El que fuera director del diario El País y actual presidente del Consejo de Administración del Grupo Prisa, Juan Luis Cebrián, publicó el pasado domingo en su periódico un extenso artículo de opinión que lleva por título “¿Monarquía o República?: Democracia”. En el despliega todas sus armas dialécticas, de esas que pretenden manipular la realidad para acomodarla al deseo de uno mismo. Unas estrategias (des)informativas que bien podría haber aprendido Cebrián en su etapa como redactor jefe del diario Pueblo, propiedad del Sindicato Vertical, o como jefe de informativos de RTVE durante el franquismo.
Tendrán que disculparme mis lectores por el título grosero de este artículo. No cumple con los estándares mínimos de respeto que se le debería exigir a cualquier texto que pretenda rebatir una opinión ajena. El motivo de tal exabrupto no es que el artículo de Cebrián resulte insultante o sea indignante, que lo es. Incluso eso sería tolerable dentro de los parámetros de la opinión. Pero Cebrián comete en su artículo un crimen aun más grave: es tramposo. Juega sucio. Y a los tramposos difícilmente se les puede tratar como merecen ser tratados los jugadores honestos. Lo que procede es expulsarlos del tablero por desvirtuar las mínimas normas que deberían regir los debates sobre asuntos públicos.
Cuando uno escribe columnas de opinión pretende expresar su postura de la forma más clara posible para que esta sea tenida en cuenta en el debate sobre el asunto en cuestión. Como se ha encargado de señalar en su obra el filósofo alemán Jürgen Habermas, la razón es dialógica. Y para entablar ese diálogo reflexivo es imprescindible hacer uso de dos actitudes fundamentales: querer entender al otro y querer hacerse entender a uno mismo. Pero Cebrián utiliza el recurso más tramposo en estas lides, propio del peor de los sofistas, y tan antiguo como el mismo lenguaje: caricaturiza y distorsiona las opiniones ajenas para darle mayor entidad a las propias. Un recurso típico de los malos jugadores y de los tramposos: no discuto tus opiniones sino que ridiculizo lo que dices para que me sea más fácil rebatirlo.
Cebrián comienza su reflexión apelando a la sociología más ramplona: según las encuestas, dice, un porcentaje muy bajo de los españoles se muestran inquietos con la sucesión a la corona. En cambio, arguye, un 80% de los españoles señala que su principal inquietud es el desempleo. Fenomenal. Los datos son ciertos, de eso no hay duda. Pero la inferencia que hace Cebrián de ellos es torticera: según él, que la forma de jefatura de Estado no esté entre las prioridades de los ciudadanos indica que les resulta indiferente que en la cúspide del sistema constitucional se sitúe un monarca o un presidente de la república. Cebrián obvia, no obstante, un dato publicado por su propio diario: que el 62% de los ciudadanos desea que se celebre un referéndum para decidir entre monarquía o república. Pero ese dato parece ser baladí para el presidente del Grupo Prisa, no vaya a ser que estropee un buen argumento.
Cebrián pretende situarse en la equidistancia entre la derecha monárquica y la izquierda republicana, como si se tratara de un demiurgo situado más allá del bien y del mal. Pero su apología de la monarquía en España es delatada por la forma de retratar a sus críticos: “Para otros, entre los que sobresale Izquierda Unida, pretendida aliada del anarquismo suave rampante en nuestra sociedad, esta Monarquía parlamentaria es en realidad un apaño de las élites extractoras, responsables de la crisis financiera y económica que ha deteriorado y empobrecido a amplios sectores de la clase media.” Ante afirmaciones de tal calibre uno no puede sino hacerse algunas preguntas. ¿Es Izquierda Unida una “aliada del anarquismo suave rampante”? Tal sentencia merecería alguna explicación a modo ilustrativo, salvo que se pretenda señalar en la dirección de la ecuación IU=Caos. El ex director de El País parece señalar que aquellos que pretenden reformar las instituciones democráticas, en este caso la jefatura de Estado, tienen el oscuro objetivo de destruirlas. Pero Cebrián va más allá y remata el párrafo de la siguiente forma: “De donde infieren, en un salto acrobático de la inteligencia, que la única manera de evitar que continúen los desahucios a quienes no pagan las hipotecas sería un cambio de régimen.” Y es que el tramposo Cebrián se retrata cuando pone en boca de los dirigentes de la coalición tamaña soplapollez. ¿O es que algún líder de Izquierda Unida ha dicho en algún momento que una república acabaría automáticamente con todos los males que aquejan a nuestra sociedad? La república, sobra decirlo, no es ni de izquierdas ni de derechas y no presupone unas políticas determinadas.
Pero Cebrián no se queda ahí y en el siguiente párrafo insiste en la trampa: “Por si fuera poco, ahora que está en boga el derecho a decidir, exigen una consulta popular sobre el tema, reclamando así para las manifestaciones callejeras la representación de la soberanía popular.” No solo trata de confundir mezclando la consulta soberanista en Catalunya con un referéndum sobre la jefatura de Estado en este país. Por si acaso se encarga de recordarnos que “está en boga el derecho a decidir”, como si la democracia fuese una moda pasajera que incomoda al presidente del Grupo Prisa. Y él mismo realiza, esta vez si, un salto mortal acrobático argumental: “(…) exigen una consulta popular sobre el tema, reclamando así para las manifestaciones callejeras la representación de la soberanía popular.” Y suenan las alarmas de la inteligencia: Si exigen una consulta popular en las urnas, un referéndum, un plebiscito… ¿supone eso reclamar que las manifestaciones callejeras sean la representación de la soberanía popular? Parece, y lo es, contradictorio. Reclamamos que se consulte a los ciudadanos precisamente porque la soberanía popular se expresa en las urnas y no en manifestaciones callejeras. Ni tampoco, no está de más recordarlo, en artículos de opinión.
El autor continúa y no puede sino señalar lo evidente: “es obvio que las monarquías no son en absoluto instituciones democráticas en lo que se refiere a su funcionamiento interno”. Se merece sin duda un positivo en observación y análisis de las instituciones públicas. Pero remata con una loa cortesana a las virtudes de la jefatura de Estado hereditaria recordando que “en su versión parlamentaria amparan algunos de los regímenes más democráticos, libres y avanzados de la Tierra”. Cualquier lector despistado podría inferir, por tanto, que la jefatura de Estado monárquica es superior a la republicana en lo que respecta a la democracia, libertad y progreso. Pero se olvida de señalar Cebrián que también las repúblicas han albergado y albergan algunos de los regímenes más democráticos, libres y avanzados del mundo. Y lo contrario también es cierto: algunos de los regímenes políticos más indeseables que existen sobre la faz de la Tierra son, indistintamente, monarquías (algunas de ellas parlamentarias) o repúblicas. De lo cual podemos deducir que poco tiene que ver la jefatura de Estado de un país con la calidad de su democracia. Pero si la segunda parte de la sentencia es falaz, la primera es una verdad inapelable: “las monarquías no son en absoluto instituciones democráticas”. Cebrián dixit.
Cebrián ejerce, como ha venido haciendo tradicionalmente, de guardián de la ortodoxia constitucional (y neoliberal) en el PSOE. Y ahí va un aviso a navegantes: “En lo que se refiere a la izquierda, los socialistas que apresuradamente se apuntan a una consulta exclusiva sobre la forma de gobierno, olvidando otras más acuciantes carencias constitucionales, deberían aprender del historial de conflictos de su partido con los anarquismos de turno, siempre deseosos de arrebatarles el protagonismo de una revolución, hoy imposible, y ahora de las reformas solicitadas, tan necesarias como difíciles”. No vaya a ser que a alguno de los candidatos a la secretaría general del PSOE le de por dejarse seducir por los cantos de sirena del republicanismo, que es a ojos de Cebrián síntoma de un peligroso anarquismo revolucionario que parece ser una verdadera obsesión para el CEO del Grupo Prisa. Vete tú a saber por qué. Pero lo peor en este caso no es su papel de policía –antidisturbios- de la socialdemocracia y de tutor ideológico del próximo candidato socialista. Lo más lamentable de esta línea argumental es aquello de que “hay cosas más importantes”. Pues claro que las hay. Hay asuntos mucho más acuciantes que el de la jefatura de Estado y que también merecen una reforma, faltaría más. El desempleo, los desahucios o la pobreza son algunos de ellos. Pero hasta donde yo sé en democracia no existe un límite de reformas y abordar la cuestión de la jefatura de Estado no impide tratar otros asuntos. En todo caso ha sido el propio monarca con su abdicación el que ha puesto el foco de debate en la monarquía. Y si el momento de la sucesión no es el adecuado para abordar la cuestión de la jefatura de Estado no sabemos cual lo será. El argumento de “no toca”, “no es el momento” o “no es la prioridad” ha sido en demasiadas ocasiones la coartada de los poderes para abortar reformas necesarias y para perpetuar el statu quo.
Cebrián se despacha a gusto más tarde con aquellos que cuestionan el proceso sucesorio: “La inicial renuencia o el abierto rechazo de Convergència i Unió y de Izquierda Unida (heredera del Partido Comunista de España) a mostrarse coherentes con la ley que sus antiguos dirigentes redactaron y votaron es una patética prueba, una más, de la ausencia de liderazgo político en sus filas y de las inclinaciones populistas de quienes las encabezan”. Todo un canto al inmovilismo de los partidos políticos, que según la óptica de Cebrián deben sostener, casi cuarenta años más tarde, las posiciones que tuvieron en aquel proceso constituyente en el que el ruido de sables era ensordecedor. Como si no fuese otra generación la que hoy protagoniza la vida política en España. Una generación que, por cierto, no tuvo la posibilidad de refrendar en las urnas la actual Carta Magna. Pero Cebrián va aun más allá: cuestionar la monarquía es síntoma de falta de liderazgo y de populismo en los partidos políticos. Otra sentencia que deja sin explicación y que tenemos que tomar como dogma de fe, por más absurda que resulte.
Cebrián concluye su artículo abogando por una reforma constitucional. Se trata de rematar la operación que ha comenzado con la abdicación regia y que pretende darle un lavado de cara a nuestro sistema político bajo la premisa de “que todo cambie para que todo siga igual”. Esa parece ser la estrategia de las élites políticas y económicas para combatir una desafección ciudadana que ya es un problema muy grave para el mantenimiento del statu quo. Pero Cebrián remata la faena con una de sus trampas dialécticas: “Por supuesto la expresión de las redes sociales, las de los locutores de programas de entretenimiento político y, sobre todo, la de miles de manifestantes que exhiben con toda libertad su protesta, deben tenerse en cuenta. Pero no pueden sustituir, ni legal ni emocionalmente, a la voluntad democrática expresada en las urnas. No, si queremos evitar un suicidio colectivo.” Pues eso mismo, nada puede sustituir a la voluntad democrática expresada en las urnas. Ni la presunta estabilidad del sistema ni una constitución votada hace 36 años en unas circunstancias muy excepcionales pueden sustituir la voz de los ciudadanos expresada democráticamente. Por eso es imprescindible preguntarle a los españoles y las españolas si desean continuar con una monarquía parlamentaria en la figura de Felipe VI o quieren que la jefatura de Estado sea al fin verdaderamente democrática a través de un Presidente de la República votado por todos los ciudadanos. Ya no vale poner excusas.
Lo mejor del artículo del multimillonario Cebrián es que pretendiendo retratar a quienes exigimos un referéndum sobre la jefatura de Estado se ha retratado a si mismo. No es la primera vez que lo hace. No extraña, desde esa óptica, la deriva conservadora del diario El País en los últimos tiempos que ha provocado una sangría de lectores y la salida de un buen número de firmas de calidad, que han dejado de publicar en las páginas del periódico de Prisa a la vista de la derechización evidente de su línea editorial. De modo que no puedo sino reiterarme en mis mejores deseos para el que fuera director de El País: Juan Luis Cebrián, que te folle un pez. Y uno bien grande, a ser posible.
Xabel Vegas, en su blog
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