domingo, 1 de agosto de 2021

MARCILLA: PÁGINAS QUE SUSURRAN CARIÑO AÑEJO

“La vida ha pasado en cuatro días”, suscribe Jesús Landívar Esparza. Lo dice él que en esto de la vida tiene experiencia. Ha conocido 94 años, en diciembre cumplirá 95 con unos ojos despiertos, la sonrisa puesta y cualquier poesía siempre a mano en la estantería de la memoria. Las recita una tras otra, sin fallar una letra. Nació y se quedó siempre en Marcilla. Desde hace unos años la residencia es su casa. Repite que no fue a la escuela, que es “campero noche y día y no poeta”. “Soy un hombre que no ha estudiado y me puedo equivocar hablando pero lo poco que has aprendido lo guardas”. Nada más lejos. Él ha sido uno de los autores del capítulo de Marcilla en el Libro Viajero de las residencias de Lares. Llegó desde Buñuel a finales de mayo y lo completaron en la primera quincena de junio. Plasmaron en él su día a día “porque cada jornada es diferente”. “Evitar las juergas, beber menos y no fumar” es para él la fórmula de sumar años con salud. “Esto no es una cárcel, es libertad”, subraya que le entretiene mucho el bingo, la gimnasia y que los jueves esperan a la peluquera.

Frente a él se sienta paciente Consuelo Riezu Martínez. Explica que nació en la calle Carmen de Pamplona y que durante muchos años fue con su madre, Sabina Martínez, repartidora de Diario de Navarra por las calles del Casco Viejo. Comenzaban la tarea a las seis de la mañana “y cuántas escaleras subía”. Sigue cerca del periódico porque lee “hasta las esquelas”. Cuando se casó se mudó a la Rochapea, tiene cuatro hijos y una más murió al poco de nacer. Ya abuela de varios nietos, está “muy contenta en la residencia”. “La gente es fabulosa y nos cuidan muy bien”, apunta mientras la terapeuta Lucía Ruiz le atusa el pelo por detrás de la oreja. “Marcilla es una residencia libre de covid, aunque algunas trabajadoras sí lo cogimos, la primera yo, los residentes no”, indica Belén Ortega, monitora. “Hemos estado protegidos y la gente del pueblo nos ha ayudado mucho con mensajes, pancartas y hasta las patatas fritas que nos traían”, agradecen.

Entre sonrisas y lágrimas envuelve sus brazos frágiles Ana Montiel López, 75 años. Sevillana y huérfana de madre desde los 8 años, trabajó en el campo hasta los 20, cuidada por su padre y una tía “bordaba y hacía punto de cruz”. Ya casada y con tres hijos la familia se mudó a Falces para trabajar, en 1975. Vivieron en Tafalla más tarde y en Marcilla llevaron el bar de Bartolo y en Villafranca el de los jubilados. Llora la muerte de uno de sus hijos con 24 años y la emoción alumbra sus ojos cuando cuenta lo bien que les atienden en Marcilla. Y cómo lo pasa cocinando, a veces unas migas, otras unas hojas de parra. “Belén es la número uno, nos trata bien y yo con un poco de cariño tengo bastante”, concede. La terapeuta repara en que inciden en la autonomía de las personas residentes, en que puedan desarrollar actividades de su gusto, dentro de las posibilidades. “Pero pregúntale algo a Martín”, interviene espontáneo Jesús Landívar. Martín Murillo Machina, 96 años, nació en Ruesta, provincia de Zaragoza. El pantano de Yesa anegó las huertas y campos del pueblo. Sin un futuro, los vecinos tuvieron que dejar sus casas “y cada uno fue a donde pudo”. Él a Pamplona. Tenía 35 años, en su pueblo había sido peluquero diecisiete años. “Pero en Pamplona ya compramos el piso, así que una bajera no podíamos pagar. Entonces empecé a trabajar en las villavesas”, recuerda. Viudo y sin hijos lleva unos seis años en Marcilla. “Es el que más hace”, guiña un ojo Jesús. “Es uno más en plantilla”, confirman Lucía y Belén la voluntad de Martín para ayudar “en lo que sea”. “Quiero otro, otro añico más”, cierra la conversación Jesús Landívar.

El centro de Marcilla se inauguró en 2003, cuenta con espacio para 38 personas, y ahora mismo en un porcentaje alto, supera el 80%, con personas dependientes.

Pilar Fernández Larrea, en Diario de Navarra

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