Lo verdaderamente significativo de la Encuesta Monarquía 2020 no son, creo, tanto sus resultados como sus alrededores. No los datos objetivos que arroja –demoledores, por lo demás– sino el extraño espacio antipolítico en el que ha tenido lugar: el espacio del silencio. Es ese silencio el que, paradójicamente, señala más cosas sobre la enrarecida atmósfera democrática que envuelve todo lo concerniente a la Corona que las que desvela la propia encuesta.
La primera extrañeza la configura la inaudita privatización de lo público que ha tenido que acontecer para que fuera posible obtener información. El trabajo demoscópico lo han promovido 16 medios independientes y lo han costeado casi 2.000 ciudadanos anónimos. Lo que eso significa es, si miramos bien, que la encuesta ha tenido que privatizarse. Esto es, que los encargados de sondear las preferencias del público sobre algo eminentemente público no han sido los organismos públicos, pagados por todos y a ello destinados, sino entidades privadas sufragadas por bolsillos privados. ¿Por qué?
Para atender a ese interrogante hay que retrotraerse a 2015. En ese año el CIS dejó de preguntar sobre la monarquía. Llevaba décadas haciéndolo, pero, tras tres años consecutivos en los que la institución quedaba por debajo del aprobado, canceló la pregunta. En 2012 había hecho lo propio con la pregunta sobre la Constitución y su reforma: en cuanto la adhesión demoscópica al texto de 1978 dejó de ser mayoritaria, suprimieron la cuestión. Entre la verdad y la ocultación, se opta por lo segundo.
Los encargados de defender el silencio frente a la información han sido el PSOE, Ciudadanos, el PP y Vox. Aquí la extrañeza linda con el sonrojo. Que el señor Tezanos, director del CIS –un organismo cuya función institucional consiste en diagnosticar “situaciones y asuntos sociales” para de esa manera orientar “a los poderes públicos”– afirme el 18 de septiembre, con el rey emérito recientemente huido del país y las portadas echando humo, que los problemas de la monarquía no interesan “en este momento”, solo puede tildarse de delirante. Pero es que ese delirio lo ratifica, y lo hace en sede parlamentaria, el PSOE. Aquí el argumento ya es otro. No es que la cosa no interese, es algo peor, a saber, es que a la monarquía “hay que dejarla al margen de la contienda política”.
Es insólito: el sociólogo rechaza la verdad, el político desdeña la política. Ni uno ni otro están haciendo su trabajo, están huyendo de él. Los dos mienten: hace años el CIS sí preguntaba, y hace años el PSOE no se oponía a esa pregunta, sino al contrario. La razón es obvia, por aquel entonces el espejo decía lo que ellos querían oír. Ahora el espejo discrepa, de ahí el silencio. Pero, ¿quién habíamos quedado que era el soberano, el espejo o el príncipe? Porque el espejo somos nosotros, los ciudadanos, eso que la Constitución llama “el pueblo español”. Y albergamos nuestras preferencias, que, según se afirma, son soberanas. Y el príncipe es Felipe VI, o Juan Carlos I, o la Monarquía parlamentaria. Tiene muchos nombres, pero una sustancia: hasta ahora solo ha permitido que a la gente se la escuche cuando la gente decía lo que debía. Cuando las encuestas nos favorecen, se airean y celebran hasta el cansancio. Cuando no, se frunce el ceño moral y se decreta que, en tales casos, lo debido es el silencio. El silencio como deber cívico, como obligación democrática.
Hablemos sobre ese silencio. Cuando Juan Carlos I se exilió “voluntariamente” (¿?), buena parte del periodismo de este país tuvo la decencia de entonar su mea culpa. Zarzalejos, Gabilondo y otros reconocieron que siempre había habido un escudo mediático, que la Zarzuela había sido intocable durante décadas y que ellos, como profesionales, habían faltado a su obligación con la verdad y la información. Incuso suponiendo que, como el de la Estrella de la Muerte en la batalla de Endor, ese escudo mediático haya caído, lo que por otro lado es mucho suponer, es obvio que sigue en pie un escudo previo, no ya mediático sino político, y que mientras ese escudo siga en funcionamiento poco se podrá hacer. Ese escudo son el PSOE y la derecha.
Hay algo raro en ese escudo. Derecha, izquierda y otras coordenadas políticas configuran, en una democracia, diferentes opciones que se les ofrecen a los ciudadanos para que elijan entre ellas en libertad. Pero la más elemental comprensión de lo que significa la palabra “libertad” implica que el silencio, la censura y la ocultación de las preferencias han de desterrarse. La libertad no se basa en negar a una parte su voz, se basa en discutir entre todas las voces y en decidir por mayoría. Esto es el abc de la democracia, pero entonces… ¿por qué no preguntan? ¿por qué prefieren silenciar a debatir?
En El Retorno del Jedi el blindaje deflector emite su señal desde la cuarta Luna de Endor. En España el escudo de silencio monárquico/constitucional emite su extraña onda antipolítica desde la transición. Hay un episodio de la misma que atrapa, a mi juicio, la exacta sustancia de la comprensión de lo político que está en juego aquí. Como si, más de 40 años después, ese acontecimiento continuara activo, irradiando su influjo hasta nosotros. El episodio en cuestión narra cómo, en uno de los momentos más tensos y convulsos de aquellos años tensos y convulsos, cuatro meses antes de las primeras elecciones democráticas en medio siglo, dos hombres sellaron un pacto que pasaría a la historia. Adolfo Suárez legalizó, con el respaldo del rey, el PCE. A cambio, Carrillo y los comunistas reconocieron la bandera y la monarquía. Fue sin duda uno de los acuerdos que hizo posible el tránsito a la democracia.
Que ese pacto se alcanzara fue, en su día, y desde una perspectiva política, una excelente noticia; pero que, a día de hoy, siga celebrándose del modo en que se celebra constituye una anomalía perceptiva de primera magnitud. Las categorías desde las que se asume ese episodio como algo a celebrar siguen, desde entonces, distorsionando nuestra mirada y nuestras categorías interpretativas. Rompamos el escudo: desde un punto de vista democrático, ese pacto es completamente ilegítimo. En él un gobierno de una dictadura obliga a un conjunto de ciudadanos a renunciar a algunas de sus ideas –eso es, a renunciar a su libertad– como peaje para poder hacer política. Es democráticamente desolador.
Todo esto no significa que el pacto fuera deshonroso o que Carrillo no tenía que haberse avenido. Todo lo contrario. En 1977, lo inteligente y lo democráticamente exigible era, dadas las circunstancias, ceder a ese chantaje para permitir las urnas. Lo paradójico es que en 2020 se siga presentando el episodio no como una extorsión digamos poco edificante, sino como una suerte de pacto entre iguales. Cuando la mitología al uso cae, cuando la señal que emite las claves interpretativas no es la del escudo, el rey no estaba allí “trayendo la democracia”, sino más bien salvaguardando la monarquía. Un demócrata no obliga a nadie a renunciar a ideas perfectamente legítimas. Un demócrata acepta esa discusión en libertad y permite que sea la mayoría la que dirima la cuestión.
Eso fue hace mucho, se dirá, y fue precisamente la Constitución de 1978 la que trajo las libertades y la posibilidad de ser republicano. Fue un precio a pagar, y políticamente había que pagarlo. Sin duda. Pero es legítimo preguntarse si en Zarzuela han cambiado mucho las cosas a la hora de optar entre monarquía y democracia, porque lo cierto es que no lo parece. A unos no les dejaron optar libremente por una u otra bandera o forma de Estado; a nosotros, ahora, prefieren silenciarnos. Que no hablemos si no es como ellos quieren que lo hagamos. ¿Por qué esa censura política? ¿Por qué no se permite siquiera que el CIS pregunte? ¿Por qué ese pavor a la verdad?
Es esa atmósfera enrarecida que rodea a la monarquía la que produce uno de los resultados a mi juicio más reveladores de la encuesta. A día de hoy, son mayoría los españoles que votarían república frente a monarquía. Si descartamos a los indecisos, la república ganaría por 54% contra 46%. Pero, sorprendentemente, esa victoria no se concibe como posible. La permanente identificación de la monarquía con “la democracia” y la continua tachunda mediática logran que la Corona sea vista como la ven los monárquicos –una suerte de esencia política de España– y no como la ve cualquier demócrata, esto es, como una decisión libre y soberana de los españoles. Por eso, cuando lo que se pregunta no es “qué votarías tú” sino “quién crees que ganaría”, el 55.5% da por hecho que lo hará la monarquía. La república vence, pero todavía no lo sabe.
Una victoria y un desconocimiento especialmente meritorios, porque la Corona ha tenido de su parte todas las portadas, toda la historiografía, todo el Estado e incluso toda la prensa rosa. Durante 40 largos años ha vivido instalada en una confortable burbuja protectora de la que solo se mostraba el lado amable, humano, campechano y democrático. Con una cobertura mediática así adoraríamos a cualquier familia media española y, sin embargo, una mayoría de españoles preferiría otra cosa. Imaginemos qué pasaría si, en vez del escudo emisor de interferencias y trampantojos que lleva 40 años emitiendo por tierra, mar y aire, a la ciudadanía española se la tratara como adulta y se nos permitiera asistir a un debate de verdad. A uno con sus dos posturas, en igualdad de condiciones, defendiendo sus razones. Como si, en lo relativo a la monarquía, la atmósfera fuera la propia de la libertad. ¿Se imaginan? No, claro, el escudo continúa…
Jorge Urdánoz Ganuza, en CTXT
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