lunes, 19 de julio de 2021

¿QUÉ ESTÁ PASANDO CON EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL?

 Los tribunales constitucionales son un invento relativamente reciente. Hace un siglo justito de que se creó el primero, pero es una institución casi inexistente en el Estado democrático hasta la segunda mitad del siglo veinte. Su existencia está estrechamente vinculada a la constitución normativa: la idea de que la constitución es una regla jurídica que hay que cumplir es muchísimo más reciente de lo que la gente cree. Las primeras constituciones son documentos filosóficos que reflejan una visión ideal de los objetivos de la sociedad, pero carecen de fuerza jurídica. Históricamente lo que aplican a diario los jueces  no es ese texto cargado de principios vagos, sino la ley. La voluntad del parlamento.

Con la consolidación de un concepto de democracia basado antes en el respeto de los derechos fundamentales de las minorías que en la imposición de la voluntad de la mayoría parlamentaria se vuelve imprescindible asegurar que las leyes y los jueces que las interpretan respeten la Constitución. Ésta pasa a verse como el marco cerrado en el que tiene que desarrollarse todo el ordenamiento jurídico. Quienes tienen la mayoría electoral no por ello pueden saltarse las normas formales exigidas para aprobar una ley, ni vulnerar las competencias de los entes territoriales ni dejar de respetar los derechos fundamentales de la ciudadanía.

La garantía de la democracia pasa entonces a estar en las manos de los tribunales constitucionales situados por encima de los tres poderes tradicionales del estado y con competencias para vigilar que todos ellos se someten a la norma suprema. Son órganos jurisdiccionales, es decir, que no resuelven los asuntos basándose en razones de oportunidad política sino mediante argumentos jurídicos. Aunque se llamen ‘tribunal’ no están integrados en el Poder Judicial, sino que tienen facultades para controlar también a la judicatura.

Los tribunales constitucionales son necesariamente órganos políticos. Su tarea no es aplicar una ley existente sino interpretar la Constitución para concretar sus mandatos, a menudo abiertos o genéricos. Por ejemplo, cuando el artículo 15 de nuestro texto dice que “todos tienen derecho a la vida” la interpretación de si ese genérico ‘todos’ incluye a los embriones fecundados en el interior de una mujer o sólo a las personas no es estrictamente jurídica. Sólo a partir de la ideología de cada magistrado, de su comprensión del mundo y de su percepción de la realidad social puede determinarse si la Constitución permite o prohíbe el aborto, el matrimonio homosexual o la negación del genocidio. Muchos casos como estos recorren el texto y se superponen a las cuestiones exclusivamente jurídicas. Los magistrados del Tribunal Constitucional utilizan necesariamente, junto a los conocimientos jurídicos, su ideología y su comprensión de la vida para dictar sentencia. Por eso no pueden ser nombrados por oposición, porque su tarea es también ideológica. Pero han de ser grandes juristas, con los conocimientos y la visión suficiente para saber diferenciar lo ideológico de lo jurídico. Pueden acudir a sus percepciones ideológicas sólo cuando la Constitución lo permita y deben formularla luego de manera absolutamente sometida a la lógica jurídica en el texto de sus decisiones.

Un buen tribunal constitucional debe estar compuesto de grandísimos juristas, elegidos con conocimiento público de su ideología y capaces de ser independientes. Porque para que sea un auténtico tribunal debe ser político, pero no partidista. Puede estar politizado pero ha de ser totalmente independiente frente a los partidos políticos.

La deriva del Tribunal Constitucional español está muy lejos de ese ideal.

En sus primeras dos décadas de funcionamiento, al tribunal llegaron algunos de los mejores juristas del país. Sabios con una trayectoria personal que, por más que se supiera de qué pie cojeaban políticamente, estaban blindados frente a cualquier presión partidista o gubernamental. Gente preocupada por hacer de España un país de derechos fundamentales e intelectualmente tan honesta que no dudaba en llevarle la contraria al partido que los había elegido si íntimamente entendían que no tenían razón.

Sin embargo, los partidos descubrieron pronto los riesgos de un tribunal tan cualificado y tan libre. El detonante final fue, sin duda, la sentencia que puso en libertad a toda la Mesa nacional del partido independentista Herri Batasuna, injustamente encarcelada con la excusa de un vídeo electoral. En ese momento cambió algo y desde entonces la actitud de los políticos hacia el tribunal no ha sido la misma.

El desmoronamiento ha sido progresivo. Cada vez se eligen magistrados con menos conocimientos jurídicos y más sumisos a sus partidos. Mientras más mediocre es un jurista, más atemorizado vive de perder sus privilegios inmerecidos. Cada vez más magistrados vienen de las filas del Poder Judicial, elegidos entre los jueces más arribistas y con menos visión constitucional en perjuicio de la academia, que depara juristas de mente más amplia. Muchos se pasan los nueve años de su mandato pendientes de saber qué harán con sus vidas cuando salgan del órgano: cualquier decisión que enfade al partido que los apoya disminuye sus posibilidades de ser promovidos a otros altos puestos de responsabilidad.

El TC ha dejado de ser un tribunal sanamente politizado para ser un tribunal sin independencia alguna. La calidad jurídica de las sentencias ha descendido dramáticamente. A diario se leen disparates carentes de lógica jurídica pero escritos pomposamente. Como si la verborrea jurídica pudiera esconder la carencia de perspectiva constitucional.

Su jurisprudencia recorta a diario los derechos fundamentales que en décadas anteriores habían quedado asentados. Es un tribunal al servicio del poder y en su afán por contentarlo, muchos de nuestros jueces y juezas constitucionales son capaces de negar los derechos más evidentes de la ciudadanía. De decir, por ejemplo, que un sindicalista puede ser condenado por llamar “puta bandera” a la enseña nacional, o un tuitero por alegrarse de la muerte de un torero, exponente de la cultura nacional. La jurisprudencia es con frecuencia contradictoria, dictada para cada caso, sin intención de crear ninguna doctrina razonable. Copian los malos hábitos del Tribunal Supremo, acrecentados por la impunidad de quien sabe que no tiene ningún otro poder estatal por encima.

La discrecionalidad es la tónica general de este tribunal. Se manifiesta, en última instancia, en una continua falta de respeto a la propia institución: si la sentencia es importante, cada palabra de las deliberaciones, teóricamente secretas, se filtra a la prensa de uno y otro bando.

El Tribunal se ha acostumbrado a publicar los fallos de sus decisiones antes que la argumentación en que se sustentan. Es una práctica disparatada que torpedea la esencia de lo jurisdiccional, dando a entender que ha decidido a quién darle la razón pero aún se está pensando aún en cómo justificarlo. El nivel es tan limitado que incluso en estos casos la publicación incluye errores garrafales. En la sentencia más trascendente de los últimos años, se llamaba decreto-ley a la norma anulada, que en verdad era un real decreto.

En un triste espectáculo, se filtra incluso el borrador de la sentencia. A nadie parece importarle, pues hay magistrados que publican sus votos particulares anticipadamente como artículos periodísticos de opinión, atacando en ellos a la institución. En un ‘sálvese quien pueda’ inaudito, parece que todos filtran, todos insultan a sus compañeros y desprecian al tribunal. Están más preocupados por demostrar que son  serviles a los suyos que por defender una institución esencial para la democracia.

No toca aún hablar del penoso contenido técnico y político de decisiones recientes como la que afecta a la primera declaración de estado de alarma. Sin necesidad de ello, la ciudadanía española lleva tiempo asistiendo perpleja a la desintegración del órgano sobre el que pivota la defensa de la democracia.

Causa pudor cómo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ridiculiza a nuestro Constitucional, condenándolo una y otra vez  por defender al poder a costa de los derechos. Tenemos un tribunal que no protege el derecho a la libertad de expresión ni a no ser torturados de los disidentes políticos. Que manipula los plazos para frenar el acceso a un tribunal europeo por parte de los líderes políticos independentistas. Que ha recortado la autonomía parlamentaria como nunca antes y prohibió que determinados temas se discutan siquiera en el parlamento. Que criminaliza la desobediencia civil permitiendo que se reprima desproporcionadamente… Por si fuera poco, los magistrados que lo integran, algunos de ellos con el mandato caducado hace años, no dudan en dañar el prestigio y la integridad del propio tribunal.

Un exmagistrado que acaba de fallecer decía, con mucha razón, que el problema del tribunal no es el nombramiento político de sus miembros, sino la desvergüenza con la que estos asumen el cargo y lo ejercen en beneficio propio. O de su partido político, que es lo mismo.

Eso es lo que está pasando con el Tribunal Constitucional, que lo están destrozando unos magistrados que, en su conjunto, no están ni mucho menos a la altura de la dignidad de su cargo.

Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional, ex-letrado del Tribunal Constitucional (en CTXT)

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