sábado, 31 de julio de 2021

EL TALÓN DE SIMONE BILES

 El mito del sueño americano permea cada resquicio de Estados Unidos. Vale tanto para un Donald Trump, hijo de un adinerado magnate inmobiliario, como para Kamala Harris, cuyo origen inmigrante se cita sin recordar que sus padres pertenecían a una clase media-alta educada, o para Chris Gardner, el mendigo negro que logró convertirse en un rico empresario, como sabemos por la película The Pursuit of Happyness (2006), protagonizada por Will Smith.

Importa poco destacar los trampolines que brindan ciertos orígenes o las historias de quienes no alcanzan las cimas del éxito debido a desigualdades estructurales. El relato simplista y ascendente del “hombre hecho a sí mismo”, sin fallos, dotado de una fuerza de voluntad impertérrita y capaz de vencer, individualmente, todas las adversidades (cuando no de convertirlas en oportunidades) siempre es el dominante. Sirve para justificar las mayores injusticias, se evoca cada vez que se debate alguna medida de corte social, mantiene la maquinaria capitalista bien lubricada y, de paso, provoca un reguero de supuestos perdedores que se culpabilizan por sus fracasos y, en el proceso, son excluidos de la mitología nacional. A grandes rasgos, el sueño americano silencia las pocas voces “molestas” que reclaman derechos y contribuye a perpetuar los poderes hegemónicos. La biografía de Simone Biles se adaptaba bastante bien a este mito hasta que, con su decisión de no seguir compitiendo en los Juegos Olímpicos de Tokio, lo hizo saltar por los aires.

Biles nació en el seno de lo que podría llamarse una familia disfuncional. Durante la primera infancia, tanto ella como sus hermanos pasaron temporadas en centros de acogida ya que su madre, drogadicta y a menudo en prisión, era incapaz de cuidar de sus hijos. Del padre biológico hay muy poca información, pero se sabe que la gimnasta no tiene contacto con él y que, cuando habla de “sus padres”, se refiere en realidad a sus abuelos, quienes la adoptaron oficialmente a los seis años. Ellos fueron los encargados de proporcionarle la estabilidad emocional necesaria como para dedicarse al deporte, además de bienes materiales tan básicos como la comida: en alguna ocasión, Biles ha declarado odiar a los gatos porque, cuando era pequeña, veía lo bien alimentados que estaban los de su barrio mientras ella pasaba hambre.

Aun así, el tesón y el talento prevalecieron, trabajó duro y, como recompensa, brilló con luz propia, habiéndose sobrepuesto incluso a las repulsivas manos de Larry Nassar, el médico del equipo de gimnasia olímpica que abusó sexualmente de ella y otras compañeras. Con 25 medallas mundiales en su haber a pesar de su difícil trayectoria, Biles se transformó en una heroína por derecho; para más inri, mujer y negra, en un país donde el racismo es omnipresente y el machismo apenas se discute a nivel político; merecedora, por lo tanto, de ocupar un sillón en el Olimpo de los dioses nacionales.

Pero Simone Biles no era invencible. Como nos enseña, no la mitología norteamericana, sino la griega, los dioses están llenos de imperfecciones y hasta héroes como Aquiles tienen un punto débil. El de ella se manifestó mientras realizaba uno de sus célebres saltos: perdió la noción del espacio en el aire, no sabía dónde se encontraba ni cómo orientar su cuerpo durante unos pocos segundos que podrían haber acabado con una caída fatal. Ahí fue donde se dio cuenta de que su cerebro estaba sufriendo los efectos de una ansiedad y un estrés insoportables, agravados por la falta de público y, sobre todo, de una familia que no ha podido estar físicamente con ella debido a las restricciones pandémicas.

Contra todo pronóstico, Biles decidió priorizar su salud frente a la competición que había generado tantas expectativas, renunciar al podio tras haber escuchado a su cuerpo. Cuando aún circulan las críticas de los que la llaman “vergüenza para el país” por no haber logrado, esta vez, superar los obstáculos, como si fuese posible ir en contra de lo que somos, un cuerpo vulnerable que sufre, enferma y manda señales para instigar sus cuidados, se puede afirmar que Biles ha efectuado una hazaña aún más heroica que las que le granjearon las medallas, y esta muestra varias bifurcaciones. 

Por un lado, la gimnasta ha dejado claro el componente colectivo de todo éxito; no es casual que su retirada se haya producido en un momento donde no goza de apoyos familiares cercanos. Por otro lado, ha conseguido llamar la atención sobre esa lacra que se ciñe sobre muchos de nosotros: la precariedad de la salud mental, y lo ha hecho, además, rompiendo la histórica dicotomía cuerpo vs. mente: si la orientación le fallaba, los músculos no le respondían.

Más o menos conscientemente, Biles ha colocado en el tablero mediático un problema que afecta a multitud de sus compatriotas: Estados Unidos es líder mundial en ansiedad y otras dolencias mentales; sin un sistema sanitario público, muchas personas no reciben la atención psicológica o psiquiátrica que precisan y otras lo hacen víctimas de la inflación diagnóstica que mueve el beneficio económico, como ha denunciado el psiquiatra Allen Frances.

Las muertes por sobredosis, relacionadas con la salud mental, han aumentado un 30% en el último año y estas, junto a otras como las resultantes del suicidio, son tan frecuentes que han conseguido reducir la esperanza de vida del país, según se desprende de la investigación de Angus Deaton y Anne Case, recogida en su libro Deaths of Despair (2020).

Por si fuera poco, la decisión de Biles suscita la siguiente pregunta: ¿cuánto pesa ese pasado traumático en su malestar actual? ¿Hasta qué punto es posible recuperarse de lo que, dada la misma definición del trauma, es recurrente? Nunca lo sabremos, pero lo que está claro es la magnitud de su intervención política, tanto que quizá esté no solo protegiendo su vida, sino salvando ahora mismo las de quienes se hayan visto reflejados en ese lado frágil, sin avergonzarse por ello. En la debilidad de Biles reside precisamente su heroísmo: es el talón de la más grande.

Azahara Palomeque, en La Marea

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