La tragedia de la política contemporánea es que quien tiene alguna responsabilidad –es decir, tanto los electores como los elegidos– continuamente estamos obligados a elegir entre racionalidad y populismo. Para los representantes, lo primero no es comprendido e imposibilita la reelección, mientras que lo segundo pone en peligro la estabilidad política pero es aplaudido socialmente. Los gobernantes se enfrentan con frecuencia al dilema de hacer lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos o lo que están obligados a hacer. También se puede explicar esta situación como la coincidencia entre la incapacidad de los gobiernos de explicar sus decisiones y la incapacidad de los ciudadanos de entenderlas. Cuántas decisiones políticas se han adoptado en medio de un dilema de esta naturaleza. De ahí el drama al que suelen referirse los políticos: saben qué es lo que deben hacer pero no saben cómo ser reelegidos si hacen lo que deben hacer.
Esta situación ha alterado el clásico esquema de identificación ideológica y su correspondiente antagonismo. Al eje derecha-izquierda se le está superponiendo otro que enfrenta, en sentido amplio, populistas y tecnócratas; en ambas categorías hay versiones de derecha y de izquierda. El nuevo espectro ideológico puede explicarse en función de las diversas combinaciones de estas cuatro sensibilidades. Lo que tenemos es básicamente tecnócratas de derechas y de izquierdas, populistas de derechas y de izquierdas, dando lugar a alianzas y antagonismos que no son inteligibles desde la clásica polarización ideológica.
El avance de los populismos en Europa es un problema que debería ser considerado como un síntoma. El populismo resulta creíble porque algo no va bien y el sismógrafo populista nos sirve para identificarlo. Para que el populismo sea algo más que sectarismo de unos exaltados marginales tienen que coincidir en el tiempo un problema irresuelto y unas instituciones débiles. El éxito de los intrusos carismáticos solo se explica por un déficit en las élites dirigentes, como una derrota de sus discursos, que no resultan inteligibles o creíbles, sin olvidar que los populismos no tendrían éxito si no hubiera sociedades dispuestas a darles crédito.
Por eso el combate contra el populismo no se libra tanto en la apelación a valores intangibles como en la movilización de recursos emocionales, desde el miedo hasta la esperanza. La política es una manera de dar cauce a las emociones sociales de manera que resulten constructivas y no destructivas. El populismo es precisamente una reacción a la falta de política, que en su formato actual no permite una articulación política de las pasiones. El éxito del populismo se explica porque la política no ha conseguido traducir institucionalmente unos sentimientos ampliamente extendidos en ciertos sectores de la población, que ya solo confían en quien promete lo que no puede proporcionar.
Si expulsamos de la política los excesos emocionales y los momentos incalculables nos estamos cargando la política misma, de la que forma parte la pasión. El espacio público no es una conversación de salón entre intelectuales; las emociones forman parte de la sociedad de masas, así como una cierta dramatización. Si los políticos moderados ignoran estas condiciones emocionales, están invitando a los rompedores de tabúes, que encuentran el escenario a su disposición.
Entre esas pasiones ocupa un lugar fundamental el miedo y sus retóricas. Vivimos en un mundo de espacios abiertos, lo que significa también una cierta desprotección. Los ciudadanos más favorecidos han celebrado esta intemperie como una ganancia de libertad (como mercados menos regulados o una mayor movilidad), pero los más vulnerables se sienten inseguros y abandonados y son pasto del arrebato populista. Muchos de los arrebatos emocionales de la sociedad tienen que ver con el hecho de que la gente siente miedo, un miedo más relacionado con la desprotección económica en la izquierda y más con la pérdida de identidad a la derecha, aunque todo esto se mezcla dando lugar a sentimientos de difícil interpretación y gestión. En este mundo ya no son eficaces las seguridades que sólo funcionan en espacios cerrados, pero la gente tiene derecho a un resguardo semejante en las nuevas condiciones. Mientras la política no sea capaz de proporcionar una seguridad equivalente, las sociedades tendrán motivos para confiar en las promesas incumplibles del populismo.
Daniel Innerarity, en Grupo Correo
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