El proceso soberanista no ha logrado su gran objetivo de conseguir la independencia de Catalunya, en cambio ha provocado una profunda fractura social en la sociedad catalana y la progresiva degradación de las instituciones de autogobierno.
La presidencia de la Generalitat ha sido sometida a un enorme desgaste derivado del hecho de que los dos últimos presidentes, Carles Puigdemont y Quim Torra, no concurrieron ante el electorado como candidatos a esta máxima legislatura. El primero iba en el número tres de la lista de Junts pel Sí por la circunscripción de Girona en las autonómicas de 2015; el segundo, el puesto onceavo de la candidatura de Junts per Catalunya por Barcelona. Ambos, para sorpresa de propios y extraños, empezando por ellos mismos, fueron elevados a la presidencia de la Generalitat tras pactos entre las formaciones independentistas y gracias al aval de la CUP. Desde entonces, esta formación ha devenido en el actor político clave para la investidura de los presidentes de la Generalitat, arrojando a Artur Mas a la papelera de la historia o vetando la candidatura de Jordi Turull.
El Parlament de Catalunya se ha convertido en una caja de resonancia de las reivindicaciones secesionistas, declinando en demasiadas ocasiones de su función de representación del conjunto de la ciudadanía y operando como un instrumento al servicio de la causa independentista, como se puso de manifiesto en las infaustas jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017, cuando se aprobaron las llamadas leyes de desconexión. Esta sectaria lógica partidista ha contaminado al conjunto de las instituciones de autogobierno, como en el caso de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals, que gestiona TV3 y Catalunya Ràdio, la cual funciona como un órgano de agitación y propaganda de la causa independentista, o del Síndic de Greuges (la versión catalana del Defensor del Pueblo) que opera siguiendo la misma lógica. El expresident Quim Torra expresó crudamente las razones de este manifiesto desprecio por las instituciones de autogobierno al asegurar que la autonomía constituía un obstáculo para alcanzar la independencia.
Ahora, en el marco de los disturbios por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, esta degradación/deslegitimación institucional ha alcanzado también a los Mossos d’Esquadra y al denominado “modelo policial”. Tras los atentados de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017 y tras su actuación pasiva durante el referéndum del 1 de octubre, este cuerpo policial fue ensalzado por las formaciones independentistas, elevando al mayor Trapero a la categoría de héroe de la patria. Sin embargo, las declaraciones de Trapero asegurando que había dispuesto un operativo para detener al gobierno catalán tras la proclamación de la independencia y su actuación en los disturbios que siguieron a la sentencia del procés provocaron su progresiva deslegitimación por parte de las formaciones secesionistas, espoleadas por la CUP.
No resulta extraño que los Mossos d’Esquadra, como garantes del orden público, resulten estigmatizados, pues durante una década se ha repetido hasta la saciedad que España no es un Estado democrático, sino parafascista, semejante a Turquía, se ha afirmado que no existe separación de poderes y que la justica opera como un aparato franquista o se ha propagado la idea de no cumplir las leyes consideradas injustas. Unas proclamas que han calado en amplios sectores de la sociedad catalana, al punto, como ya se percibió tras los disturbios de la sentencia del procés, de legitimar la violencia callejera como respuesta a una supuesta situación de opresión y represión por parte del Estado, de la cual la policía autonómica sería su brazo ejecutor.
Por otro lado, durante los disturbios tras la sentencia ya se apreció como si con una mano Quim Torra insistía en el Apreteu y se impulsaban desde los medios de comunicación independentistas las movilizaciones, con la otra se enviaba a los Mossos a reprimirlas sin contemplaciones.
Podría considerarse que la tibieza con la que Junts y ERC han calificado los recientes disturbios responde a planteamientos tácticos para asegurarse en el apoyo de la CUP en la formación del ejecutivo. No obstante, quizás exista una razón más de fondo.
Acaso para algunos estrategas del movimiento independentista, si alguna vez se decidiesen por proclamar en serio la independencia y controlar territorialmente el país, habrían de contar con estas fuerzas de choque, con las cuales no conviene malquistarse.
Burguesía sin representación política
La evolución de las relaciones entre ejecutivo autonómico y burguesía catalana han experimentado un proceso que parece extraído de la lógica hegeliana. Durante los 23 años de ejecutivos convergentes liderados por Jordi Pujol, la burguesía catalana tuvo en el partido en el poder y en gobierno de la Generalitat una genuina representación política.
La antigua Convergència expresaba una suerte de alianza entre la burguesía y la pequeña burguesía con el nacionalismo como argamasa ideológica. Sin duda podría argüirse que el apoyo a Pujol de sectores de esa burguesía fue puramente instrumental, para evitar males mayores, en concreto para combatir la hegemonía ideológica de la izquierda, especialmente fuerte en los años setenta bajo la égida del PSUC.
Actualmente asistimos a una suerte de inversión hegeliana donde la burguesía ha quedado huérfana de representación política. Los primeros signos de ello se manifestaron con la masiva huida de empresas y entidades financieras tras la fallida proclamación unilateral de independencia. Ahora, esta orfandad política se ha evidenciado tras el fracaso del PDeCat, que aspiraba a representar políticamente a estos sectores y no ha obtenido representación parlamentaria. De hecho, la única representación parlamentaria de esos sectores del catalanismo burgués radica en Units per Avançar, herederos de la extinta formación democristiana Unió Democràtica de Catalunya y socia de Convergència. Sin embargo, no consigue el acta de diputado por sus propias fuerzas, sino gracias a su coalición con el PSC, que es quien realmente aporta los votos.
Acaso este sea el precio a pagar por sus silencios y contemporizaciones durante los momentos cruciales de proceso, cuando se acusó a esta misma burguesía de mantener un silencio cómplice e incluso de cobardía. Quizás, en un momento de grandes movilizaciones sociales con dos huelgas generales y la eclosión del movimiento del 15M en respuesta a los recortes del gobierno de Artur Mas, calcularon que desviar la agitación popular hacia la reivindicación nacionalista resultaba adecuado para sus intereses y que pasada la crisis las aguas volverían a su cauce. En cualquier caso, esta suposición resultó errada, pues se generó un movimiento con una lógica interna propia que devino incontrolable.
El reciente y matinal acto público de las principales organizaciones empresariales y económicas del país, bajo el liderazgo del ex dirigente democristiano Josep Sánchez Llibre y la consigna Ja n’hi ha prou! (¡Basta ya!), resulta expresiva de esa ausencia de representación política que les ha conducido a plantear directamente sus reivindicaciones al ejecutivo en funciones con la vista puesta en la formación del nuevo gobierno con el temor cerval a la creciente influencia de la CUP.
La distancia entre las formaciones independentistas y las organizaciones empresariales catalanas se puso de relieve en el hecho de que ese mismo día por la tarde, Pere Aragonés, presidente in pectore de la Generalitat, presentó públicamente en un acto valorado como de contraprogramación al anterior, sus prioridades políticas centradas en la autodeterminación y la amnistía. Así, hizo caso omiso de las demandas de la clase empresarial de hacer pivotar la acción de gobierno en la recuperación económica y reclamando “lealtad institucional” con el ejecutivo español. El divorcio entre independentismo y burguesía ha conducido al extremo insólito de que las organizaciones empresariales hayan manifestado su preferencia por un gobierno de izquierdas antes que por ejecutivo independentista condicionado por la CUP.
La ruptura de la alianza entre burguesía y pequeña burguesía, característica del pujolismo, tiene su expresión acabada en la evolución de Junts. Esta formación, heredera de la antigua Convergència, se ha convertido en la expresión ideológica de las aspiraciones de la pequeña burguesía radical mediante una especie de poti-poti nacional-populista donde se mezclan proclamas supremacistas e hispanófobas, más propias de las extremas derechas europeas, con planteamientos vagamente progresistas que buscan ocultar sus orígenes derechistas y satisfacer el radicalismo retórico de sus bases electorales.
El movimiento independentista catalán, que aspira a construir un Estado-nación, solo cuenta en las grandes ciudades con el apoyo de las clases medias y con la hostilidad de la alta burguesía y la clase trabajadora, como revelan insistentemente los resultados electorales. De hecho, tanto Junts como ERC y CUP representan todos los matices de esas clases medias, tanto desde el punto de vista del nivel de renta como generacional. Esto supone un enorme obstáculo para lograr sus objetivos separatistas, pues para construir ese Estado nacional debería contar si no con el apoyo, al menos con la benevolente neutralidad de las dos clases que, según Karl Marx, estructuran las sociedades capitalistas.
Antonio Santamaría, en El Viejo Topo
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