En una sociedad democrática existen dos esferas de actividad que definen lo público, dos esferas con actividad bien diferenciada y que requieren de perfiles completamente distintos a la hora de desarrollarla. Estoy hablando de la política y su máxima expresión; los partidos y las organizaciones políticas, y la gestión de lo público; la administración pública.
La primera es donde se definen las políticas públicas y estas solo se pueden generar del debate de las ideas y están sometidas al control de la ciudadanía mediante los procesos electorales. La segunda gestiona el dinero público para sacar adelante esas políticas públicas que ha elegido la ciudadanía y su control no pude hacerse bajo ninguna otra perspectiva que no sea la profesionalidad y el cumplimiento de los objetivos que marcan esas políticas públicas. La primera debe regirse por dos criterios fundamentales; la transparencia y la libertad, y la segunda por la capacidad profesional y la neutralidad.
Uno de los problemas típicos que más se le ha achacado a la gestión de lo público a lo largo del tiempo ha sido su burocratización como consecuencia de la rigidez de sus estructuras, las formas de acceso a ella, su garantismo y la inamovilidad de los empleados públicos. Y es cierto que todas estas características de la Administración pública tienen como origen y razón el interés por la profesionalización de la administración al margen del vaivén político y el trato igualitario que en teoría esta debe ofrecer a cualquier ciudadano y también es cierto que esas características llevadas al extremo lo más que pueden conseguir es la construcción de una maquinaria enorme y las más de las veces ineficaz.
Es en estos tiempos de crisis, con una tasa de paro desorbitada, cuando la vista del ciudadano que lo está pasando mal se vuelve hacia quienes tienen una especie de empleo vitalicio y afloran todos esos tópicos sobre la administración que en épocas de bonanza solo parecen afectar a los ciudadanos que sufren alguno de sus procedimientos en carne propia la mayor parte de las veces en forma de procedimientos ininteligibles o esperas tediosas. Puede ser que esta visión de la administración pública tenga un trasfondo real y que en otros tiempos tuviera mucho que ver con su funcionamiento pero no es la burocracia el mayor problema que afronta hoy la administración sino su absoluta desprofesionalización.
Al final, aquellas razones que llevaron al diseño de la administración que tenemos; la profesionalización y la neutralidad, y dada la poca fortuna con que durante años se desarrolló han sido sustituidas poco a poco maquillados con criterios de agilidad y confianza política por un elemento todavía mucho más pernicioso para su funcionamiento como es el nepotismo.
La administración de hoy es una mezcla con lo peor de los dos sistemas a base de duplicar sus estructuras de dirección con una cohorte de advenedizos, que las más de las veces tendrían un oscuro futuro al margen del partido que les proporciona sustento, prestos a obedecer la voz de su amo y carentes de cualquier rigor profesional, mientras que los técnicos profesionales han sido asignados a funciones subordinadas cuando no directamente superfluas.
Así las cosas, una esfera que debiera ser campo de profesionalidad y neutralidad se ha convertido en un mercadillo de canonjías y prebendas al calor de la afinidad política.
Por el contrario, y para más escarnio, en la esfera donde la política debiera ser lugar común y ser útil para construir nuevos mensajes y soluciones para la sociedad, los políticos han sido sustituidos por una casta burocratizada, las más de las veces desideologizada, que han convertido la actividad política en una profesión, impidiendo el debate de las ideas sustituyéndolo por reglamentos y estatutos de la más variada procedencia que se utilizan indiscriminada y profusamente como trincheras para la defensa de la inmovilidad.
Cerrando así el círculo perfecto del mundo al revés, en el ámbito de lo técnico gobiernan los políticos y en el ámbito de lo político los burócratas…
El resultado, a la vista está.
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