que habla Trump podría, en enero de 2017, estar tan anticuado como la Gran Muralla de China, teniendo en cuenta los nuevos métodos de vigilancia con tecnología punta presentes ya en el mercado. Esos métodos están siendo desarrollados en gran medida y de forma regular por una industria de tecnovigilancia fronteriza
en auge.
La frontera del siglo XXI ya no sólo va de muros; tiene que ver con la
biometría y los aviones no tripulados (
drones).
Se trata de un “enfoque estratificado de la seguridad nacional”, dado que, como el exjefe de la Patrulla de Fronteras Mike Fisher ha
señalado: “La frontera internacional ya no es la primera ni la última línea de defensa, sino una de muchas”. La
promesa de Hillary Clinton de “reforma migratoria integral” –que se introducirá en los cien días de su llegada al Despacho Oval- es una guía mucho más fiable que el muro de Trump para nuestro sombrío futuro de inmigración. Si su proyecto de ley sigue la pauta de los anteriores, como seguramente ocurrirá, un régimen fronterizo estratificado, de última tecnología, privatizado, cada vez más destructivo y cada vez más peligroso para el futuro de Ignacio Sarabia, continuará siendo una prioridad del gobierno federal.
Hay importantes diferencias entre las plataformas de inmigración de Clinton y Trump en la superficie. Los comentarios y declaraciones salvajemente xenófobos de Trump son bien conocidos de todos, y Clinton
afirma que luchará, entre otras cosas, por la unidad familiar de quienes se ven separados a la fuerza por la deportación y que promulgará una ley de inmigración “humana”. Sin embargo, en el fondo, las políticas de los dos candidatos son mucho más similares de lo que pueda parecer a primera vista.
Navegando ahora por las fronteras de Donald Trump
Ese día de abril, el tribunal federal de Tucson sólo dispuso de una pizca de información sobre el cruce de la frontera de Ignacio Sarabia para reunirse con su mujer y su hijo recién nacido. Había entrado en EEUU “cerca de Nogales”. Lo más probable es que eludiera el muro iniciado durante la administración Clinton, como hacen la mayor parte de los inmigrantes, abriéndose camino a través de los cañones potencialmente peligrosos que rodean esa ciudad fronteriza.
Si su experiencia fue la típica, es probable que no tuviera suficiente agua ni alimento y que sufriera algunas molestias físicas como las grandes y dolorosas ampollas en los pies. Ciertamente, no era algo atípico tratar de reunirse con sus seres queridos. Después de todo, más de 2,5 millones de personas han sido expulsadas del país por la administración Obama, con una
tasa media anual de deportación cercana a las 400.000 personas. A propósito, esto sólo ha sido posible gracias a las
leyes firmadas por Bill Clinton en 1996 y destinadas a pulir su
legado, que sirvieron para ampliar enormemente los poderes de deportación del gobierno.
Sólo en 2013, el departamento de Immigration and Customs Enforcement llevó a cabo 72.000
deportaciones de padres que dijeron que sus hijos habían nacido en EEUU. Y es muy probable que muchos de ellos estén intentando cruzar de nuevo la peligrosa frontera del sur para reunirse con sus familias.
El paisaje de cumplimiento de la ley al que Sarabia se enfrentaba ha cambiado drásticamente desde el primer muro construido en 1994. La frontera posterior al 11-S es ahora una zona de guerra y un escaparate de la vigilancia corporativa. Representa,
según el agente de la Patrulla de Fronteras Felix Chavez, un “despliegue de recursos sin precedentes”, cualquiera de los cuales podría haber llevado a la captura de Sarabia. Podría haber sido uno de los cientos de sistemas de vigilancia remota por video o móvil, o uno de los más de 12.000 sensores de movimiento implantados que hacen sonar las alarmas en salas de control operativas escondidas donde los agentes no desvían la mirada de los grandes monitores.
Podrían haber sido las
torres de espionaje construidas por la compañía israelí Elbit Systems y colocadas por doquier, o los
drones Predator B construidos por General Atomics, o los
sistemas de radar VADER, fabricados por el gigante de la defensa Northrup Grumman que, como tantas otras tecnologías similares, han sido transportados desde los campos de batalla de Afganistán o Iraq a la frontera estadounidense.
Si la reforma integral de la inmigración que Hillary Clinton promete introducir como presidenta se basa en el paquete bipartidista del Senado ya existente, como se ha
indicado, entonces este paisaje de vigilancia corporativista se verá apuntalado y reforzado. Habrá
19.000 agentes más de la Patrulla de Fronteras moviéndose en patrullas móviles a través de las “
jurisdicciones de control fronterizo”, que se extienden hasta 160 kilómetros tierra adentro. Más camiones F-150 y vehículos todo terreno se desplazarán por el desierto,
destrozándolo en ocasiones. Habrá más helicópteros Blackhawk volando a baja altura que ahogarán en polvo a los grupos de emigrantes dispersos, muchos de ellos caminando ya perdidos por el inmenso y reseco desierto.
Si el próximo Congreso llega a aprobar ese paquete, podrían presupuestarse hasta
46.000 millones de dólares más para todo eso, incluyendo financiación para cientos de kilómetros de muros nuevos. Los vendedores corporativos están ya salivando ante la perspectiva de tal futuro y puede observárseles en un estado visible de euforia en las ferias comerciales dedicadas a la seguridad interior de todo el planeta.
El proyecto de ley de 2013 aprobado por el Senado, aunque no en el Congreso, incluía también un proceso de legalización para los millones de indocumentados que viven en EEUU. Mantenía programas que garantizarán la residencia legal de los niños que llegaron a EEUU a una edad temprana y sus padres. Lo más probable es que un proyecto de ley de reforma integral en una presidencia Clinton ofreciera términos similares.
Incluido en ese proyecto de ley iba, desde luego, la financiación para
reforzar la Operación Streamline. El tribunal federal de Evo A. DeConcini en Tucson tendría entonces capacidad para procesar al triple del número de personas que en estos momentos.
Después de tomar un sorbo de café y escuchar la traducción de los comentarios de Ignacio Sarabia, la juez le mira y le dice que lamenta su problema.
Personalmente, me siento cautivado por su historia mientras me siento en un banco de madera en la parte de atrás del tribunal. Tengo un niño de la misma edad que su hijo. No puedo ni imaginarme su angustia. Ni una sola vez mientras habla puedo dejar de pensar en que mi niño podría incluso haber nacido el mismo día que el suyo.
La juez mira entonces directamente a Sarabia y le dice que no puede entrar aquí “ilegalmente”, que tiene que encontrar una “vía legal” (lo cual es muy poco probable, teniendo en cuenta la
condena penal que aparecerá ahora en sus antecedentes). “Tu hijo, dice, “cuando se encuentre mejor, y su madre, pueden visitarte donde estés en México”.
“De otra forma”, añade, tendrá que “visitarte en la prisión”, que no es exactamente, puntualiza, un escenario atractivo: tener que ver a su padre en una prisión donde “estará encerrado un tiempo muy largo”.
Seguidamente, sentencia a los nueve hombres que están hombro con hombro frente a ella a períodos de cárcel que van desde 60 a 180 días por el delito de cruzar una frontera internacional sin la documentación pertinente. Sarabia recibe una sentencia de 60 días.
A continuación, los guardias armados de G4S –el contratista privado que una vez empleó a Omar Matten (el asesino del club nocturno Pulse) y que disfruta de un
lucrativo contrato en la frontera por valor de 250 millones de dólares con Custums and Border Protection- transportará a cada uno de los esposado prisioneros a la prisión privada que Corrections Corporationes of America tiene en Florence, Arizona. Es allí donde Sarabia pensará en el amenazado corazón de su bebé, desde detrás de capas de alambre de espino enrollado, mientras la corporación que dirige la prisión consigue
124$ al día por tenerle encarcelado.
En realidad, los Estados Unidos de Trump no esperan a que llegue su presidencia. Están ya desplegados ante nosotros y uno de los lugares donde están plasmándose cada día es Tucson, a sólo siete manzanas de mi casa.
Todd Miller (traducido del inglés por Rebelión)