Es muy difícil determinar con una mínima claridad lo que ha significado Adolfo Suárez en la política española. Adolfo Suárez emerge casi de la nada para presidir el primer gobierno de la transición. Es como un punto determinado súbitamente mediante el cruce de varias diagonales muy diversas que actúan sobre un fondo enrevesado, repleto de temores, suspicacias y contradicciones. El problema para entender la época de Suárez no es Suárez sino la batahola de la transición, que el tiempo ha revelado como un esfuerzo para cambiar la fachada del edificio de la dictadura sin tocar apenas su distribución interior. La transición no la hace, pues, Adolfo Suárez -que es un juvenil y sugestivo mascarón de proa- sino que se elabora con una serie de retorcidas maniobra políticas que van desde la infidelidad dinástica de Juan Carlos de Borbón a su padre hasta la traición de Santiago Carillo, que destroza al Partido Comunista, y la seriada apostasía socialista de Felipe González, seguramente la apuesta americana en Suresnes.
El papel de Washington en todo este enrevesado proceso creo que fue muy importante. Norteamérica venía atando muchos cabos de su proyecto español desde el lejano tratado de las bases americanas en 1959 hasta que su presencia adquiere un alto perfil con el violento final de Carrero Blanco. Como fondo de todo ello está el autocrático Opus Dei, que patrocina una terna muy expresiva cuando el Consejo del Reino ha de proponer al rey los candidatos a presidente del gobierno. Recordemos la terna: Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo, dos Opus importantes, y un Adolfo Suárez que también había tenido lazos, no sé hasta qué punto profundos o continuados, con la Obra de Escrivá de Balaguer. Esta terna deja fuera de elección a un conservador de retorno como José María de Areilza y a Manuel Fraga Iribarne, un franquista de carácter «vehemente y atropellado» como lo calificó el propio Franco.
Desde luego la maniobra, vista en conjunto, transparenta la mano canónica de Torcuato Fernández Miranda, presidente del Consejo del Reino, con su doctrina de ir haciendo el cambio «de ley en ley y siempre a través de la ley»
La elección de Adolfo Suárez, que fue el menos votado de la terna, quizá se explique por su cercanía de edad al rey y su carencia de compromisos poderosos, como el que ataba a Silva y a López Bravo. Suárez era audaz, tenía una dosis apreciable de sangre azul falangista -un populismo que siempre me pareció muy de «ángel» joseantoniano- y su lealtad al joven monarca estaba forjada por un común deseo de poder personal.
Poco antes de morir me dijo Emilio Romero, en una charla muy personal en Barcelona, que Juan Carlos de Borbón disponía de más poder que Carlos III y Fernando VII. Pero ese poder tenía que acometer dos cosas para revestir la máxima seguridad y la eficacia correspondiente: neutralizar al Ejército, fundamentalmente franquista -ahí sigue-, y aniquilar la fuerza potencial de una izquierda con savia republicana. En el sometimiento de los generales el rey y, por tanto, Suárez contaron con el firme apoyo de dos significados uniformados liberales como eran Sabino Fernández Campos y Emilio Gutiérrez Mellado. De la reducción de la izquierda se encargaron Felipe González -recordemos su viaje al México de Echevarría para disolver el gobierno republicano en el exilio- y Santiago Carillo con su eurocomunismo, tan difícil de entender por la base roja en España. De la entrevista de González con el presidente Echevarría tuve minucioso relato a cargo de un buen amigo, Françesc Molins, un destacado dirigente del Gran Oriente de la masonería española, que sin ser reconocido por González estuvo presente en la reunión mejicana en compañía de Sigfrido Blasco Ibáñez, masón también. De ellos quizá hable en otra ocasión, ya que la historia de Franco con la masonería desvela el fondo más fétido del genocida.
El plan general de la llamada transición funcionó, con sus más y sus menos, como una autocracia populista, pero dejó vivos problemas muy graves, como el planteado por el nacionalismo vasco y el catalán. Algunos observadores -yo entre ellos, desde mi crónica política en «Interviú» y en las actuaciones políticas en que estaba inmerso en Catalunya- hablamos y escribimos abundantemente acerca del populismo antidemocrático de la transición, reflejado en una Constitución plagada de trampas, pero fue clamar en el desierto. Atribuyo esta rotunda inutilidad de los avisos a que la mayoría de los españoles flotaban en un entusiasmo masivo por lo que parecía una libertad adquirida, al parecer, a bajo coste. Paradójicamente celebraban la desaparición de un caudillo y el advenimiento real de otro. La historia de España no es mucho más que eso.
Adolfo Suárez era un ser televisivo, un magnífico vendedor de sueños que quizá le enajenaban a él mismo. Hablaba proféticamente -el «puedo prometer y prometo»- y acompañaba su discurso con una voz grave que llenaba los ámbitos. Encarnaba a la vez al Abraham dispuesto a sacrificar su hijo a Dios y al ángel que lo evitaba. Era una estampa de cabecera en el libro en que oficiaba el rey. Eso le llevó a ganar claramente las primeras elecciones parlamentarias y al descalabro en las segundas, en que imperó la pana socialista, el garbo trilero y el emplasto retórico andaluz.
Conste que Suárez abrió la puerta de la política grande a quien decidiese participar en el desfile «democrático» de la victoria. Era generoso y limpio a su modo. Un día alguien importante en el ámbito de Suárez, y a quien aprecio personalmente, me llamó a Sitges y me hizo la oferta del segundo puesto en la lista de UCD con el añadido de una posibilidad ministerial. Rechacé la oferta y expliqué porqué. Dije una vez más que era comunista y no creía honesto enrolarme en barco con otra bandera sin producir dos desgracias: el agravio a la honestidad como valor y la confusión en torno. Creo, aunque esto no puedo asegurarlo, que Suárez agradeció mi claridad. Siempre me pareció un hombre ingenuo rodeado de buitres que esperaban el despojo de su poder. Quizá esa ingenuidad le haya sostenido vivo entre la niebla de su cerebro enfermo.
Luego comenzó lo que hay.
Antonio Álvarez-Solís, en GARA
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