Todo ser viviente busca placer. Las vacas que pacen plácidamente en esta mañana de junio bajo un cielo encapotado, las ranas que croan en el remanso del Narrondo junto al puente, la mujer con velo que lleva a sus pequeños juguetones a la escuela de Arroa, la pareja que pasea con dos perros mientras él a ella le acaricia el pelo… llevan secretos que yo desconozco, pero sé que todos quieren gozar. Y deseo profundamente que gocen cuanto buenamente puedan, cada uno a su manera.
Tal vez no sea el mero placer inmediato, sino el instinto de supervivencia el impulso decisivo que rige la evolución de la vida, pero ¿cómo podría sobrevivir el instinto de la vida sin el estímulo del placer? El placer es tan santo como la vida misma.
No se subleven algunos monseñores recelosos del placer, salvo que fuera puramente espiritual. Pero desengáñense los monseñores: no hay dos clases de placeres, espirituales unos y corporales otros. Cuando escucho a Bach o cuando oro ante el icono del Salvador de Rublev, lleno de bondad y dulzura, es el cuerpo el que goza. Y ¿qué es este cuerpo que goza sino una maravillosa partícula de la energía divina que mueve el universo?
Por eso me extraña tanto que el cardenal Rouco, con ocasión de la fiesta del Corpus Christi, la fiesta del cuerpo, denuncie en una carta que hoy "se idolatra el confort, el bienestar, el placer". Se refiere a los demás, por supuesto, y precisamente hoy, y precisamente él desde el suntuoso palacio episcopal de Madrid.
Y por eso me resulta patético que el Vaticano acabe de condenar la obra Nada más que el amor. Un marco para una ética sexual cristiana, de la monja teóloga Margaret A. Farley. La condenan. ¿Y por qué? Por sostener que la masturbación como tal no plantea ningún problema moral, que las relaciones homosexuales -al igual que las heterosexuales- son buenas si hay amor, que el matrimonio homosexual tiene la misma dignidad del heterosexual, que el matrimonio se disuelve cuando por lo que sea ya no hay amor, y que los divorciados hacen bien si vuelven a casarse…
La condenan por lo de siempre: esa obsesión represiva del placer sexual. Nunca -estoy seguro- habrían declarado "pecado" la masturbación ni las relaciones prematrimoniales ni las relaciones homosexuales, si no hubiera placer físico de por medio. Ni condenarían el divorcio si ellos estuvieran casados. Y no nos vengan con que la Biblia manda esto o prohíbe lo otro o que la tradición enseña lo de más allá, pues la Biblia manda también que los obispos se casen y prohíbe comer embutidos, y así se hizo en la tradición primera. El placer les atrae y les asusta, y por eso lo condenan. Pero la condena del placer es una blasfemia contra el cuerpo sagrado, la santa creación. Pues ¿qué celebran estos obispos y el Vaticano en la fiesta del Corpus, si son tan enemigos del cuerpo y sus placeres? ¿Es que nunca han amado? ¿O es que ni siquiera han leído el Cantar de los Cantares?
Sé bien que el placer es ambiguo, como la vida, y que para hacer feliz ha de ser compartido, como la vida. Sé que debo evitar aquello que me pueda producir, a mí o a los demás, más sufrimiento que placer. Pero el placer es bueno, es santo y divino, siempre que no impida un placer mayor para mí mismo o los demás. Hay que aprender a disfrutarlo como un gran cuerpo común. ¿Por qué celebramos si no el Corpus Christi, el cuerpo de Jesús, sacramento del cuerpo universal, sacramento de Dios?
Amiga, amigo, cuerpo como eres, con todos tus placeres y dolores, tú también eres sacramento de Dios. Que tengas gracia, paz y placer.
Joxe Arregi, teólogo, en Grupo Noticias
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