Aunque a estas alturas de la historia uno ya poco pueda sorprenderse de lo que se dice desde el púlpito de una iglesia (vale también sinagoga o mezquita), es imposible hacer oídos sordos ante sermones como el del obispo de Donostia ayer. Su andanada contra el derecho a decidir e incluso contra «el endiosamiento de la libertad» personal suena como aquel «Muera la intelectualidad, viva la muerte» del general franquista Millán Astray, adelantando el calendario tres cuartos de siglo y cambiando el paraninfo de la Universidad de Salamanca por la basílica de Loiola y un asfixiante clima bélico por un pacífico proceso político.
Munilla habla raro, como obispo que es, pero se le entiende todo una vez quitados los disfraces del discurso, porque no habla de religión, habla de política. Y no hace consideraciones abstractas, trata de condicionar la vida de las personas, de cada una de ellas. Cuando dice que «el derecho a decidir termina allá donde existe un bien objetivo», está situando la organización política de la sociedad en un estadio moral cuya llave, además, guarda él, como si fuera no ya un dios, sino un caudillo político en posesión de la verdad revelada.
Así que su reino no es de este mundo... pero lo quiere ser. Con la diferencia de que Munilla ejerce de líder político sin haber pasado por las urnas (lógico que deplore el derecho a decidir y la libertad). Resulta algo patética la imagen de un lehendakari que sí es representante ciudadano escuchando tal tirón de orejas desde la bancada de madera, abajo. Munilla tiene púlpito y lo usa, como lo usaron los obispos españoles en aquel documento de la época de Lizarra-Garazi en que situaban el soberanismo vasco, que no el español, como una inmoralidad. No ha inventado nada Munilla.
Pese a él, la gente, la ciudadanía, los vascos y vascas, no están dispuestos a no ser libres tras muchos siglos sometidos. Quieren decidir y decidirán sobre este mundo y este país, que para eso es el suyo sin tutelajes de estados, reyes ni obispos.
Ramón Sola, en GARA
Ramón Sola, en GARA
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