El pasado nueve de abril hubo una manifestación por la paz en Bogotá que aunó a más de un millón de asistentes. La enorme y hermosa Plaza de Bolívar se llenó muy pronto de apretado público y por las calles principales transitaron cientos de miles de personas. En la práctica, no hubo incidentes violentos y el orden consciente acompañó todo el acto masivo.
Toda la prensa (El Espectador y El Tiempo de modo principal) destacó la fortísima presencia de afrodescendientes, indígenas, mujeres (sus organizaciones provenían de todas las partes de Colombia), campesinos, estudiantes de muchas universidades y personas originarias de las zonas más distantes de la geografía nacional. “Los indígenas – decía a los medios el gambiano Manuel Antonio Ussa- no promovemos la guerra, la vivimos y ponemos gran parte de los muertos. Nos manifestamos a favor del proceso de paz, no del protagonismo de sus actores, y nos sentimos parte del país.”
Tremendas palabras procedentes del Valle del Cauca, donde la conciencia antibelicista alcanza su máxima expresión. Tienen la dolorosa experiencia de sobreponerse al constante fuego cruzado entre la guerrilla y las fuerzas militares. Y quien, sobre esta marcha por la paz, piense en escenas coloridas, costumbristas, folklóricas, de atavíos exóticos del pueblo indígena, se equivoca de medio a medio. Por el asfalto de Bogotá caminaban no pocos descalzos, en silencio, en grupos, cogidos de la mano, por el temor de perderse, con cierto asombro en su mirada ante esas desconocidas dimensiones urbanas y frente a la presencia imponente de aquellas multitudes.
Teodoro Perea y un grupo de 68 afrodescendientes tardaron seis días en llegar desde Mandé a la capital de Colombia, en barco por el río Atrato, a pie y en autobús. Varios días, uno, dieciséis horas, emplearon la mayoría de las gentes en llegar con mucho esfuerzo a Bogotá.
Comunidades negras, indígenas, campesinos, mujeres y estudiantes caminaban a paso lento en medio de los retratos de quienes desaparecieron durante el conflicto armado. Nadie olvidaba tampoco, en pancartas y opiniones, que la salida de la guerra no puede dejar las cosas como están, pues no se ha de soslayar la urgencia de la justicia social en una nación donde la desigualdad y la pobreza hieren con constancia la vista. Ninguna declaración, oficial o no, dejó de manifestar que la marcha no tenía dueño, que era de todas y todos.
El éxito de la convocatoria se explica por la convergencia de varios factores. El 9 de abril era así mismo el 65 aniversario del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán. El negro homérico, candidato a una más que probable Presidencia de la República: quien supo aunar en un proyecto modernizador desde los liberales de izquierda al Partido Comunista. Asesinato a manos de la reacción oligárquica, que se vivió como una gran ocasión perdida y el inicio de una confrontación violenta duradera hasta nuestros propios días. Cuyos pormenores y golpazo en la memoria colectiva pueden leerse en los escritos sobre su vida de Gabriel García Márquez. Fue el comienzo de una violencia inmediata de grandes proporciones, el bogotazo, pero también de una guerra civil prolongada cuyas consecuencias todavía están presentes en el conflicto armado actual.
Además, el 9 de abril era el día de la Memoria y de las Víctimas, cuyo protagonismo, con muchos trabajos, empieza a ser creciente en toda la sociedad colombiana. Marcha Patriótica, un movimiento encabezado por la política Piedad Córdoba, tomó la iniciativa de convertir ese día en un apoyo a las conversaciones de La Habana entre las FARC y el Gobierno. La Iglesia católica por su parte respaldó de modo inequívoco y reiteradamente las mencionadas negociaciones. El Presidente Santos, con agilidad y reflejos se sumó a la acción colectiva por la paz, mediante una fuerte propaganda institucional y su propia presencia al frente de la manifestación. No menos decisiva ha sido la actuación del Alcalde de Bogotá Gustavo Petro, una personalidad de izquierdas, que ha aparecido en las imágenes, más allá de las ideologías, al lado del Presidente de la República.
La convocatoria ha logrado algo relevante, que es llevar a la calle el apoyo a las negociaciones entre la guerrilla y el Gobierno. Ahora bien, ¿cuál será el resultado final? Es muy difícil predecirlo pero, por de pronto, se expresan con vigor las voluntades de las dos partes con el fin de no abandonar las conversaciones y llegar a acuerdos concretos.
Hay posibilidades de llevar a buen puerto la paz y sus consecuencias. Tan es así que el ELN ya ha hecho también públicas sus intenciones de acabar con el conflicto armado y el Gobierno ha recogido este guante sin timidez ni triunfalismo.
La salida a la guerra tiene sus dificultades intrínsecas, la impunidad, los posibles crímenes de lesa humanidad, el espinoso asunto del narcotráfico, la garantía de vida y reinserción para las y los combatientes que dejen las armas, etcétera. Pesa la preocupación general en la sociedad colombiana porque no se repita la horrible experiencia de la Unión Patriótica, cuyos políticos, que habían abandonado las armas a través de un acuerdo institucional, fueron eliminados uno a uno, muchos más de dos mil, por las fuerzas paramilitares al alimón con la vista gorda del poder político.
Aún y todo, el escollo más destacado lo componen quienes se han declarado públicamente enemigos de las negociaciones de La Habana. Quienes agitan lo de paz sin impunidad, cuando todavía no han discutido este punto de las responsabilidades penales las dos partes implicadas. Quienes, capitaneados por el expresidente Uribe, que tan buena prensa ha tenido durante su mandato en los principales medios de comunicación españoles, identifican diálogo con rendición y presencia en la mesa negociadora con la citada impunidad sin apoyarse en nada concreto.
Ha ido tan lejos Uribe en su irresponsable actuación, llena de celos hacia el Presidente Santos, que ha filtrado a la prensa una operación militar secreta del ejército colombiano. Consistente en facilitar la salida hacia La Habana de algunos miembros, Pedro Catatumbo entre ellos, dirigentes militares de las FARC, con el fin de participar en las reuniones (lo que al decir de todos los expertos fortalece el proceso).
Con eso, Uribe quería hacer ver al público que un ejército claudicante baja los brazos por orden del Gobierno. Y, de paso, pretendía dividir a los mandos militares con una actitud que alguna periodista ha definido ya como golpista.
Para hacernos una idea del riesgo que encierra lo de Uribe, desde Euskal Herria podríamos pensar en una especie de Mayor Oreja, pero que se nos hubiera vuelto listo, rápido e inteligente en suma. Y encima con un enorme arraigo entre poderosas cadenas de comunicación, círculos sociales, relaciones internacionales (USA y España), con fuerte presencia cotidiana en radio y televisión. En resumen, todo un peligro que aglutina a la poderosa ultraderecha colombiana, la –así se le llama con propiedad- guerrerista o partidaria de la guerra. Sin el uso de máscaras ni eufemismos.
José Ignacio Lacasta-Zabalza