El golpe de Estado y la detención de la histórica líder opositora y Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi supone el fin de un interregno transitorio de poco menos de diez años y la reasunción del poder –si es que en algún momento lo perdió realmente– por parte del Ejército birmano.
Desde su independencia del yugo colonial británico, en 1948, Myanmar ha sido gobernada por regímenes militares hasta 2011 sin solución de continuidad. Las movilizaciones populares para exigir democracia fueron abortadas con sendas asonadas militares en 1962 y 1988.
Fue en ese último año cuando, tras un largo exilio en Londres, capital de la antigua metrópoli, Aung San Suu Kyi regresó a Myanmar y lideró las protestas contra los militares, lo que a la postre le costó 15 años de arresto domiciliario, hasta 2010.
Dos años antes, en 2008, la Junta Militar había impulsado una nueva Constitución para dar inicio a un proceso de transición en la que se reservaba los Ministerios de Defensa, Interior y Asuntos Fronterizos y el cargo de vicepresidente, lo que le garantizaba el control de la política birmana.
Con esos mimbres, en 2011, el Ejército comenzó un proceso de cesión de algunos poderes a la que había sido la oposición.
Tras la victoria en 2015 del partido de Suu Kyi, la Liga Nacional para la Democracia (LND), la hija del héroe de la independencia, Aung San, asumió el cargo de titular de Exteriores y consejera de Estado, un puesto creado ad hoc por la negativa de los militares, elevada también a rango constitucional, a que fuera nombrada presidenta –por haberse casado con un extranjero–.
Con todo, ese cargo le ha asegurado hasta ahora la dirección de facto del gobierno. Que no la dirección del poder. Porque Suu Kyi no ha dejado de sentir desde entonces el aliento de los militares en su nuca. Al punto de que se negó en 2017 a posicionarse contra la limpieza étnica contra la minoría rohingyá (musulmana), haciendo suya la tesis del Ejército de una «simple operación antiterrorista».
Sacrificar su prestigio internacional –muchas voces exigen que se le retire el Nobel que se le otorgó en 1991– para no enervar a los generales no le ha servido para conjurar este nuevo golpe de Estado.
La desde hoy otra vez líder opositora cuenta con el apoyo de la mayoría de la sociedad birmana –predominantemente budista, no se olvide–, como quedó patente tras la abrumadora victoria de su partido, que logró en las elecciones de noviembre el 83% de los 476 escaños del Parlamento.
Los militares, celosos de sus históricas prerrogativas, no ocultaron su preocupación ante un triunfo arrollador que les colocaba en una posición de debilidad ante Suu Kyi y los suyos y movilizaron a su formación-pantalla, el Partido de la Unión, la Solidaridad y el Desarrollo (USDP), para que denunciara fraude y calentara el ambiente.
Los militares ponen fin a un régimen híbrido que fue una concesión que el Ejército birmano nunca habría hecho sin la presión de su principal sostén, China.
La posición del gigante asiático será crucial para anticipar el futuro de un país cuya oposición, tras unos años compartiendo alfombra con los militares, tampoco ha visto satisfechas ni de lejos sus aspiraciones democráticas. Y Occidente y Japón han salido con presteza a denunciar la asonada y a exigir la puesta en libertad sin condiciones de la «Dama de Rangún».
Dabid Lazkanoiturburu, en GARA
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