Subió Santiago Abascal a la tribuna de oradores del Congreso con desfachatez, volviendo a bramar que el Gobierno de coalición surgido de las elecciones generales del pasado 10N es “el peor Gobierno en ochenta años de historia”, y esta vez añadió “y quizás me quede corto”. No fue ningún lapsus, como más de un biempensante se apresuró a sostener cuando, hace unas semanas, lo soltó por primera vez. Dijo lo que quiso decir. Y es que ochenta y cuatro años han pasado desde aquel 1936 en el que los poderes económicos de la época –con la inestimable ayuda de la jerarquía católica, los nazis de Hitler y los fascistas de Mussolini– asestaron un golpe mortal al Gobierno legítimo del Frente Popular, a la II República y a la Constitución de 1931 –una de las más avanzadas y progresistas de la Europa de la época–, consumado tres años después tras aplastar a un pueblo en alpargatas, muchos de cuyos mejores hombres y mujeres siguen amontonados anónimamente en cunetas ocho décadas más tarde.
El abuelo de Abascal fue alcalde y diputado provincial franquista; y su padre, concejal y juntero del PP, al que se afilió cuando aún se llamaba Alianza Popular, aquella formación fundada por seis exministros franquistas y un procurador en Cortes en 1976, el año que vio nacer al presidente de Vox; Franco había muerto un año antes –dejando a Juan Carlos I y sus herederos como sucesores en la Jefatura del Estado español– y la Constitución vigente sería aprobada dos años después. No subió este miércoles Abascal a la tribuna de oradores del Congreso con el objetivo de defender una moción de censura para la que sabe que no le dan los números –cuando se vote, le faltarán más del triple de los escaños necesarios para que salga adelante–, sino con el de reivindicar la España de su abuelo y de su padre –la de los ochenta años de gobiernos, según él, mejores que el Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos surgido de las urnas del 10N–, la de las cunetas sin abrir y las heridas sin cerrar; por eso ha vuelto a cargar contra las leyes de memoria histórica.
El presidente de Vox, que se ha pasado media vida intentando ejercer de demócrata de toda la vida –primero bajo el ala de Aznar y después bajo el de Esperanza Aguirre– y que en febrero de 2019 se plantó en la madrileña plaza de Colón con Pablo Casado y Albert Rivera para pedir elecciones generales que todos ellos acabaron perdiendo dos veces –la primera en abril de 2019 y la segunda en noviembre del mismo año–, ha pedido este miércoles los votos del Congreso para convocar otras elecciones generales –quizás convencido de que las dos primeras ni valen ni tienen por qué valer y de que a la tercera tiene que ir la vencida–; eso sí, después de presidir un Gobierno de concentración con ministros –y esto ha sido quizás lo único gracioso de la mañana en el hemiciclo– de “distintas sensibilidades ideológicas”. ¿Qué entenderá él por “distintas sensibilidades ideológicas”?
Subió Abascal a la tribuna de oradores del Congreso a cargar contra las bestias negras del fascismo: la izquierda, las naciones sin Estado –ha llegado a negar el derecho a la autonomía de las nacionalidades, reconocido en el artículo 2 de la Constitución, e incluso el derecho de las formaciones soberanistas a presentarse a las generales–, el feminismo o el antirracismo. Y a negar el golpe de Estado de 1936; ha acusado a la izquierda de provocar la Guerra Civil y se ha jactado de que la perdiera. Y a reivindicar, otra vez, los gobiernos de Franco y la monarquía restaurada por este. Y a loar a Trump y a despotricar contra China. Y, mientras la mayoría de los diputados del partido ultraderechista iban turnándose y repartiéndose entre el hemiciclo y la tribuna de invitados para aplaudirlo –como la “borbónica quijada” de Helios Gómez– “con risa amarilla y colorada”, a revolver las aguas del río –y del trío– de Colón, soñando con pescar él como Franco –del que ha vuelto a criticar que se haya “profanado” su tumba en el Valle de los Caídos– pescaba salmones en el Sella.
Javier Lezaola, en La Última Hora
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