Ante la celebración, un año más, del llamado día de la república me gustaría aportar alguna reflexión al respecto. Se trata, en mi opinión, no sólo de posicionarse contra la Monarquía actual o entrar a valorar, como posible modelo de estado para el presente, lo que supuso la II República Española de 1931, sino afrontar de qué república hablamos hoy exactamente cuando nos decimos favorables a ella.
El republicanismo moderno procede de una larga tradición de pensamiento filosófico-político (desde Atenas y la República romana antiguas hasta las revoluciones americana y francesa del XVIII) y siempre ha sido un movimiento antitiránico y antiabsolutista pero, especialmente, una pasión política en torno a una idea de crítica a lo establecido desde una propuesta de futuro.
Según Habermas, la democracia republicana, más deliberativa que meramente delegativa, tiene como objetivo final la conquista de la libertad en cuanto ausencia de dominación. Esta lucha en todos los ámbitos conlleva una ética republicana de la responsabilidad. Las virtudes públicas, según Victoria Camps, son la base del republicanismo como proyecto antropológico y como organización de la sociedad. El gobierno ha de estar en permanente interacción con la ciudadanía y siempre dispuesto a dar cuenta con transparencia de sus proyectos y prácticas. En cualquier caso, la lógica de este pensamiento implica la opción por una república electiva frente a la monarquía hereditaria.
Sin embargo, creo que lo más central de toda república es la práctica de dichas virtudes cívicas como la ejemplaridad y la responsabilidad – también para dimitir – y no conformarse con cambiar la forma del estado. Los seres humanos, según Aristóteles, podemos ser las peores bestias en ausencia de virtud. Los asuntos públicos de la sociedad (res publica) se sitúan así en el corazón de la vida personal y colectiva. Hemos de aceptar que, en su visión antropológica, tanto Hobbes como Rousseau tienen parte de razón y, siendo realistas, ni el ser humano ni las instituciones son buenos ni malos absolutamente. En consecuencia, el contrato social más viable hoy, como defienden algunas posturas desde una nueva izquierda posible, ha de ser revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico.
Así, un sano sistema democrático debe apostar por la rotación y la brevedad en los cargos públicos. Resulta muy difícil la autoperpetuación en el poder sin la formación de clientelas que acaben consolidando equilibrios oligárquicos más o menos encubiertos. La no-reelegibilidad y la limitación de los mandatos son medidas muy caras a la tradición republicana para fortalecer la democracia. En esta línea, por ejemplo, ocho años o dos legislaturas, es un tope máximo razonable para desempeñar cualquier cargo público.
Además, la república se propone la gestión del conflicto de diferentes intereses sociales, si bien hay antagonismos resistentes que sólo una buena ley decide por quién tomar partido. El republicanismo democrático y pluralista propugna que las decisiones políticas se inclinen siempre a favor de los grupos más vulnerables. De ahí la importancia del buen funcionamiento del Estado de Derecho empezando por la clara independencia de los tres poderes. Por ello, frente a otros republicanismos que predican la neutralidad del Estado, el democrático demanda la intervención estatal pues las manos invisibles no son siempre virtuosas. La virtud no nace, se cultiva privada y socialmente y se regula públicamente mediante mecanismos democráticos correctores aunque sin caer en el perfeccionismo moral.
Hace poco escribía el profesor Innerarity en alusión a la insostenible situación de Navarra: “La regeneración democrática pasa por hacer la política de otra manera…; más allá del Código Penal y la conciencia personal” una sanción ciudadana puede dictaminar que determinadas conductas sean inapropiadas políticamente. Son necesarios, concluía, códigos de ética pública que rijan el comportamiento de los representantes para regular remuneraciones económicas, incompatibilidades o posibles conflictos de intereses.
En conclusión, hay que entender la labor política como servicio público a favor del bien común, no un mero trabajo asalariado. Rechacemos a los profesionales DE la política y elijamos a buenos profesionales EN la política pero con ideas e ideales, no meros gestores o técnicos. La política, una de las más nobles tareas humanas, urge redignificarla con los mejores aportes en personas, perfiles y programas además de los dichos mecanismos correctores, tanto en el funcionamiento interno de los partidos como en todas las instituciones representativas.
Con todo, una profunda transformación de la sociedad y de la vida política sólo vendrá de la ciudadanía organizada que, desde abajo, construya un contrapoder que cuestione en lo cotidiano y en pequeñas prácticas la hegemonía neoliberal imperante. Cualquier alternativa postulará un nuevo paradigma y la superación del modelo económico y productivo actual, además del político-institucional, para atender las demandas de más democracia, mayor horizontalidad y más participación por parte de la sociedad civil. Todo esto, precisamente, es lo que pueden ofrecer una república democrática y los mejores valores del republicanismo.
Mikel Aranburu Zudaire, en su blog
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