Hubo una época en la que los dirigentes de la
izquierda abertzale reivindicaban el derecho de los presos de ETA a cumplir
íntegramente las condenas que les habían sido impuestas por los tribunales
españoles. No estaba bien visto acceder a los beneficios penitenciarios. Se
consideraba un signo de debilidad; de renuncia; de claudicación. Algo
equivalente a mancillar la militancia dejándose seducir por los insidiosos
guiños de complicidad del enemigo. Recuerdo el caso de un preso
apodado Txomiñena, que llegó a denunciar el hecho de que las
autoridades penitenciarias le hubieran concedido el tercer grado sin que él lo
hubiese pedido. Eran otros tiempos, evidentemente. Cumplir íntegramente las
penas impuestas por el régimen represivo era reputado como timbre de gloria;
como la plausible expresión de una militancia firme, que no cedía ante las
trampas tendidas por el Estado opresor.
Reconozco que cuando tuve conocimiento de la sentencia a través de los medios de comunicación, la música no me sonó bien. Sin ser especialista en Derecho Penal, me pareció que alterar in peius un criterio jurisprudencial tan arraigado como el que venía a modificar el Tribunal Supremo y en un ámbito tan relevante para la duración efectiva de las penas, no casaba bien con la cultura de las garantías y con la regla de la irretroactividad de las normas penales no favorables que había estudiado en la Universidad. Pese al tiempo transcurrido, recuerdo que comenté el caso con Diego López Garrido, que por aquella época ejercía de portavoz de los socialistas en el Congreso. Su impresión coincidía con la mía. Aquello parecía un atropello sin cuento. Tenía todas las trazas de una arbitrariedad sacada de la manga con el propósito de obstaculizar el buen fin del alto el fuego que ETA iba a decretar en breve. No podía ser constitucional. Su comentario fue expeditivo: “Eso lo echará para atrás el Tribunal Constitucional”. Esto último -huelga decirlo- yo no lo tenía tan claro.
Hace unas semanas -seis años después de aquél episodio- se han dictado las primeras sentencias del alto tribunal que se pronuncian sobre la doctrina Parot. De entrada, me sorprendió -negativamente- leer en la prensa escrita que el Tribunal Constitucional había discernido entre los supuestos en los que se había producido una liquidación de la condena y aquellos otros en los que no se había producido tal circunstancia. ”¿Por qué -pensé- la liquidación de la pena ha de ser tan importante si el marco normativo es el mismo y es bastante claro? Pero como no soy amigo de opinar en público sobre el contenido de resoluciones judiciales sin antes haberlas leído, he preferido mantenerme en silencio que pronunciarme sobre la base de meras impresiones. Sin embargo, ayer tuve ocasión de leer algunas de esas sentencias. Aproveché, para ello, el vuelo de regreso a Bilbao, que salió de Madrid con notable retraso. Y no me importa reconocer que la frialdad que se apoderó de mi cuerpo cuando analicé sus fundamentos jurídicos, se trocó en entusiasmo -y hasta en íntima satisfacción- cuando llegué a los votos particulares redactados y suscritos por la magistrada Adela Asua, en los que aprecié una solidez argumental y un entronque con el universo de las garantías, dignos de mención y hasta de aplauso.
Adela Asua es Catedrática de Derecho Penal. La única penalista del Tribunal Constitucional. Y, probablemente, por ello, la que con mayor solvencia maneja los entresijos del principio de legalidad penal en relación con la figura de la redención de penas por el trabajo, tal y como esta fue concebida en el Código Penal de 1973. Su autoridad en la materia es claramente perceptible en el texto de los votos particulares, que están escritos con un rigor encomiable.
Mis primeros pasos en el ámbito del Derecho Penal, los recorrí, en la etapa universitaria, de la mano de un grupo de jóvenes profesores que por aquel entonces se iniciaban en la docencia. Entre ellos figuraba Adela Asua, que se encargó de enseñarnos, precisamente, el primer bloque de la parte general; el que incluye el alcance y contenido del principio de legalidad en el ámbito punitivo. Junto a ella, el cuadro docente lo completaban Juan Etxano y José María Lidón. El primero sigue impartiendo clases en la Universidad de Deusto. Continúa siendo un excelente profesor; serio, concienzudo y ponderado. El segundo saltó dramáticamente a las portadas de los medios de comunicación porque, años después, ya integrado en la judicatura por el cuarto turno, fue asesinado por ETA en Getxo.
Conservo un excelente recuerdo de aquél grupo de profesores. Probablemente porque veníamos de un período en el que la idea de las garantías no había pasado de constituir un enunciado vacío -tan pomposamente citado como fieramente pisoteado- los docentes que nos abrieron las puertas a las interioridades del Derecho Penal pusieron especial empeño en inculcarnos un sentido jurídico de sólida inspiración garantista. Y las garantías -principalmente las asociadas al derecho punitivo y al ámbito procesal penal- pasaron a formar parte de ese trasfondo de valores que, más allá de la técnica jurídica, permanece firme con el paso de los años. Por ello -lo digo sin ambages- me ha producido una enorme satisfacción comprobar que, casi treinta años después, Adela Asua sigue creyendo en el compromiso del jurista con las garantías que salvaguardan la libertad del ciudadano frente a los eventuales excesos del ius puniendi. Sus votos particulares -insisto en ello- me parecen espléndidos. Sencillamente, soberbios. En primer lugar, porque descansan sobre un razonamiento impecable. Y en segundo término, porque ese consistente esfuerzo argumental se orienta hacia un horizonte francamente loable: poner coto a la arbitrariedad de los poderes públicos. Su lectura ha debido ser sonrojante para los magistrados que suscriben la sentencia principal.
La tesis central de la resolución sostiene que el cambio jurisprudencial impulsado por el Tribunal Supremo al esbozar la conocida como doctrina Parot, ni vulnera ni puede vulnerar el principio de legalidad penal, porque no constituye una reforma legal. En el peor de los casos, tan sólo puede dar pie a la vulneración del derecho a la intangibilidad de las sentencias -incluido en el derecho a la tutela judicial efectiva ex artículo 24.1 CE- así como, en su caso, a la del derecho a la libertad (artículo 17.1 CE), en la medida en que la aplicación del nuevo criterio por parte de la Audiencia Nacional haya podido hacer que el recluso se viera obligado a pasar un excesivo tiempo en prisión. No hay más. El giro jurisprudencial, en sí mismo, no entraña vulneración de derecho alguno.
Pero el voto particular de Adela Asua arranca de un planteamiento más ambicioso y, por ende, más comprometido. Defiende que, además de esa doble violación, el cambio de criterio jurisprudencial impulsado por el Tribunal Supremo con la doctrina Parot, entraña, también, una vulneración del derecho fundamental a la legalidad penal ex artículo 25.1 CE. Y lo hace con una solvencia y un poder de convicción que, a mi juicio, son claramente superiores a los que acompañan a la exigüa argumentación sobre la que descansa la sentencia principal. Según su tesis, una interpretación desfavorable del artículo 70.2 del Código Penal de 1973 que quiebra “el pacífico entendimento mantenido hasta entonces” con tan graves consecuencias en la libertad de las personas, remueve la situación jurídica previamente conformada y las fundadas expectativas jurídicas acordes al entendimiento incontrovertido de la normatia aplicable, suponiendo “un cambio de las reglas de juego en la contabilización del cumplimiento de la condena que difícilmente podrá superar el test de previsibilidad sobre el alcance de las consecuencias punitivas previstas en la ley en relación a un elemento tan importante como la efectiva duración de la privación de libertad que comporta la condena”.
El voto particular desarrolla un análisis exhaustivo de lo que supuso la redención de penas por el trabajo en el marco regulatorio del Código Penal de 1973 y reflexiona en los siguientes términos:
“La cuestión aquí debatida, la constitucionalidad de un cambio de criterio sobre los parámetros que marcan la contabilidad del cumplimiento de las penas, debe analizarse atendiendo al fundamento material del derecho consagrado en el artículo 25.1 CE porque tal cambio de criterio altera de forma sustancial la previsión racionalmente fundada sobre la duración efectiva de la pena que la persona condenada pudo establecer al comenzar su ejecución. El acceso al conocimiento seguro de la duración de la pena, su previsibilidad conforme a las pautas vigentes no sólo en el momento de aplicación de la ley sino en el de los hechos enjuiciados, son elementos que pertenecen al núcleo del derecho fundamental a la ley previa, cierta, precisa, tanto respecto de los delitos como respecto a las consecuencias punitivas correspondientes. Y en el contexto de las singularidades del Código Penal de 1973 este conocimiento cierto debe abarcar no sólo el límite nominal del quantum de dicho cumplimento sino también su traducción correspondiente en un límite efectivo de menor duración por el acortamiento derivado del abono del tiempo redimido por trabajo”.Desde ese presupuesto, Adela Asua alcanza la conclusión de que “la interpretación aplicada por remisión a la doctrina [Parot] puede calificarse de imprevisible porque adiciona al tenor literal de la ley una exigencia no incluida en ella, como es la de que el cumplimiento de la condena deba realizarse en toda su extensión “en un centro penitenciario”, excluyendo con ello la regla general del Código Penal de 1973 de redención de penas por trabajo”. El corolario de todo ello es inevitable: el giro jurisprudencial dado por el Tribunal Supremo al alumbrar la doctrina Parot y pretender su aplicación retroactiva, vulnera el principio de legalidad penal recogido en el artículo 25.1CE.
Basta un leve contraste de la argumentación utilizada por el voto particular con la que sirve de sustento a la sentencia matriz, para darse cuenta de que aquélla está mejor trabajada y es bastante más sólida a la hora de abordar las implicaciones de la redención de penas por el trabajo -según el Código Penal de 1973- con el principio de legalidad penal. Una mayor solidez argumental que, además, está puesta al servicio de la cultura de las garantías.
Y siendo eso así, se preguntará más de uno, ¿por qué razón no se impuso la tesis de Adela Asua en el seno del Tribunal Constitucional? ¿Acaso el alto tribunal no tiene encomendado el papel de de supremo garante en la salvaguarda de los derechos fundamentales y las libertades públicas? ¿Es que no está moral -y hasta jurídicamente- obligado a acogerse a las interpretaciones más compremetidas con la defensa de esos derechos y libertades?
No tengo respuesta para estas preguntas. Pero seguro que al lector se le ocurre más de una razón que pueda explicar lo sucedido.
Josu Erkoreka, en su blog
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