Cuando leí hace unos días el cruce de cartas entre Enrique Arellano, párroco de Dicastillo, y la peraltesa Marisol Ricarte, sentí mucha pena y también ganas de escribir saliendo en defensa del primero así como del euskera y tratar de “desfacer el entuerto”, como diría El Quijote.
La actitud de Arellano me había parecido muy loable. Tanto la llevada a cabo en Peralta, al intentar que en la concentración de auroros de Navarra celebrada allí se cantara en la misa algo en euskera; como la denuncia de lo ocurrido en prensa. Pero al mismo tiempo me indignaba lo sucedido y la imagen tan triste que la comunidad cristiana da ante la sociedad en este tema.
Lo vivido en la misa dominical del 7 de septiembre me ha dado la pista para tratar de emular al manchego universal. La eucaristía de las 11.30 horas en San Antonio, en plena avenida de Carlos III de Pamplona (en tiempos se le llamaba “zona nacional”), me suele resultar como la ascensión a un monte en un día de romería, donde es más fácil encontrarse con lo esencial de nuestra vida, con el Dios que nos topamos cuando llegamos a lo más profundo de nosotros mismos. En ello tienen un papel importante tres elementos: el celebrante, Miguel Ángel Cabodevilla (qué buen obispo de nuestra diócesis sería), su predicación adaptada a los tiempos (“aggiornada” decía el Concilio), y la acogida a los cantos en euskera, excepcional en las iglesias de Pamplona.
Entre los muchos fieles que casi abarrotan los bancos cada domingo, hoy me he fijado especialmente en dos, la profesora de Historia de mis hijos en la ikastola, y un señor que pertenece a una familia muy conocida en Pamplona, muy adicto al Régimen y con un papel muy destacado en el principal poder fáctico de la Navarra que padecemos los euskaldunes. En el sermón, el celebrante ha destacado una frase del Evangelio proyectada en una diapositiva, que decía: “donde dos o tres os reunáis en mi nombre, en medio de vosotros estoy yo”. Y ha añadido que los fieles, en pequeños grupos, es como mejor se pueden reunir, con la promesa de la presencia de Dios entre ellos, bastan dos o tres. En esos momentos tenía presente a las personas que he señalado, y observaba atentamente al señor hasta que han llegado los dos cantos que siempre se entonan en euskera en ese templo: el Santu y el Gure Aita. Me ha sorprendido muy agradablemente que el señor cantaba en euskera, y me ha venido a la mente la concentración de auroros de Peralta. Me he sentido más que nunca como en reunión con los dos feligreses señalados, con los demás, y hasta con los de Peralta y Navarra entera, y me he dicho que escribiría mi reflexión para esa reunión que me gustaría tener de verdad.
En la misma trataría de encontrarme con ellos, empatizar, escuchar. Y también me gustaría afinar para que les llegara mi sentir, mi experiencia, mi planteamiento, mis propuestas, de las que creo que está cerca una pero no tanto el otro. Como hijo de madre euskaldun que no transmitió la lengua a sus hijos en la Pamplona tardofranquista, educado en un colegio y una universidad de la Iglesia que ignoraban el euskera, conozco muy de cerca la postura que defendía Ricarte: la “normalidad” para con el euskera de la que habla, que supone su silenciamiento en cualquier ámbito que no sea el estrictamente familiar o allí donde todos sean euskaldunes. Y la amenaza de anatema con el calificativo de “politización” y la acusación de “manchar” y “sacar las cosas de quicio”.
Qué a gusto me sentía en esa romería virtual, qué cercano a las personas que colaboraban en la liturgia con el cura: la peraltesa Ane Troyas y el buen euskaldun fededun José María Iribarren, además del negrito africano que entonaba los cantos, y del cual me preguntaba en qué lengua hablaría con Dios, cuál sería su arameo particular, en el que Jesús de Nazaret se dirigía al Padre Bueno. Me preguntaba por qué lo que se hace en San Antonio no es extensible a todos los templos de Navarra, emulando así al mismo Jesús, y poniendo en práctica lo que el Concilio del Papa Bueno quiso: sustituir la lengua muerta que es el latín y que algunos tratan de revivir ahora en las celebraciones, por las lenguas vernáculas. Estas son dos en Navarra, y como en aquél Pentecostés donde todos oían en su idioma, los euskaldunes no deberíamos tener que justificar el uso de nuestra lengua en la liturgia común a todos, y los erdaldunes podrían disfrutar de la diversidad y belleza que aportamos. Ya sabemos que la Iglesia diocesana parece haber olvidado decisiones ya tomadas en el pasado, que creo que casan con la nueva etapa abierta por el papa Francisco, como la declaración del euskera como lengua oficial del obispo Méndez, o las propuestas 112 y 113 del Sínodo Diocesano, que fueron aprobadas por la mayoría absoluta de los 600 representantes (475 de ellos seglares) de los más de 1.500 grupos que habían reunido a 17.000 personas de 1987 a 1989, en la época del obispo Cirarda. Dichas propuestas hablaban de que la Iglesia eduque en la pluralidad lingüística de la diócesis y de que se desarrolle la oficialidad del euskera impulsada por los obispos antes citados. También sabemos que el Régimen aborrece todos estos planeamientos, y que desde sus ideólogos hasta sus ejecutores más inmediatos tratan de dejar todo atado y bien atado antes de que puedan perder el poder. Pero aún a costa de que como a Arellano, me puedan acusar de decir “sosedades” o “hacer daño al euskera”, consiguiendo “el efecto contrario al que persigo”, no me resigno a hacer pública esta reflexión, con la esperanza de que llegue a esa soñada reunión de dos, tres o multitud.
Juan Pedro Urabayen, en Diario de Noticias
No hay comentarios:
Publicar un comentario