domingo, 13 de septiembre de 2015

LOS ESPAÑOLES QUE HUYERON DE LA GUERRA Y ACABARON EN OTRA PESADILLA

Europa está viviendo en los últimos meses una de las mayores crisis humanitarias desde la Segunda Guerra Mundial. Debido a la complicada situación en Oriente Próximo, y muy especialmente a la guerra en Siria, se ha producido un éxodo masivo de personas hacia el viejo continente, atraídos por la prosperidad y por unos valores humanos que los líderes políticos europeos no pierden oportunidad para ensalzar.

Este miércoles, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, instaba en un sentido discurso en el Parlamento Europeo a los Estados miembros a que aceptasen las cuotas de refugiados propuestos por la CE. Apelaba a la solidaridad que hubo hacia “los republicanos españoles que huyeron a campos de refugiados en el sur de Francia tras la derrota en la Guerra Civil”. Con su discurso, además de una voluntad de ayuda digna de aplauso, el luxemburgués demostraba un desconocimiento total del calvario que tuvieron que pasar aquellas personas.

Los exiliados españoles fueron tratados de un modo inhumano, y en muchos casos explotados por unas autoridades francesas que traicionaron a la República. La acogida de los republicanos no fue en absoluto mejor que la que se está dando estos días a los refugiados sirios. En Europa, 76 años después, se repite la Historia.

Los centros que dispuso Francia para el medio millón largo de españoles que huyeron de la guerra fueron verdaderos campos de concentración. El propio Gobierno francés se refería a ellos como tales, y no como campos de refugiados. Pero más allá de las palabras, aquellos lugares estaban hechos para encerrar y controlar, y no para acoger personas. Quienes pasaron por ellos tuvieron que padecer, además de la humillación, hambre, sed y frío. Muchos murieron por ello.

El sufrimiento de los españoles comienza mucho antes del agónico final de la República. Cuando estalla la guerra en España, Francia estaba gobernada por León Blum, un hombre de izquierdas que había ganado las elecciones ese mismo año presentándose con una unión de partidos cuyo nombre comparte con la de los republicanos españoles: Frente Popular. Blum se plantea ayudar a la República, pero desiste por temor a Hitler y a quedarse sin su único aliado en caso de ataque alemán, una Gran Bretaña que recela más de los ‘rojos’ que de los fascistas sublevados. 

Los británicos siguen en este momento la “política de apaciguamiento”: ceder sin límites frente a los nazis con la esperanza de evitar la guerra. Presionado por ellos, en agosto Blum promueve el Pacto de No Intervención, que prohíbe a los países firmantes ─prácticamente todos en Europa─ prestar ayuda a ninguno de los dos bandos. La Alemania nazi y la Italia y Portugal fascistas de Mussolini y Salazar se saltarán el acuerdo sin reparos desde el primer día colaborando con los franquistas.

Francia, en un primer momento, decide no socorrer a la República para evitar males mayores, pero pronto se convertirá en parte de la contienda española por su connivencia con los fascistas. En 1938 las peleas internas del Frente Popular dan paso al Gobierno de Édouard Daladier, de sesgo mucho más conservador, quien lleva la práctica del “apaciguamiento” con los nazis prácticamente a la sumisión hacia Alemania y a su gran y reciente aliado: Franco.

En noviembre inician su huida hacia el país vecino los primeros grupos de ancianos, mujeres y niños, tal y como cuenta el periodista Carlos Hernández, que ha investigado esta oscura etapa de nuestra Historia. La respuesta de Francia, que ya apoya abiertamente al bando franquista, no se hace esperar: cierra la frontera para los españoles, a los que ahora tacha de “extranjeros indeseables”, y toma una serie de medidas como el endurecimiento de los requisitos para los matrimonios entre inmigrantes y franceses.

Esta política va acompañada de una campaña de propaganda contra los republicanos, azuzando el miedo al comunismo y retratándoles como peligrosos y malhechores, que hace que sean recibidos con desprecio y miedo. Naturalmente este mensaje no cala en toda la sociedad francesa, que protagoniza numerosos actos de solidaridad, aunque estas muestras de la fraternidad que Francia lleva grabada en su lema serán perseguidas por las autoridades del país. Por ejemplo, camiones llenos de comida recogida por los sindicatos franceses que los gendarmes hacían volcar.

En febrero del 39 cae Catalunya, un paso más hacia lo que ya pocos dudan que sucederá, la derrota de la República. En estas circunstancias, más de medio millón de personas cruza los Pirineos en busca de asilo. Aproximadamente 150.000 de ellos son soldados que han combatido en el lado republicano y que serán muy mal acogidos porque ponen en riesgo una paz vergonzosa negociada con Hitler a base de concesiones.

“Una multitud de gente hambrienta, desarrapada, desesperada, comenzó a caminar hacia la frontera. Mujeres, niños, viejos… Gente del pueblo. Era terrible, un pueblo hundido, sin horizonte. En aquel momento se me vino todo abajo. Todo lo que yo pensaba que podía haber sido mi vida se desvanecía para siempre. Yo iba sola, sin Arnaldo [su marido, del que tuvo que separarse porque fue reclamado para el frente]”. Así narra Alejandra Soler, de 102 años, su paso por La Jonquera. Su testimonio, y muchos otros, han sido recogidos por el proyecto Vencidxs, realizado por el periodista Aitor Fernández.

El entreguismo de Francia se manifestará pronto, ya que los exiliados, que no han abandonado la idea de la lucha, van a ser desarmados. Al final de la guerra, esas mismas armas acabarán en manos de los sublevados. Para acabar de terminar con la ‘amenaza’, se separa a los hombres en edad de luchar de los que no pueden empuñar un arma (niños, mujeres, heridos…). Mientras que estos últimos son confinados o abandonados, los primeros serán encerrados en campos con alambradas vigilados por militares senegaleses.

Un infame episodio de esta historia tuvo lugar cuando el Gobierno republicano español quiso utilizar sus reservas de oro en Francia para ayudar a los refugiados. Las autoridades francesas lo impidieron, y entregaron el oro a Franco. 

El dictador invitó a volver a España a los refugiados con la promesa de que respetaría su vida si no habían cometido delitos de sangre. Muchos le creyeron y regresaron. La mayoría de ellos acabaron fusilados o internados en los campos de concentración franquistas.

Los republicanos quedaban así desamparados entre un régimen que los mataba si volvían y un Gobierno, el francés, que manifestaba públicamente que no los quería y los trataba peor que a criminales.

Los campos de concentración donde eran recluidos los refugiados ni siquiera eran tales, ya que no disponían de barracones o algún techo bajo el que refugiarse. “Cuando cruzamos la frontera, donde nos había caído una nevada de sesenta centímetros, nos metieron en un campo donde las vacas iban a comer y a cagar”, relataba Manuel Fernández, que murió en 2011 a los 91 años de edad, en el documental La nueve, los olvidados de la victoria.

Si en algún caso hubo instalaciones en los campos, fueron construidas por los propios republicanos españoles con los pocos medios que les facilitaron las autoridades francesas. Enric Casañas, ahora con 96 años de edad, pasó como Manuel y tantos otros por el campo de Argelès-Sur-Mer. “Allí estábamos a la intemperie. No había nada para protegernos, y si llovía o nevaba tenías que aguantarte”. 

El hambre era la rutina en los centros en los que fueron recluidos los españoles, que en algunos casos pasaron semanas enteras sin que se les proporcionase comida. El padre de María Caparrós, nacida en 1931, y que pasó por un campo en Orán (colonia francesa) le explicaba a su hija que “allí se comía hasta las hormigas del hambre que tenía”. “Cuando llegaban los panes los franceses los tiraban por el aire, y la gente, desesperada, se peleaba por un chusco lleno de arena”, afirma Emilio Monzó, de 95 años.

Emilio, que pasó como tantos otros por el campo de Argelès-Sur-Mer, en el este de Francia, también fue testigo de otra de las penurias por las que pasaron los republicanos: la sed. “No había apenas agua. Había una bomba de mano para sacarla, pero como la gente defecaba en la arena esa agua estaba contaminada, y muchos murieron por eso”.

Enric Casañas vivió uno de los muchos ejemplos de lo que se veían obligados a hacer los españoles para subsistir. Logró esconder de los controles la pistola que había empleado en la guerra, pero tuvo que malvenderla a un soldado francés a través de la alambrada. “Con la miseria que me dio compré pan y longaniza”.

El trato que recibían en los centros no distaba mucho del que se hubiese dado a animales: “Antes de entrar, nos bañaron con un agua con azufre que ya no era amarilla, sino negra porque antes habían bañado a mucha gente. Los niños franceses, al vernos, gritaban: ‘¡Les rouges, les rouges!’”, recuerda Virgilio Peña, nacido hace 101 años.

En estas condiciones, muchos refugiados se desmoronaban psicológicamente. Manuel Fernández decía que, hacinados en barracones de 125 personas, sin nada que hacer y sin saber nada de sus familias, no era extraño que hubiese quien perdía la cabeza: “Algunos tenían mujer e hijos en España, y nunca recibieron noticias de ellos. Se volvieron locos, claro que se volvieron locos”.  No era fácil librarse de los campos. En las localidades cercanas, las calles estaban llenas de policías a la busca de personas que huían de ellos. Numerosos españoles acabaron de este modo siendo encerrados varias veces tras escapar y ser nuevamente apresados.

Privados de libertad y de dignidad, los antiguos combatientes republicanos vieron una salida en la Legión Extranjera. Querían combatir contra Hitler, convencidos de que una vez derrotado el fascismo en Europa los aliados también lo harían caer en España. Diez mil hombres pasaron así a engrosar las filas de la Legión, junto con belgas, polacos o judíos que habían tenido que huir de los nazis.

Pero una vez empezada la II Guerra Mundial, los españoles no tendrán la opción de elegir. A finales de 1939 Francia crea las Compañías de Trabajadores Españoles (CTE), divisiones que participarán en proyectos como la fortificación de la Línea Maginot y que estuvieron presentes en todos los frentes de batalla. En su libro Los últimos españoles de Mauthausen, Carlos Hernández cifra en casi 30.000 el número de españoles que fueron alistados: 19.000 ‘voluntarios’ y otros 10.000 directamente sin su consentimiento.

A pesar de formar parte del ejército francés, eran tratados más como prisioneros que como soldados. Se llegaron a dar órdenes de, literalmente, “matar como un perro” al que intentase desertar. Algunos republicanos protagonizaron heroicas acciones de guerra, como los integrantes de ‘La Nueve’, la división que liberó París formada por 146 españoles de 160 miembros, de los que sólo 16 sobrevivieron.

Pero la mayoría de ellos tuvo un destino más trágico y alejado de las hazañas que recuerdan los libros de Historia. Cuando Francia es invadida por los nazis, estos encierran a los españoles de las CTE en campos de prisioneros de guerra que comparten con los franceses, donde se vivía en condiciones razonablemente aceptables. Los alemanes consultan con el colaboracionista Philippe Pétain qué hacer con ellos, y el general francés decide desentenderse.

Abandonados a su suerte, los republicanos ni siquiera tienen el estatus de prisioneros de guerra, son enviados a campos de concentración nazis. Nueve mil españoles acaban en lugares como Mauthausen, Dachau o Buchenwald, donde también son enviados algunos de los que aun quedaban en los campos de concentración franceses. Solo una pequeña parte de ellos logrará sobrevivir.

Javier Caamaño, en Público

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